La industria "Botejara"
Al muchacho le ha dado por las ciencias sociales. Mejor dicho, por la ciencia-ficción social. Desde que regresó de su viaje de estudios a EE UU anda el hombre empecinado en explotar televisualmente la empiria del país, echándole a la faena divulgadora un desparpajo que lo mismo vale para un spot cervecero que para un índice del coste de la vida. Alcanzó fama de rebelde por el sencillo método de ilustrar audiovisualmente, a grito pelado, las cifras menos comprometedoras del Instituto Nacional de Estadística y de establecer tan llamativas como insignificantes correlaciones entre los números de la España oficial y los duros de la España de a pie. Enriqueció notablemente las artes retóricas nacionales y los tratados del futuro tendrán un sitio para el tropo amestoyano: figura de regusto fascistoide consistente en la mágica reconversión de la molesta realidad en un histriónico recitado de tantos por cientos hipotéticamente comparativos y en analogar las inevitables conclusiones sociopolíticas con los puntos suspensivos. Hijo putativo del significante, Alfredo Amestoy hace pasar sus aspavientos, sus guiños, sus muecas y sus articulaciones faríngeas y laríngeas por tremendas verdades como puños cerrados que únicamente él osa referir en la pequeña pantalla. Y lo más fantástico: en sus anteriores programas logró convencernos de que estaba hablando de cinco millones de Botejaras cuando lo cierto es que sólo hablaba de sí mismo.Se veía venir esta serie que desde el pasado lunes venimos bostezando con la mejor buena voluntad. Con 35 millones, Vivir para ver y Mí no comprender, el muchacho le estaba preparando el terreno a los Botejara. Primero utilizó las estadísticas oficiales para sentar las bases sociológicas de lo que a su buen entender debería ser la mayoría silenciosa. Ahora se ha sacado de la manga un ejemplo extremeño que encaja con todas y cada una de aquellas curiosas características sociales y psicológicas que configuraban modélicamente la personal e intransferible teoría de lo que Amestoy entiende por ese cajón de sastre que se ha dado en llamar familia de la clase media española, frase en cuyo nombre se han perpetrado las más atroces barbaridades académicas y mundanas de los últimos decenios.
Ignoro si este docudrama, que le dice. estará llamado a revolucionar los géneros televisuales, tal y como afirman muy seriecitos algunos de mis queridos colegas. De lo que estoy plenamente convencido, después de fatigar toda la bibliografía especializada, es que han saltado por los aires, como fuegos artificieros, todas las tradicionales técnicas de muestreo probabilístico y no probabilístico con la arrolladora llegada a nuestras pantallas de esa unidad muestral totalizadora llamada los Botejara, que, como se nos está repitiendo machaconamente, representa nada menos que a cinco millones de familias españolas.
Porque el problema (la problemática, que pronunciarían los prosistas modernos) consiste en saber en virtud de qué puñeteros criterios han sido escogidos los Botejara para dormirnos en profundidad estos últimos días del bien ganado agosto. Veamos. Si, como en el caso de su manager, estos oriundos de Villanueva de la Vera únicamente se reflejan a sí mismos y de lo que se trata con todo este estúpido montaje de sociología barata y de retales estadísticos es de darnos a conocer sus pormenorizados puntos de vista sobre la cosa, pues entonces nada hay que objetarle al empírico Amestoy desde la muy polémica cuestión de las encuestas por muestreo. Cada autor de RTVE es muy libre de hacernos dormir el sueño de unas noches de verano como mejor estime conveniente. Y no veo yo, la verdad sea dicha, sustanciales diferencias de contenido entre esta serie y aquellas otras tituladas La casa de los Martínez, Crónicas de un pueblo, Bajo el mismo lecho o Ese señor de negro. Si acaso, diría que en esta ocasión la parte interpretativa de los personajes deja bastante que desear: no llamó Dios a los Botejara por los caminos profesionales de José Luis López Vázquez, Antonio Ferrandis, Emilio Rodríguez, Rafaela Aparicio y todos esos actores que a lo largo y ancho de la historia de las programaciones de Prado del Rey han representado los mismos papeles (idénticos, unívocos, isocronos, isótopos) que esta noble, pero tediosa dinastía de extremeños. Y que no me vengan a estas alturas con la cantilena de que en el invento de Amestoy todo es real como en la vida misma. mientras que en las series citadas imperaba la ficción, porque no está para bollos el horno del realismo patrio, y con el mismo rigor sociológico que maneja el autor soy muy capaz de demostrar que los innombrados modelos de comportamiento de los Botejara no son otros que los viejos personajes de la ficción televisera, empezando por el maestro de Crónicas de un pueblo y acabando por el pater familias de Bajo el mismo techo.
La responsabilidad amestoyana, sin embargo, varía sensiblemente si, como temo, nos presenta a los Botejara a modo de rigurosa unidad muestral que, a imagen y semejanza de las mónadas de Leibniz, no contenta con reflejarse a sí misma, refleja todo el universo. En tal caso, en vez de pagarle este capricho serial, lo más conveniente hubiera sido que los mandamases de Prado del Rey le concedieran al muchacho una beca de ampliación de estudios para ayudarle a superar ese grado COU de la sociología en el que está enfangado desde que un día descubrió los placeres solitarios de las ciencias sociales.
Vaya por delante, por detrás, que la idea de este programa es magnífica si se la contempla en abstracto, y que no hay graves peros que poner a su realización televisual, excepto el ya citado y lamentable asunto de la dirección de actores. El error, a mi entender, está en las pretensiones. Como drama o como documento, como ficción o como no ficción, la historia familiar de los Botejara hubiera podido resultar interesante: sociológicamente como drama y narrativamente como documento. De la incestuosa manera que sea nos ha presentado y con las estúpidas intenciones muestrales que la rodean, ciertamente el calificativo más adecuado es esa grosería de docudrama: híbrido televisual que, por un lado, desmerece de cualquier encuesta o entrevista callejera en materia de espontaneismo y de veracidad y que, por el otro, como serie dramática, nos hace añorar los bodrios del estilo de La casa de los Martínez.
El resultado final, insisto, es altamente soporífero. Esas forzadas situaciones y conversaciones de los Botejara intentando representar la naturalidad de la vida cotidiana de las clases medias bajas, aplicándose por no mirar hacia las cámaras, recitándonos de corrido los tópicos más anodinos del discurso familiar tradicional, deslumbrados por los focos e intimidados por los micros cuidadosamente ocultados, pueden tener mérito personal, nadie lo niega, pero carecen por completo de valor dramático y de atractivo sociológico. Personalmente, de todo lo visto y oído hasta la fecha sólo archivo un par de salidas del enterrador del pueblo y un gag conversacional en la charla con el abuelo Simón, es decir, los mismos detalles de paisanaje con boina que cada semana nos ofrecen los tipos rurales que hablan con Manuel Garrido Palacios, ese gran presentador de Raíces, en el que Amestoy debería mirarse.
Excepto que todo este tinglado del docudrama de marras esté urdido con fines más altruistas y de lo que en el fondo se trata es de ayudar a sacar adelante a los menos boyantes del clan de los Botejara. Porque no lo olviden los oriundos de Villanueva de la Vera: agotadas las industrias multinacionales de Mazinger, Starsky y Hutch, y la Abeja Maya, se acerca la era de las pegatinas, los cromos, las camisetas, los posters, los recortables y las chapas de los Botejara. Una industria, eso sí, netamente nacional.
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