Un cierto desencanto europeísta
Hace ya más de treinta años que Europa comenzó su lento camino hacia la unidad. Un camino que parece no tener final, pero que se inició lleno de esperanza y entusiasmo gracias a quienes vieron en aquella unidad el modo de superar antagonismos y diferencias entre pueblos que tienen como destino una convivencia común en razón de su historia, su cultura y sus propios intereses.
Pero como toda tarea que ha de chocar con obstáculos seculares, el entusiasmo inicial se ha ido frenando y desgastando. A fuerza de dar rodeos, aplazar decisiones y empeñarse en vestir con ropaje técnico lo que no es sino puro y simple egoísmo nacionalista, la empresa ha perdido vitalidad, y muchos de los que creyeron en una Europa fuerte y unida han dejado paso ahora a una cierta sensación de desencanto e indiferencia.
Quizá en España este fenómeno ha tenido menor incidencia. En primer lugar, porque la entrada de España en las Comunidades Europeas la hemos visto siempre muy lejana. La difícil superación del régimen político anterior nos tenía desplazados de ese camino. Durante todos estos años España ha vivido de espaldas al largo y complejo proceso en que vive la Comunidad Económico Europea. Tal vez sea por este motivo que a muchos españoles las negociaciones para la incorporación de España a la Comunidad les produzca la impresión de coger el tren cuando está llegando a la última estación del recorrido. Y, desde luego, sería sentar plaza de ingenuo afirmar que la idea de la unidad europea produce oleadas de entusiasmo entre la oblación española.
Ciertamente, hay otras causas que han contribuido de forma notable a esta ausencia de sentimientos europeístas ante los españoles. Una de ellas es el hecho de que durante los años de referencia, el régimen tuvo especial interés en que no trascendiese la idea de una Comunidad que aspiraba ser más que un proyecto político. Sutilmente los medios oficiales de comunicación y los acomodaticios del sector privado nos presentaron la imagen de una Europa de mercaderes que discutían de problemas arancelarios y precios agrícolas. Según estos mismos medios, España no podía incorporarse al proceso por razones exclusivamente económicas: nuestra economía estaba a nivel inferior y no podía en consecuencia equipararse a la de los países comunitarios. Una de las más curiosas paradojas que no había de parar el destino a los europeístas es el presenciar cómo ahora, que han desaparecido los obstáculos políticos para nuestra incorporación, la izquierda francesa se empeña en darle la razón al general Franco: para ellos el problema de nuestra incorporación también es un problema exclusivamente económico. Así se repite la historia que hizo fracasar el proyecto de Comunidad Europea de Defensa, demostrando que los estímulos «chauvinistas» de la divine gauche son más fuertes incluso que sus concepciones marxistas.
Lo cierto es que cuando en 1959 se firmó el Tratado de Roma por el que nació la Comunidad Europa tenía una cierta conciencia de su propia identidad, como un hecho de naturaleza supranacional. Doce años antes se habían firmado las actas de Londres, dando lugar al nacimiento de Consejo de Europa. Y aún con anterioridad, en el año 1948, se había fundado el Movimiento Europeo, que desde una perspectiva distinta había servido de verdadero motor de arranque del europeísmo, agrupando las diversas iniciativas existentes.
El Movimiento Europeo fue la primera estructura institucional del europeísmo. Nacido como una organización de carácter privado con la finalidad de promover y divulgar la idea de la unidad europea, consiguió de inmediato la adhesión de los partidos y organizaciones sindicales y privadas que desde la terminación de la guerra mundial intentaban resolver lo que los politólogos han venido a llamar sistemas de seguridad de los grupos humanos europeos, es decir, un sistema de seguridad jurídico-político que permita estructurar permanentemente la convivencia de los pueblos europeos y un sistema de seguridad socio-económico como solución a los problemas de los grandes mercados. A título meramente indicativo de dichas organizaciones podríamos citar la Unión Europea de Federalistas, los nuevos equipos internacionales, el Movimiento Socialista por los Estados Unidos de Europa, el Movimiento Socialista por los Estados Unidos de Europa, el Movimiento Liberal por la Europa Unida, la Liga Europea de Cooperación Económica, etcétera.
