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Tribuna:
Tribuna
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Sobre el liberalismo

Es peligroso fiarse de las reseñas que de las conferencias dan los periódicos. Suelen ser breves resúmenes poco coherentes, con frecuentes errores; en ocasiones no son inteligibles para el propio conferenciante. ¿A qué se referirá este párrafo de la reseña? -se pregunta al leerla-. Un lector, en una carta al diario EL PAIS, se muestra preocupado por una frase tomada de la referencia a una reciente conferencia mía: «No hay propiamente partidos liberales, ni quizás hagan falta.» Yo nunca hubiera dicho «quizás», porque siempre uso la forma «quizá», pero lo importante no es eso, sino que dije algo más complejo, matizado y acaso interesante.He escrito mucho sobre el liberalismo, porque me parece la única postura que en nuestro tiempo es inteligente, abierta y no regresiva. En mi libro Innovación y arcaismo (1973),se pueden encontrar dos artículos publicados uno o dos años antes: «El "fracaso" del liberalismo» y «El contenido del liberalismo», en que ya trataba esta cuestión de los partidos liberales.

Decía yo que por la expresión «fracaso del liberalismo» pueden entenderse dos cosas distintas: « 1) que el liberalismo se haya abandonado en el inundo, que ya no impere, que nuestros contemporáneos lo hayan desechado u olvidado; 2) que los países que le han permanecido fieles hayan fracasado históricamente, frente al éxito de los no liberales o antiliberales.»

«Es evidente -continuaba mi texto- que pocos se llaman hoy 1iberales"; en pocos países hay, con ese nombre, "partidos liberales"; el que fue históricamente más importante, el británico, dejó de ser una fuerza política considerable hace medio siglo, y virtualmente ha desaparecido. Pero yo veo en esos signos, más que el fracaso, el triunfo del liberalismo: en las sociedades donde el liberalismo es vigente, no es especialmente importante llamarse "liberal": se da por supuesto. El liberalismo se afirmaba como tal, polémicamente, frente a otras posiciones políticas: por ejemplo, la conservadora, que pretendía mantener el estado de cosas preexistente, al menos en sus grandes rasgos; pero si el liberalismo ha triunfado, hay que conservarlo; y entonces el conservadurismo es liberal. Los dos partidos dominantes en Inglaterra, el conservador y el laborista, son liberales en el sentido general de la expresión, y significan dos interpretaciones distintas -en alguna medida contrarias- del mismo liberalismo; por lo cual no tiene demasiado sentido mantener frente a ellos una tercera posición "liberal". Quiero decir con esto que los partidos liberales sólo se justifican realmente en sociedades que no son liberales, donde los demás partidos no lo son (o, claro es, donde no hay partidos, o hay solamente uno, que es la peor forma de no haberlos).»

Lo mismo que decía de Inglaterra podría decirse de Estados Unidos: ninguno de los dos grandes partidos se llama liberal; pero quién duda de que ambos lo son, en dos formas distintas y que por eso se contraponen; los demócratas son en un sentido más liberales, pero los republicanos lo son más en otro. En otros países la cosa es menos clara, porque hay partidos resueltamente antiliberales, en estos casos, importa retener el liberalismo como nota de las actitudes políticas liberales, pero resulta equívoco confinarlas a un partido que se titule «liberal», como si los demás no lo fueran, como si el liberalismo estuviera reducido a él. Lucidos estaríamos si esta fuese la realidad.

Pero -continuaba mi viejo artículo- queda la otra altemativa: ¿será que han fracasado los, países liberales, los que se han mantenido fieles a la interpretación liberal de la convivencia política? Parece más bien lo contrario: si recordamos lo que ha ocurrido en el mundo en el último medio siglo, encontramos que los únicos países que no han padecido desastres, bancarrotas económicas, guerras civiles, persecuciones, esclavitud, son justamente los que no han abandonado -en una u otra forma- el torso de la convicción liberal. Son los países que no han dejado de ser -a pesar de las adversidades, usualmente desencadenadas por los otros- libres, prósperos, vivideros. Los que no han caído en la ruina, la desesperación o la abyección. Los que no necesitan cerrarse y convertirse en gigantescas jaulas, porque no temen quedarse vacíos si tienen sus puertas abiertas. Aquéllos a donde piensan irse los que se quieren marchar de donde están.»

