Las fiestas populares de Bilbao, un éxito de la espontaneidad
Nunca nadie, con sólo nueve días de historial tuvo un entierro tan multitudinario ni tan sentido como Mari Jaia. Cuarentona, entrada en carnes, con cara de cachondeo y cuerpo de jota, nacida de las manos de la pintora Mari Puig Herrero, Mari Jaia no ha sido un símbolo ni una mascota, fue la fiesta misma de Bilbao, que se quemó el domingo a medianoche mientras su enorme ataúd amarillo se hundía en la ría ante no menos de 50.000 personas.Este fue el único rito funerario de unas fiestas que hace un año no existían y que han movilizado por encima de las 100.000 personas diarias. Los de Txomin Barullo hicieron el programa, pero las fiesta, las tomó el pueblo, diríase con afán de revancha sobre cincuenta años de no fiestas, de miedo a la calle.
Alvaro Gurrea, economista, no de los creadores del grupo, lo explica así: «nosotros no hemos inventado nada. Sólo hemos recurrido a una tradición que estaba presente, aunque no se ejerciera. Los vascos nos hemos divertido siempre cantando y brincando por la calle y eso, que no viene en ningún programa de fiestas, es lo que nos preocupaba. Algo así como las palmas en Andalucía. Para conseguirlo creímos que no había otra manera que la de concentrar a la gente en un sitio. Para eso se instalaron las casetas, juntas, en el Arenal.»
Todos coinciden en que unir a toda la ciudad en un pequeño espacio en torno a su casco viejo, ha jugado un papel multiplicador. Juan Carlos Eguillor, abogado de todos los cachondeos, cree que la gente «tiene necesidad de solgar». Para él, estas fiestas han significado, sobre todo, una liberación corporal. «Nos hemos dado cuenta de que para manifestarnos no hay que ir necesariamente detrás de una pancarta. Hemos visto que el cuerpo sirve para expresarse, para comunicarse. Lo importante no era el programa sino salir a la calle y ponerse a bailar.»
Para los de Txomin Barullo esta ocupación del centro de la ciudad tiene incluso una virtualidad revolucionaria: «es difícil querer una ciudad en la que se vive sólo el inframundo del suburbio. Las fiestas han hecho posible el disfrute de una zona urbana privilegiada, que se cuida con los impuestos de todos y que suele estar reservada a las clases dominantes.»
Un sociólogo, Alfonso Pérez Agote, cree que ha sido una toma simbólica de la ciudad. «En la memoria de las personas, unas fiestas son mucho más que una semana, incluso diría más importantes que el pan. Trabajamos en un sitio, pero volvemos siempre a las fiestas de nuestro pueblo. La identidad territorial de las personas está muy ligada a unas fiestas concretas. Seguramente la imagen de Bilbao no será desde ahora la misma. Desde hace una semana hay una emoción nueva, que antes sólo podía existir poromisión.»
Bailar juntos, apretados si cabe, ha sido uno de los factores que han hecho de esta última semana grande bilbaína una semana popular a un nivel comparable con los sanfermines. Algunos han acusado de copiar descaradamente a Pamplona. «No creo -dice Burrea-que ninguna ciudad pueda reivindicar la tradición de cantar y bailar en la calle, porque eso es de todos los vascos. La existencia de fanfarrias y comparsas tiene, por otra parte, en Bilbao, una tradición de al menos cien años. Incluso la bajada de los toros tuvo su precedente en el desfile de las carrozas de los poderosos que iban a la plaza, sólo que entonces la gente de alpargata eran meros espectadores desde las aceras y ahora han pasado a ser los protagonistas. Hubo, en efecto, elementos incorporados de Pamplona o de otros sitios, pero en todo caso creo que se trata de tradiciones festivas asumidas por todo el pueblo vasco y que en el caso de Bilbao han tenido su propia personalidad.»
