Una Iglesia nueva para una España nueva
Obispo auxiliar de Madrid-AlcaláNo se pretende, naturalmente, tomar la palabra «nueva» en un sentido absoluto, sino relativo. Ni la sociedad española ha cambiado completamente, ni la Iglesia española podría, aunque quisiera, partir realmente de cero. Solamente se intenta aportar algunas reflexiones, encaminadas a la búsqueda del nuevo rol de la Iglesia en una sociedad pluralista y democrática, y ello no por una adaptación oportunista y demagógica, infiel a sus principios, que hiciera almoneda de cuestiones fundamentales para ponerse a la page, sino precisamente para ser mas coherente consigo misma. Creo que el cristiano y la Iglesia debemos y podemos ser simultáneamente fieles al Evangelio y al Hombre. Precisamente por ser más fieles al Evangelio, debemos ser fieles al hombre y a la sociedad de nuestro tiempo. Y, a la vez, sólo desde una entrega fraternal al hombre de hoy y a sus problemas podremos hacer una lectura lúcida, profunda y «cristiana» del Evangelio de siempre. En nuestro concepto, hay aquí algo más que un sano círculo hermético. Aunque también éste funciona, nuestra fe nos dice que la ley de la Encarnación supone que el cristianismo sólo se comprende en toda su pureza en la misma acción, porque en ella se actualiza el Espíritu de Dios, que hace nuevas todas las cosas, que da al creyente una comprensión experiencial del hecho cristiano en, su mismo cumplimiento, o, a menos, en su intento de cumplimiento. Jesús decía a sus discípulos en la última cena: «Cuando hagáis esto, comprederéis lo que os digo.» Y esta dinámica Palabra-Acción-Luz es y debe ser una constante en la ortopraxis cristiana. Por ello, creo que la Iglesia de España debería buscar cuál debe ser, en este momento, su nuevo papel en la España nueva que estamos alumbrando entre todos. Se me ocurren, entre otras, las siguientes actitudes:
Asumir el pluralismo
Asumir con mirada de fe el pluralismo, y aceptarlo con respeto, y con convicción. Podrían caber aquí dos posturas. En primer lugar, porque no hay más remedio, pero de modo que si pudiéramos evitar toda expresión pluralista del pensamiento o de la práctica social, lo impediríamos. Esto es lo que ha predominado mucho en la Iglesia de los últimos tiempos. O bien, por convicción, porque creemos, por una parte, que en los diversos tanteos de los hombres de buena voluntad hay una ayuda profunda de Dios, y una pista de los caminos de Dios, de la que podemos aprender. Pero además, porque aun suponiendo el error y el pecado, Dios ha querido ese estilo de hombre, un hombre que libremente va hacia el bien, inclusive con el mal o a través del mal, y la Iglesia no puede ser más divina que Dios ni pretender enmendarle la plana. Es decir: hemos de asumir el pluralismo convencidamente, voluntariamente y alegremente, por lo que tiene de respeto a la libertad del hombre, a la variedad de lo real y a los planes de Dios en la creación.
Reconsiderar su papel en el mundo
Que no es propiamente el de cobijar a todos los hombres bajo sus ramas, sino el de ser signo y sacramento de la salvación que Dios ofrece a los hombres, referencia constante al Absoluto a través del Dios que nos presenta Jesús de Nazaret. Un cristiano cree que Dios está en el fondo del corazón de todos los hombres de buena voluntad, aunque no lo sepan. Dios quiere salvar a todos los hombres, pero esta salvación no pasa necesariamente por la pertenencia social e histórica a la Iglesia. Por eso, la Iglesia invita a todos a la fe de Cristo, pero no tiene que estar obsesionada por el número de los que pertenecen a ella.
Anunciar un cristianismo de rostro humano
La Iglesia debe insistir en la predicación y la vivencia de un cristianismo de rostro humano, por encima de legalismos. Las leyes son necesarias, pero siempre relativas y pasajeras. En cada época hay que actualizarlas o cambiarlas, de acuerdo con la nueva situación del hombre y de la sociedad. En la duda, debe prevalecer siempre la persona sobre la ley; el Espíritu, sobre la letra; la bondad de Dios, por encima del juicio; la esperanza, por encima del fracaso.
