Washington, Panamá y el canal
LOS INCIDENTES que ha registrado la visita del presidente Carter a Panamá para la ratificación de los acuerdos entre este país y Estados Unidos sobre el canal, confirman la conflictividad de esta cuestión y su importancia no sólo para las relaciones bilaterales, sino también para la política interior de ambas naciones. Estados Unidos, autor directo de la creación de la nación panameña en 1903, desgajada de la gran Colombia, probablemente no podía sospechar un nacionalismo tan exaltado en la zona y su alta sensibilidad por el destino del canal. Las víctimas y los desórdenes de estos días se unen a los producidos en octubre de 1977, época de celebración del referéndum en Panamá, y a los graves incidentes de 1964, que registraron la muerte de, veinte jóvenes panameños y de cuatro ciudadanos norteamericanos. Los tratados entre, los dos países, por los que se mantiene la presencia norteamericana hasta el año 2000 y es reconocido el derecho a una eventual intervención militar, han sufrido numerosas peripecias en su negociación. Pese a que se considere inaceptable la drástica enajenación de la soberanía que el canal supone para Panamá, lo cierto es que lo acordado parece ser lo más que podía aceptar el poder legislativo de Estados Unidos, y lo más que podía arrancar el presidente Torrijos. Otra cosa es que el pueblo panameño encuentre suficiente el acuerdo, cosa que parece más que dudosa.La cuestión del canal está íntimamente metida en las fibras patrióticas de buena parte del pueblo norteamericano y sus representantes. Tomó gran importancia en las elecciones presidenciales de 1976 y fue, en manos de Ronald Reagan, un poderoso argumento movilizador de la sensibilidad de parte de los votantes. Carter, por su parte, mostró deseos de llegar a un acuerdo, cosa que después de su llegada a la presidencia se ha mostrado como muy difícil de lograr, especialmente por la oposición del Senado. Este cuerpo legislativo introdujo diversas, y al parecer sustanciales, modificaciones en lo inicialmente aceptado por Torrijos y Carter, por lo que la petición de un nuevo referéndum por parte de la oposición panameña no deja de tener algún fundamento.
Si hubo júbilo tanto por parte norteamericana como por parte panameña por el progreso de los tratados, los tiempos posteriores han demostrado la relativa fragilidad de lo acordado. Especialmente en lo que se refiere a Panamá, cuyo presidente, el general Torrijos, ha hecho toda su carrera política en base a esos tratados y que se ve enfrentado con una dificil cita electoral para el próximo mes de agosto. En estos momentos existen serias dudas sobre si se celebrarán tales elecciones, legislativas y presidenciales, o si el general Torrijos cederá a la tentación de prorrogar su mandato de algún modo. De todas formas, la ratificación ha confirmado su liderazgo indiscutible en su país. Lo que ocurra en Panamá ilustrará, como en el caso de Santo Domingo, la voluntad de Washington sobre las pequeñas repúblicas hispanoamericanas, territorios de frecuentes intervenciones de los infantes de marina norteamericanos y donde todavía quedan prendidos los viejos resabios del «destino manifiesto» del presidente Monroe. El votante medio de Estados Unidos, en la derecha demócrata y republicana, no verá con buenos ojos una dejación de los derechos en el canal. A su vez el mantenimiento de los mismos es cada vez menos soportable por la oposición panameña. Quiere esto decir que los tratados han marcado límites entre ambos Estados firmantes, pero parecen seriamente erosionados por sus opiniones públicas respectivas.
Y por si fuera poco, al fondo del problema del canal está la pésima situación económica de Panamá, cuyos problemas interiores no están siendo suficientemente atendidos. Panamá tiene una deuda exterior de 2.000 millones de dólares, un desempleo del 15% y un crecimiento económico inexistente. Los tratados con Estados Unidos harán, a partir de 1979, que sus ingresos por el uso del canal suban de dos a ochenta millones de dólares, tan sólo una gota de agua en la situación del país. Esos ochenta millones suponen tan sólo la mitad de los intereses que produce su formidable deuda exterior.
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