Sobre la calidad de la vida
Vivimos hoy intensamente el debate que anticiparon los pensadores y sociólogos que, en plena época del optimismo desarrollista (la década de los sesenta), mostraron la otra cara del sistema capitalista, sentado en bases keynesianas. Me refiero, sobre todo, a las obras de Vance Packard, Los buscadores de status, Los artífices del derroche, etcétera, en las que constata el deterioro general, moral y ambiental que el desarrollismo desenfrenado puede producir. Los objetos no importan ya, socialmente, en una sociedad así, por su valor de uso, ni siquiera por su valor de cambio. Importan por el «status» simbólico que poseen en la carrera desenfrenada de una sociedad a la prosecución de objetivos sociales: «a mayor "status", mayor prestigio social». Se compra un automóvil no tanto por su intrínseca cualidad, sino pór razón del prestigio social que reporta, por la significación de «status» que lleva consigo. La sociedad se convierte en una jungla de escaladores sociales, donde el punto de mira no está dado en el tranquilo disfrute de las propias aptitudes y capacidades, sino en los «objetivos sociales» que establece, para cada grupo social, el gruipo inmediatamente superior. Dándose por ello la paradoja que la sociedad democrática esconde, en realidad unos valores altamente jerarquizados interiorizados por sus miembros, quienes interpretan el principio de «igualdad de oportunidades» como una invitación a su enloquecida carrera en pos del ascenso social y de la búsqueda de «status». En cuanto a los objetos que produce la industria, obviamente se esmerarán mucho más en el cuidado de aquellos rasgos externos e inesenciales que pueden sugerir al comprador prestigio (la fachada de la casa, el aspecto exterior del automóvil, que debe sugerir «dinamismo», «agresividad» ... ) que en valor intrínseco del mismo. Como el comprador es, o así se supone, una persona enrolada en la carrera del ascenso social, se supone que el objeto que compra no podrá serle útil en el instante en que su ascenso se produzca, de lo cual se deduce la necesidad de que los objetos sean fungibles o tengan dentro de sí un principio de deterioro (de manera que compense más al comprador adquirir un nuevo objeto que llevar a arreglar el antiguo). La durabilidad deja de ser un valor estimado por el eventual comprador. Le importa mucho más el aspecto externo de la cosa. Importa más el aspecto exterior del piso que el sistema de conducción del agua o del gas; importa más la carrocería del automóvil que el motor; el color o el estampado que la intrínseca calidad del tejido. Todo ello lleva consigo un deterioro general del mundo de los objetos que redunda en un deterioro también general de la calidad de la vida. Al final todo lo que se tiene, todo lo que se consume, sea alimento, vestido, medio de locomoción o vivienda, termina siendo una universal fachada que esconde la más deteriorada de todas las calidades: zumos de frutas servidos en vistosas botellas, bien orquestadas por la publicidad (que sugieren «vida sana, vida natural, vida libre»), pero que apenas mantienen una simple evocación del producto natural que dicen poseer; automóviles que se justifican por la línea del diseño, sugeridora de aquello que quieren ser los usuarios («hombres punta, jóvenes dinámicos»), pero que no descuellan por la calidad de sus motores. En una sociedad así importa más el efecto que sus causas. Los objetos sugieren modos de empleo rápidos, en los que queda ahorrado al usuario el complejo proceso que lleva hasta el efecto: apriete usted un botón y conseguirá, sin necesidad de mover las manos, que éstas le queden secas en diez segundos...
A partir de comienzos de la década de los setenta, esas pocas voces (Packard,- Riesemann, Marcuse, Sweezy y Baran) que habían examinado críticamente la llamada «sociedad de consumo» dio lugar a una consciencia más generalizada sobre la necesidad de conquistar una nueva frontera no tanto en el desarrollo descontrolado cuanto ,en la calidad de la vida, no tanto en la economía sin freno cuanto en el hábitat urbano y natural. De ahí que empezara a situarse en primer piano lo que el desarrollismo había devastado de manera más alarmante: la cuestión del entorno, tanto natural como urbano, la llamada cuestión ecológica y la cuestión urbanística.
Umberto Eco, junto con otros ensayistas, sugirieron, hace un par de años, la sugestiva -y acaso tenebrosa- idea de que nos encaminamos hacia una sociedad en la cual el «sector punta» de la misma (economistas, políticos, técnicos, ejecutivos, intelectuales) se hallan perpetuamente desplazándose, teniendo por «hábitat» el aeropuerto, el avión, el autopullman, el hotel, el restaurante del hotel, la autopista de manera que en esos lugares suelen darse cita, intercambiar información con colegas, trabar relaciones con mujeres, realizar todos y cada uno de los aspectos que configuran una vida cotidiana. Prácticamente son gente de «ninguna parte» que se hallan continuamente de viaje, intercambiándose información unos a otros. De hecho, estos escritores hablan de la pérdida paulatina de sentido dé la ciudad, de su gradual abandono por los sectores enriquecidos, que miran hacia las afueras, siendo invadidas los días de festa por las capas populares. Distinguen entre aquellos espacios por los cuales pasa la autopista ocualquiera de las redes arteriales a través de las cuales circulan los sectores punta, espacios en torno a los cuales se organizan las funciones vitales, y los «espacios muertos» que quedan lejos de esas redes. Un pueblo por el que pasa una autopista es un pueblo salvado para el futuro, mientras que un puebio que queda fuera de ruta, tiende a ser paulatinamente abandonado, decreciendo su expansión económica y demográfica.
