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Reportaje:

Límites a la libertad de información en el Reino Unido

El veredicto de Desacato al juez y la multa impuesta a dos publicaciones radicales -The Leveller y Peace News-, y al periódico portavoz del sindicato de los periodistas británicos por revelar la identidad del «Coronel B», testigo en un caso de secreto oficial, han multiplicado el clamor informativo a favor de una reforma profunda de la ley de Secretos Oficiales que vive en Gran Bretaña, el principal artificio, pero no el único, de un complejo y sutil mecanismo de control informativo.Descrita por Anthony Sampson (en su libro Nueva anatomía de GB), como el entramado que preserva al Gobierno de las miradas indiscretas en los asuntos serios, la influencia y consecuencias de esta ley no son analizadas nunca en los medios de difusión masivos, ni el tema, por su misma naturaleza, inquieta al gran público del Reino Unido, pero sí es objeto de una creciente atención parlamentaria.

Porque lo cierto es que el flujo de la información oficial está en Inglaterra rigurosamente controlado por la letra de una ley de 1911, aprobada por el Parlamento en treinta minutos y en medio de una auténtica fiebre por impedir a toda costa el espionaje alemán. Sesenta y siete años después, un gran aparato estatal regula y filtra la corriente informativa de los diversos departamentos ministeriales. Y los funcionarios británicos, sus víctimas principales, y los periodistas se enfrentan a la permanente espada de Damocles (expulsión o persecución judicial) de un texto cuyas ambiguas previsiones pueden convertir en secreto oficial casi cualquier tema, y en delito, que puede llevar a la cárcel, su divulgación.

En su manifiesto electoral de febrero de 1974, el Partido Laborista prometió la abrogación de la ley y su sustitución por unas regulaciones abiertas, al estilo de las existentes en Suecia o en Estados Unidos. En el curso de los cuatro años transcurridos, los ministros del Interior -primero el señor Jenkins, más tarde Merlyn Rees- han explicado en el Parlamento que estaba en marcha una reforma sustancial de su temida sección 2, la más generalizadora y ambigua.

Pero en medios informativos ya se da por seguro que, aunque la promesa se cumpla, se dejará intacta la sección 1 del texto, que contempla el espionaje con la óptica de 1911 y bajo cuya letra fueron actividades de los servicios secretos norteamericano y británico, los periodistas Mark Hosenball y Philip Agee, éste último ex funcionario de la CIA. Al amparo de la sección 1 fueron detenidos hace un año los periodistas británicos Duncan Campbell y Crispin Aubrey, que siguen privados de pasaporte y cuyo proceso por revelar detalles sobre experiencias en el ejército, relatadas por un ex cabo, se verá en septiembre.

Para numerosos periodistas británicos lo más peligroso de la ley es su específica vaguedad, es decir, su capacidad para abarcarlo todo, como el artículo segundo de la ley de Prensa que el señor Fraga Iribarne patrocinó en España. La sección 2 de la ley vigente en Inglaterra califica de delito cualquier revelación no autorizada de cualquier información oficial hecha por un funcionarlo de la Corona, o su recepción y posterior comunicación. Esta percepción del delito potencial, más que la vulneración en algún punto concreto, es la que pesa sobre los funcionarios y la mejor autocensura para los responsables de los medios informativos, contra los que, por otra parte, la ley se aplica en contadas ocasiones.

El Gobierno, sin embargo, se reserva más sutiles canales de presión y su resultado es la sistemática ausencia de determinados temas o informaciones (sobre todo los que rozan las áreas militares, estratégicas o los relacionados con las fuerzas de seguridad) de las páginas de los más respetados periódico nacionales o de las emisiones de radio y televisión.

Un viaje silenciado

Ejemplo nimio: ni uno sólo de los grandes matutinos londinenses dio la noticia de la secreta reunión de tres días que sobre el tema de España y la OTAN se mantuvo en abril en una finca cercana a Oxford, a pesar de que fue necesaria una operación de seguridad para que el helicóptero del general Alexander Haigh, jefe supremo de la OTAN en Europa, aterrizara en la misma puerta de Ditchley Park. Sólo el semanario Time Out, una guía de espectáculos, contestataria con claras connotaciones políticas, publicó un irónico pie de foto del helicóptero del general Haigh, dando noticia del motivo de su viaje.La OTAN y la situación en el Ulster son, probablemente, los dos temas de actualidad cotidiana sobre los que más se hace sentir el peso de las restricciones informativas oficiales. Del señor Steel es urgente acabar de una vez con la amenaza de persecución judicial que corre todo aquel que revela información que sólo a la luz de una ley evidentemente obsoleta podría poner en peligro la seguridad nacional. Se sabe ya que el Libro Blanco del Gobierno, que en síntesis intentaría atribuir a los ministros, en vez de a los funcionarios, el control del tono y el volumen de la información oficial, se enfrenta a todo tipo de objeciones por parte de diferentes departamentos ministeriales.

Hace un mes, el director del diario comunista Morning Star, recibió una nota gubernamental en la que se le comunicaba que los responsables de los dos cuerpos de espionaje británico, el MI 5 y el MI 6, iban a ser reemplazados. Al portavoz del PC le faltó tiempo para publicar la noticia que por error le había suministrado Downing Street, aunque no citó la identidad de los nuevos jefes, que el Gobierno prefiere mantener secreta por razones de seguridad personal. La anécdota ilustra el segundo precedimiento mediante el cual el Gobierno se previene contra la difusión de informaciones que considera secretas: el llamado D Notice Committee, que ahora dirige un contraalmirante y cuya existencia no fue públicamente conocida hasta 1962.

El comité, pendiente del Ministerio de Defensa, reunía regularmente a los responsables de una lista de medios informativos. Previamente aquilataba comuniciones sobre la conveniencia de no publicar determinadas noticias. En la práctica totalidad de los casos, y pese a no estar obligados a ello, los periodistas cumplen las recomendaciones, sin ninguna verificación o discusión sobre su naturaleza y/o necesidad.

Los mecanismos descritos, más los casi 1.500 funcionarios dedicados a canalizar y seleccionar la información de los departamentos ministeriales, amén de un centro, la Oficina Central de Información, en el que otras mil personas trabajan en la difusión de material oficial, proveen al Gobierno británico de un cinturón de seguridad informativo poco visible desde el exterior y cuyo rigor y oficiosidad por excesivos y desfasados, están ahora sometidos a asedio.

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