No preocuparse tanto de lo institucional como de lo testimonial
Tratar de descargarse de todas las cargas institucionales que ya no se demuestren como absolutamente imprescindibles. Y, en caso de duda, abandonarlas. Para así dejar más libertad al Espíritu, para así estar más libres ante nosotros y ante el resto de la sociedad; más pobres, más ligeros de equipaje, para vivir las bienaventuranzas, que tienen siempre unas exigencias de desprendimiento, de camino y de espíritu de lo provisional.
Estar siempre al servicio del hombre
Este servicio es el sacramento de la comunión con otros grupos no creyentes, y para nosotros es, al mismo tiempo, signo de Cristo y de Dios, cuyo mandamiento principal es el amor, y el amor no sólo de palabras, sino con obras y en la verdad. En esta actitud de servicio al hombre podemos unirnos sin ningún peligro de traicionar nuestro mensaje, sino todo lo contrario. Por encima de proyectos y de estrategias concretas y partidistas o partidarias, salir siempre por los grandes valores humanos, por las grandes actitudes. Pero, eso sí: en casos concretos, y, por, tanto, encarnados con toda su ambigüedad; nunca perfectos ni puros, como es la vida. Aquí también podría haber casos claros en los que, debemos hacer algo, y casos en los que no podemos hacer nada. Y situaciones dudosas, en las cuales no sabemos si debemos actuar o no. Pues bien: en la duda, intervenir, colaborar, ayudar. Más vale hacer «el primo» por ayudar, que ser infieles al hombre y al mandato de Cristo, y al mismo Cristo, presente en todo ser humano. Más vale ser tonto útil que tonto inútil.
Dinamizar a sus miembros hacia el compromiso
Empujar a les cristianos para que, desde su fe y con su fe, se comprometan con el mundo y con el hombre; descubrir una especie de mística de la acción, de la política, de la lucha por la justicia. Y, al mismo tiempo, como colectivo, respetar absolutamente el juego y la autonomía de los partidos políticos, sin inmiscuirse nunca en favorecer o dificultar la adscripción a ninguno de ellos, dejando este aspecto a la conciencia individual de los creyentes, para el caso concreto. Favorecer y estimular la formación colectiva de los cristianos, sí, pero luego dejando a la conciencia y a la libertad de cada cristiano la opción política,concreta que debe adoptar.
Actualizar algunas posturas teológicas
Aunque ya se ha iniciado, de manera esporádica y tímida, en la Iglesia se debería promover un amplio estudio teológico sobre algunas cuestiones que tal y como están formuladas no derivan estrictamente de la fe cristiana, sino de las adaptaciones e inculturaciones inevitables cono soluciones a problemas concretos, pero en contextos muy diferentes a los nuestros. Por ello, un nuevo análisis de la orientación cristiana sobre esos problemas en nuestra coyuntura traerían lógicamente unas soluciones diferentes, que deberíamos adoptar precisamente para ser más fieles al Evangelio. Por ejemplo, el concepto de autoridad visto desde la fe no tiene un aspecto sagrado sino funcional y servicial, tanto en la Iglesia, como en la familia, como en la sociedad. La relación entre fe cristiana y cambio social, renovación o revolución: ¿sacraliza la fe lo estático e invariable, por sistema? ¿O más bien es fermento de cambio y de empuje permanente hacia la utopía? O la relación,entre fe y acumulación de riquezas: ¿es indiferente ser multimillonario para ser cristiano? ¿Qué se puede exigir hoy desde el Evangelio? ¿Y la relación entre cristianismo y propiedad privada de los medios de producción? ¿Es algo intocable y sagrado o, por el contrario, es discutible? ¿O inclusive su negación es más coherente con el Evangelio? Y así, multitud de temas importantes que requerirían una nueva reflexión no sólo para los laboratorios de teología, sino destinada al gran público de la Iglesia y de fuera de ella, con el fin de que unos y otros conozcan realmente su pensamiento sobre estos problemas, y, por supuesto, intentando poner en práctica sus conclusiones dentro de la comunidad cristiana.