La importancia del vino
Para bien o para mal, el vino ha sido un elemento casi tan importante como el propio baile. Pérez Agote lo considera normal. «Incluso las sociedades primitivas se han servido siempre de recursos artificiales para evadirse de una realidad que no les gustaba. La droga de los vascos ha sido tradicionalmente el alcohol. En una sociedad tan dramatizada, con la violencia como constante desde hace al menos 150 años, no es extraño que necesitemos una cierta dosis de vino para quitar el miedo y expresarnos con libertad. Lo terrorífico sería que el alcohol se convirtiese en la meta de la fiesta. No creo que haya sido éste el caso».Borracheras las ha habido de todos los tamaños y profundidades. Tal vez por eso Juan Carlos Eguillor diga que se trata de «unas fiestas bárbaras», para añadir a continuación que «eso no es malo». Lo importante para él es que la gente se haya deshinbido. Cada cual es dueño de emplear el método que prefiera. «Lo que nunca creí -añade- es que en una ciudad tan dura como Bilbao, en una sociedad tan violentada como la vasca y con ese pudor que dicen que tenemos, de repente 10.000 personas saliesen a la calle el sábado con un disfraz que en casi todos los casos estaba hecho por ellos mismos. De repente el personal ha empezado a crear y ha caído en la cuenta de que eso no es un privilegio de los elegidos».
Por supuesto que la política no ha estado ausente. También en eso puede decirse que las fiestas han sido vascas hasta el final. El personaje más mentado fue sin duda Martín Villa y la canción de éxito más continuado decía «que se vayan, que se vayan, que se vayan de una puta vez, que se vayan, que se vayan, que se vayan para no volver».
Urrea añade, por su parte, que la política no ha sido un elemento de división, sino que ha contribuido a que «todos nos sintamos un mismo pueblo y a que nos subamos al mismo carro». El considera que las tensiones entre las distintas capillas políticas han sido muchas veces provocadas -idea en la que apunta Eguillor- y que la comunicación que hubo estos días puede contribuir a suavizarlas. «No cabe duda de que la comunicación y mucho más si es física, potencia la solidaridad.»
Experiencia autogestionaria
Alvaro Gurrea insiste, sin embargo, en que estas fiestas no han sido montadas en ningún caso como un tubo de escape de una semnana para que la gente se esté quieta el resto del año. «Eso sería una trampa. Nosotros hemos tratado tan sólo de que la gente despierte sus ganas de fiesta, sin abdicar de nada. La lucha no está reñida con el juego. Además, creemos que ésta ha sida una experiencia autogestionaria importante. El Ayuntamiento ha desaparecido durante nueve días y el pueblo ha demostrado de que es capaz de autoorganizarse. Si hasta ahora no lo había hecho es porque no le habían dejado y si no lo puede hacer en otros campos es por la misma razón.»Se preguntará alguien, después de todo esto, en qué han consistido estas fiestas populares de Bilbao. Espectáculos aparte, que los hubo y buenos, la fiesta la han hecho los que han ido a ella, los que han bailado sin parar, los que se han metido en el cuerpo litros de «calimocho» -una bebida infernal, hecha de vino y cola, que al parecer retrasa la borrachera-, los que, en fin, no tuvieron miedo de disfrazarse como fuera. Como síntoma de liberación, de desinhibición o como quiera llamársele, no es una casualidad que hace sólo unos meses no hubiera un travesti el Día del Orgullo Gay y que éstos días nadie se haya escandalizado de que César fuese de sevillana por la vida, aplaudido y rodeado cada vez por más gente.
Sea como fuere todo esto, nueve días de fiesta y cerca de un millón de personas movilizadas se ha hecho con sólo ocho millones de pesetas, a poco más de un duro por persona, cuando sólo el Festival de Opera cuesta más de treinta. No puede decirse a la vista de todo ello que las fiestas hayan sido un invento. Las raíces debían estar ahí. Habrá que repetir sobre estas nuevas y populares fiestas de Bilbao lo que ya se ha escrito de Maria Jaia: «es un personaje legendario vasco, nacido en 1978».
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