Siempre me ha asombrado que casi nadie subraye el hecho enorme de que los millones de obreros europeos que en los últimos quince años han emigrado a otros países (de España, Portugal, Italia, Grecia, etcétera} han ido invariablemente a Francia, Holanda, Bélgica, Suiza, Inglaterra, Escandinavia o Alemania occidental; y nunca a Polonia, Hungría, Rumania, Albania, Yugoslavia, Checoslovaquia, Alemania oriental o la Unión Soviética. Se supone que los obreros europeos son -en una u otra forma- «socialistas» o expresamente comunistas. Parece dudoso: a la hora de poner en juego sus vidas, optan por los países donde el liberalismo tiene amplia vigencia, y evitan cuidadosamente aquellos que se titulan «socialistas». Y si no es esto, no caben más que otras dos explicaciones: a) Que estos últimos países estén reducidos a condiciones económico-sociales tan inferiores que desanimen de la preferencia ideológica cuando llega el momento de participar personalmente de ellas. b) Que sean de tal modo insolidarios, que no estén dismiestos a compartir sus recursos con sus «hermanos de clase». Claro que exactamente lo mismo pasa con los intelectuales, escritores, profesores, artistas, que abominan del liberalismo y el «capitalismo», pero se apresuran a instalarse, a la menor oportunidad, en los países donde, son vigentes, sin que ni por casualidad se les ocurra establecerse en los países que admiran, elogian y visitan -fugazmente- como invitados oficiales, tal vez para recibir algún premio quese apresuran a invertir en alguna propiedad, lo más placentera posible, de los países execrados.

Quiero recordar algunas fórmulas que he usado hace mucho tiempo para expresar la sustancia del liberalismo, porque la memoria es flaca y conviene refrescarla.

Liberal es el que no está seguro de lo que no puede estarlo. Esta es la más vieja fórmula a que llegué, hace más de veinte años, y la verdad es que no he conseguido mejorarla. Pero hay que aclarar, además, que aunque de algo se esté seguro, si esa seguridad no es fácilmente comunicable, en la convivencia con los demás hay que comportarse como si no se estuviera seguro; por ejemplo, cuando se trata de convicciones religiosas; de otro modo se cae en una especie de cinismo de la fe, que en el fondo no es muy cristiano, y desde luego nada liberal.

Si pasamos de la actitud liberal al liberalismo como forma política, lo definiría como la organización social de la libertad. Pero esto quiere decir que no tiene un contenido fijo e invariable, porque se trata de ser libre dentro de la sociedad en que se vive, y en cada caso se entiende por «libre» algo peculiar, y para ello se necesitan diferentes cosas. Por esto, el liberalismo no puede ser «inmovilista», ni «utópico», ni «pretérito», sino estrictamente actual, más aún: futurizo. Liberalismo es la forma política que nos permite ser libres aquí y ahora.

Por eso sus contenidos cambian, por eso no hay una «doctrina» liberal, sino varias, según los tiempos y lugares, según la pretensión de los hombres y mujeres que, en cada caso, quieren ser libres, esto es, elegir por sí mismos su vida y no recibirla ya decretada por alguien desde fuera. Por la misma razón, el liberalismo no es una teoría abstracta, en nombre de la cual se nos pueda imponer cualquier infierno presente, como «condición» de un paraíso siempre aplazado hasta las calendas griegas. El liberalismo trata de realizar el máximo de libertad posible en unas circunstancias dadas, las nuestras, y por consiguiente para nosotros, no para nuestros descendientes (si es que nos dejan tener descendientes).

La única manera de asegurar la perduración del liberalismo, de darle giarantías, es la democracia. Por eso tiene el máximo interés. La única democracia que me parece deseable es la democracia liberal, la que no se puede convertir en un instrumento de opresión de las minorías por las mayorías (o, mas probablemente, por minúsculos grupos que pretenden representarlas). Pero preferiría hablar de liberalismo democrático, porque lo sustantivo es el liberalismo, la vida como libertad, que permite a cada uno ser quien es.

Se dice a veces que se trata de «libertades formales»; claro que sí: son las que informan la vida colectiva, las que le dan forma y configuración, las que permiten buscar, reclamar, conseguir todas las demás libertades. Sin las «formales», ni siquiera se puede uno quejar de la falta de libertad o de justicia, y por eso en los países que no las respetan parece reinar la más absoluta satisfacción, mientras las quejas y protestas se multiplican en los países que disfrutan de razonable justicia y de libertad para pedir más (o para decir que no se tiene).

Si volvemos a España, encontramos que lo que ha avanzado prodigiosamente, sobre todo en los dos últimos años, es el liberalismo democrático. La liberalización progresiva -y extrañamente rápida- ha llevado a una democratización efectiva, que no ha puesto en peligro el liberalismo perseguido durante cuatro decenios y por fin recobrado. Esto ha sido posible porque había permenecido soterrado en el fondo de las almas españolas, alentado por algunas minorías que no lo habían dejado apagarse, a pesar de todas las presiones y amenazas, y de que nunca ha sido «rentable». Tengo la impresión muy viva de que los más jóvenes empiezan a recobrarlo y hacerlo suyo. Dentro de muy poco -en cuanto haya elecciones- podrá comprobarse si me equivoco o no. Tal vez entre en escena una generación que se sienta más afin a los individuos de las anteriores, que no han consentido en que su vida sea suplantada, que sienta repugnancia por los que están seguros de todo y suponen que todas las cosas están ya resueltas y puestas en un libro.

Es menester que los liberales -llámense como sea- no se dejen seducir por la jactancia de los que no lo son y se atrevan a permanecer en su inseguridad animosa, en el entusiasmo esceptico en que consiste el liberalismo, ese instrumento para buscar la felicidad, no para comprarla, de confección, en un almacén.

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