Relaciones muy sobrias con el poder
Creo que estas relaciones de la Iglesia con los poderes públicos deberían ser muy sobrias y circunspectas: casi nulas. La Iglesia, por supuesto, debe hacerse presente en la sociedad, y no encerrarse en el ghetto. Pero eso no depende necesariamente de que figure entre las instituciones públicas de poder, ni siquiera de su mayor o menor número de miembros, sino principalmente de las grandes exigencias éticas de sus componentes y de su doctrina. Aquí, en la duda, habría que renunciar al pacto y al poder. A la Iglesia nunca le sentó bien la alianza con el poder o la posesión del poder. Ahí está la historia para demostrarlo. Siempre se empobrece y se deforma, en esos casos: se debilita, se aburguesa, se instala, claudica, y pierde fuerza evangelizadora. Parece un edificio más de la City de las grandes ciudades, casi como un banco o un edificio comercial poderoso. Está allí, visible, pero nadie la mira, si no es para despreciarla. Pero, a veces, ni eso. Se acostumbran a que sea «así». Y es lo más triste.
En relación con la quizá podríamos dividir a españoles en cuatro grandes líneas aunque de desigual proporción cuantitativa. En primer lugar, los practicantes ocasionales, los que van de manera un tanto pasiva o rutinaria, empujados por la costumbre o por la presión social, Pero sin unas motivaciones profundas de fe. Después, el pequeño grupo de los creyentes convencidos y activos, convertidos y responsables. Otro sector es el de aquellos que conservan cierta influencia o convicción cristiana, pero se han separado definitivamente de la Iglesia como institución; este número debe ser ya amplio, y verosímilmente en aumento. Finalmente, el cuarto grupo, el de los que no se han planteado o han resuelto negativamente el problema religioso, bien por agnosticismo y ambigüedad, bien por un ateísmo concienciado y sistematizado.
La nueva España necesita esta nueva Iglesia
Pues bien: estimo que estos cuatro grupos de españoles, tan diferentes, necesitan, aunque por motivos también diversos, de la Iglesia, o, mejor dicho, de un cierto estilo de Iglesia española y de la renovación y adaptación de esa Iglesia a las circunstancias reales de los españoles de hoy. Los primeros. porque con pedagogía y tacto, pero con energía y decisión, hay que conducirles hacia opciones verdaderamente cristianas, a una encrucijada en la cual espontáneamente, o bien se alejen de actitudes que son incompatibles con el Evangelio de Cristo -por ejemplo, el rico que sólo se preocupa de enriquecerse y darse buena vida; el que explota a los demás en negocios sucios: el que quiere vivir en la Iglesia sin hacer nada por ella ni por el mundo, etcétera-, o se alejen de la Iglesia. Los segundos, los cristianos activos y críticos, porque hay que dar cauces auténticos a su dinamismo eclesial para sostenerles y fortalecerles y aprovechar su energía creadora, en lugar de frenarles y empujarles a la desesperanza y al exilio fuera de la Institución. A los terceros, a los cristianos «exiliados», porque aun a distancia, necesitan ver una Iglesia que no les aleje más, sino que, de algún modo, les atraiga, les llame o, al menos, desde allí les sostenga en su fe en Cristo. A los últimos, porque los agnósticos e increyentes necesitan ver una Iglesia que no les confirme en que el mensaje que anuncia no puede ser verdad por inhumano, por desfasado, por incoherente con la vida del hombre real, que no les confirme en que la religión es el opio del pueblo, sino que les interrogue sobre la posibilidad de la verdad de la doctrina de Jesús, o, al menos, consiga comprender que el crisrianismo y la Iglesia son una fuerza más, con otras que hay en la que se puede contar para el trabajo de mejorar al mundo y servir al hombre.
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