Así se fue fraguando la idea política de Europa. Como una comunidad de países dotados de un orden democrático, que habían hecho del respeto y de la defensa de los derechos humanos la base de su convivencia. Creo que esto podría explicar el desinterés de los grupos autoritarios por esta unidad europea basada en el pluralismo político y en la democracia participativa.
Durante estos años de alejamiento de la realidad española y la realidad europea, el Movimiento europeo no fue ajeno a las aspiraciones de libertad y democracia que se alentaban en los sectores de la oposición.
En la historia -pequeña historia si se quiere- del europeísmo español, hay referencias obligadas como la del Congreso del Movimiento Europeo celebrado el año 1962 en Munich, donde por primera vez, después de nuestra guerra civil, se reúnen discuten y conviven hombres, grupos y partidos de signo contrario y concepciones diferentes, y es precisamente el tema de Europa, de la incorporación de España en la Comunidad y las condiciones políticas para su ingreso, con el que se inaugura el sistema del consenso, llegándose a un acuerdo que provocó las iras de quienes vivían empeñados en no abrir las ventanas a los aires «viciados» de Europa.
Ahora, cuando España ha liquidado el régimen autoritario y se encuentra en trance de dotarse de una Constitución democrática, los partidos, las sindicales y las organizaciones privadas que se habían integrado en el Movimiento Europeo han considerado necesario reestructurarse de conformidad a la realidad española que estamos viviendo. Se ha renovado el Consejo Federal Español del Movimiento Europeo, incorporándose buena parte de las organizaciones políticas que no eran miembros del mismo y que han aceptado sus principios, sus objetivos y sus estatutos, ya que a nadie se excluye si quiere participar dentro de estos límites.
Quisiera dedicar un especial recuerdo a los hombres que desde el exilio o desde la clandestinidad han hecho posible la permanencia de este Consejo Federal del Movimiento Europeo en los inciertos años de exaltación nacionalista.
Salvador de Madariaga, Indalecio Prieto, Rodolfo Llopis, Enrique Gironella, José Antonio Aguirre, José María de Leizaola, Fernando Varela, Joseph Sans y un largo etcétera de nombres formaron parte de esa media naranja de la España peregrina a la que tantas veces se refirieran Madariaga, José María Gil Robles, Dionisio Ridruejo, Enrique Tierno Galván, José Vidal Beneyto, Mariano Aguilar Navarro, Fernando Baeza, Joaquín Satrústegui, Jaime Miralles, los hombres de la LECE, con Vega Inclán y Carlos Güell, los del Instituto de Estudios Europeos de Barcelona, con Jorge Prats y Riera; los de Zaragoza, con García Atance y Lacruz Berdejo. La -para mí tan entrañable- Asociación Española de Cooperación Europea, uno de los pocos reductos en que, sorteando toda clase de dificultades, se ha mantenido una tribuna europeísta libre desde 1954. Todos ellos han colaborado íntimamente con el Consejo federal.
Una única observación: Europa es, por encima de todo, el proyecto político largamente ambicionado por quienes han luchado por la democracia en nuestra patria y han visto en la unidad europea un modelo al que acercarse y sobre el que se pueden solucionar los problemas de la convivencia. Europa no puede ser refugio de mercaderes y burócratas dispuestos a congelar los ideales y producir el desencanto de todo un pueblo. Quizá la idea de una Europa Unida fue -en esta última etapa- como una especie de sueño por el que se intentaba sacar del estancamiento moral de la posguerra a unos pueblos cansados y hambrientos, dotando a muchos millones de europeos de un proyecto de vida atractivo y pacífico. No se trata de algo fácil de conseguir, pero todos tenemos en nuestras manos la posibilidad de hacer algo para convertir en realidad ese sueño. Conseguirlo sería la respuesta más apasionante de una generación desorientada.
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