Estos escritores hablan de una «nueva Edad Media» en la que las gentes huyen despavoridas y se refugian en las viejas poblaciones abandonadas, o bien se sitúan en aquellas rutas -ruta de Santiago, ruta de las Cruzadas- por donde circula el comercio y el negocio.
La hipótesis es sugestiva. Habla a v¡va voz de una situación preocupante en lo que atañe al futuro de nuestras ciudades, cada vez menos habitables, y a nuestros hábitos de vida, cada vez menos soportables. De ahí la necesidad de parar corno sea esta carrera desenfrenda qiie hace de nuestra cotidianeidad un círculo vicioso entre las urgencias del trabajo. frenético y enloquecido, y las necesidades obvias de una vida niás reposada, más pacífica, más orientada hacia lo que en otro tiempo se llamaba «los pequeños placeres de la vida». Todos los analistas y los políticos lúcidos consideran urgente poner en primer plano las cuestiones cotidianas, enfocar programas -urbanísticos, económicos- hacia una potenciación del entorno natural y urbano de modo que pueda rehabilitarse uria vida cotidiana altamente deteriorada por las urgencias del trabajo, por el desafuero del consumo y por la carrera frenética de la búsqueda de «status» social. De ahí la necesidad de reconvertir la ciudad, pensándola menos como inmensa metrópoli y mucho más como estructura compleja de barrios con definida personalidad donde importa mantener a toda costa el entorno histórico, los edificios que dan al barrio su impronta y, sello peculiar, potenciando asi mismo la vida de barrio mediante una bien estudiada red de servicios internos a él, escuelas públicas, mercados, etcétera. Por lo mismo es urgente una política tendente a potenciar la vida del campo, evitando la masiva emigración, el corte extremado entre campo y ciudad, evitando asi mismo el «punto muerto» o la franja de detritus que constituye, hoy por hoy, el límite o la frontera que suele distinguir el campo de la ciudad, frontera que tiende a crecer en proporciones alarmantes, de manera que allí donde la ciudad pierde su nombre nos en contramos demasiadas veces con largos y monótonos espacios pseudocampestres que constituyen el desagüe, por no decir el vertedero, de la gran metrópoli. Los conocidos fenómenos de la contaminación a todos los niveles, de la polución, precisan, como se ve, reformas urgentes que no deben ser dejadas en manos de quienes se hacen portadores de ellas por razones políticas radicales. Es preciso que los gobiernos se anticipen a las lógicas reclamaciones de una sociedad harta de vivir en malas condiciones.
Puede afirmarse que las nuevas generaciones, las más jóvenes, una vez pasada la inevitable campaña de la contestación, del «gran rechazo» y de la protesta -que tuvieron en el Mayo parisiense su símbolo, en los movimientos estudiantiles su oroanización, en la guerra de Vietnam su excusa, en Marcuse su filósofo y profeta y en la indumentaria y la droga su «locus bellici» cotidiano- se caracterizan por un sobrio realismo pragmático que se orienta, por todos los medios, a consepir que la vida sea lo más llevadera posible, y, en consecuencia, también el medio natural, urbano, histórico y anibiental, evitando, como sea, aquellos factores que producen hostilidad y extrañamiento entre el hombre y su medio y en el seno de las relaciones familiares y sociales. A la generación beat, hippie, inclusive a la llamada generación de los «pasotas», parece seauir una generación más sobria, más praornática, más racional. menos crítica con respecto a la totalidad y más capaz de ceñir su descontento en aspectos parciales y manejables. Se trata de una generación que está de vuelta de la contestación masiva a los maestros y vuelve a la Universidad con deseos profundos de aprender, a sabiendas que es importante la cultura, que incluso la llamada «contracultura» constituye una forma, un movimiento más dentro de la cultura. En esa generación deben pensar los gobiernos ( y las oposiciones) al enfocar sus programas. Estos deben ser cada vez más pragmáticos, más pormenorizados en cuestiones concretas y decisivas, en cuestiones de importancia vital y no ideológica (la «ldeología» acusa un saludable «crepúsculo» en esas generaciones por exigencla de restitución de hábitos de «felicidad» de los que el hombre de hoy anda especialmente necesita,do). En vistas a lo cual urge, actualmente, superar la crisis económica del mundo occidental mediante una moderada y dosifijcada orientación de la producción con criterios no tanto productivistas, consuni istas y desarrollístas, cuanto sociales, urbanísticos, ambientales.
Se han de crear estímulos para que las industrias que propulsan la calidad por encima de la cantidad sean favorecidas y apoyadas. Se ha de llevar a cabo una política municipal coherente qu-e potencie las unidades histórico-naturales, el barrio por ejemplo, creando centros neurálgicos de vida en torno a mercados, plazas y otros lugares que doten fisionomía particular al barrio en cuestión. Se ha de volver a valorar los objetos por su calidad intrínseca, espoleándose una propaganda donde se apele menos a razones sociales («dinamismo», «hombres de hoy», «hombres punta») y mucho más, en cambio, a la durabilidad del objeto, a sus cualidades reales. En este sentido es fundamental un cambio de ciento ochenta grados en la mentalidad y en la educación de las futuras promociones de creadores de publicidad, que deben perder el espíritu hipócrita y cínico que traslucen en las actuales condiciones -cuya clave está en la desaforada competitividad de las empresas a las cuales sirven- y deben ganar, en cambio, sinceridad y naturalidad, que son valores, por cierto, altamente estimados por las nuevas generaciones.
Todo ello nos llevaría a plantear el tenia de la moral, o nueva nioral. que se abre paso en esas nuevas generaciones, en distinción polémica con las morales -puritano-calvinista,hedonisla- que ha prevalecido hasta comienzos de la década de los setenta.
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