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Reportaje:

Diecisiete años de Amnistía Internacional

Hasta 1976 España era uno de los países que más trabajo daba a los miembros de Amnistía Internacional (AI): centenares de presos políticos, numerosas evidencias de tortura, frecuentes condenas a muerte, varias ejecuciones... Sus elaborados informes aparecían periódicamente en una prensa que no podía emitir opiniones propias sobre muchos aspectos de nuestra situación política, pero a la que, de vez en cuando, se toleraba que pusiera en boca de otros la denuncia de una realidad que clandestinamente casi todo el mundo conocía. Este fue el único contacto que, durante muchos años, tuvieron los españoles con esa organización.En 1978 funciona ya una sección española de Amnistía, que ha conseguido su legalización en el pasado mes de febrero, y que hoy cuenta con más de quinientos socios, dispuestos a trabajar por los presos políticos de todo el mundo con la misma dedicación y voluntad con que los miembros de otros países trabajaron por los presos españoles en la época oscura del franquismo.

Son precisamente esos años de obligada información incompleta, distorsionada y censurada, los que han hecho que en España se conozcan todavía poco y mal los objetivos y la labor de Amnistía Internacional.

Los prisioneros olvidados

En mayo de 1961, el periódico británico The Observer publicó un artículo titulado Los prisioneros olvidados, que comenzaba con estas líneas: «Abra el periódico cualquier día de la semana, y aparecerá una información desde cualquier parte del mundo acerca de alguien que ha sido encarcelado, torturado o ejecutado, porque sus opiniones o su religión no eran aceptables para su Gobierno... El lector tiene una dolorosa sensación de impotencia. Pero si esos sentimientos de disgusto que se producen por todo el mundo pudieran unirse en una acción común, se podría hacer algo efectivo.»De este sentimiento de impotencia de unos ciudadanos sin partido político, pero de ideología democrática, sin ningún poder en la maquinaria del Estado, pero con conciencia de las libertades cívicas, sin ninguna capacidad de decisión, pero con respeto a los más elementales derechos humanos, nace una organización que en diecisiete años ha conseguido aunar los esfuerzos de 200.000 personas en todo el mundo, se ha convertido en organismo consultivo de las Naciones Unidas, ha recibido el Premio Nobel de la Paz y, lo que es más importante, que ha contribuido a la liberación de cientos de presos políticos, ha obtenido garantías mínimas en numerosos juicios y ha denunciado el horror de la tortura y de la pena de muerte ante los Gobiernos del Este y del Oeste; entre los miembros de las sociedades industrializadas y entre los habitantes del subdesarrollo.

La llamada lanzada por el autor de Los prisioneros olvidados, un abogado inglés llamado Peter Benenson -bien conocido por su trayectoria profesional en defensa de los derechos humanos-, resonó muy pronto en toda Europa. La prensa francesa, suiza, alemana, danesa y norteamericana reproducían en esa misma semana los cuatro puntos del Llamamiento para la amnistía que Benenson había colocado al pie de su artículo:

1. Trabajar para obtener la liberación de quienes se encuentran encarcelados por razón de sus opiniones. 2. Procurar para ellos un juicio público y justo. 3. Ampliar el derecho de asilo y ayudar a los refugiados políticos a encontrar trabajo. 4. Organizar un sistema internacional efectivo que sirva para garantizar la libertad de opinión.

Desde entonces, AI ha recorrido un largo camino, que va desde su organización interna -en 1963 adopta el nombre actual, que sustituye a ese Llamamiento para la amnistía originario, y en 1968 redacta su primer estatuto constitucional- hasta ese Nobel de la Paz que recibe de la Academia Sueca en 1977. Sin embargo, los objetivos, la estructura y los métodos de trabajo han variado muy poco.

A los diecisiete años de su fundación, el primer objetivo de AI es trabajar para lograr la libertad de los llamados prisioneros de conciencia, es decir, de todas aquellas personas encarceladas a causa de sus opiniones políticas, sus creencias religiosas, su origen racial, su color, su lengua o su sexo. El segundo objetivo es la lucha para abolir la tortura; el tercero, la lucha contra la aplicación de la pena de muerte; el cuarto, procurar que todos los presos puedan tener un juicio justo y sin largas demoras.

La labor de AI se resume, pues, en un intento de llevar a la práctica lo que aparece ya en estatutos y convenciones internacionales y en la propia Declaración Universal de los Derechos Humanos, que tantos Gobiernos han firmado y tan pocos cumplen escrupulosamente.

En todo este trabajo hay especial cuidado en conservar y mostrar la imparcialidad ideológica de AI ante el color político de los Gobiernos a los que se dirige. La organización no emite jamás su juicio sobre ningún tipo de régimen político ni de organización social, no procura más publicidad para unos casos que para otros, no hace comparaciones, y no pretende tampoco buscar soluciones a los problemas de fondo que originan la represión o la discriminación.

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