Las reglas del juego
LA CAMPAÑA lanzada por las centrales sindicales para presionar, mediante encierros de los comités de empresa en los lugares de trabajo, convocatorias de asambleas informativas y mensajes de protesta a las Cortes, sobre la Comisión de Trabajo del Congreso, que debate en estos días la ley de Acción Sindical, es una respuesta simétrica a la que desencadenaron, hace un mes, las asociaciones patronales, que actuaron en aquella ocasión, con su exasperada y desorbitada ofensiva, como el aprendiz de brujo.Las modificaciones que la ponencia había introducido en el proyecto de ley enviado por el Gobierno al Parlamento, y que aproximaba el régimen de representación de los trabajadores en la empresa al que rige en los sistemas capitalistas europeos más desarrollados, fueron presentadas por los empresarios como un mortífero mecanismo para la liquidación de la economía de mercado, el colapso de la actividad productiva y el paso al colectivismo. Ahora, las rectificaciones de la comisión respecto al trabajo de la ponencia son denunciadas por las centrales, en el mismo tono de caricatura, como el regreso al sindicalismo vertical.
En realidad, la valoración de esa discutida ley y de las tres etapas de elaboración que hasta ahora ha recorrido -el proyecto gubernamental, las alteraciones de la ponencia, la vuelta de la comisión al diseño primitivo - no debe hacerse con la truculencia y dramatismo de los que han hecho gala, hasta ahora, las centrales de patronos y trabajadores, sino en relación con la actual coyuntura económica, el contexto social e institucional en el que se inscribe y el suelo histórico que le antecede. Cabe dudar de que el inmaduro sistema de relaciones industriales de nuestro país y el grado de organización y desarrollo de las centrales sindicales (todavía está pendiente el destino del patrimonio sindical) permitan que la reforma propuesta por los partidos de izquierda sea operativa y funcional en las grandes empresas; y es de temer que la mimética traslación a las empresas pequeñas y medianas de una reglamentación nacida de la experiencia de los grandes centros de trabajo de los países desarrollados pudiera resultar negativa.
Pero lo que importa señalar es que tanto las asociaciones patronales, antes, como las centrales sindicales, ahora, se han excedido en la forma de hacer valer sus opiniones y de presionar sobre el Parlamento. El olvido interesado o el simple desconocimiento de los diferentes momentos del proceso legislativo hace que sea todavía más criticable esa doble campaña.
Entre la iniciativa de una ley, que recibe el nombre de proyecto, si lo apadrina el Gobierno, y de proposición, si nace de las Cámaras, y su promulgación hay una serie de pasos cuya absolutización resulta simplemente aberrante. En el caso de la acción sindical, el voto combinado de UCD, AP y la Minoría Catalana derrotó en el Congreso la proposición socialista para regularla; y, a renglón seguí do, el Gobierno envió su propio proyecto sobre la mate ría. La ponencia encargada de informar y dictaminar el texto gubernamental introdujo modificaciones sustanciales sugeridas por el PSOE y el PCE, y que dieron lugar a las desaforadas protestas de las organizaciones patronales. Ahora, UCD, en el paso siguiente, que es el debate en la comisión, ha hecho valer, en combinación con AP, su posición de grupo mayoritario, ha desautorizado de manera implícita a sus representantes en la ponencia y ha devuelto al proyecto de ley el rostro que tenía antes de su paso por la ponencia.
Esta rectificación de UCD resulta congruente con su condición de partido del Gobierno; el misterio que hay que explicar, más bien, es que no defendiera en la ponencia el proyecto enviado por el señor Suárez y sus ministros. Por lo demás, el proceso legislativo no terminará con los debates de la Comisión de Trabajo, sino que seguirá su marcha en el Pleno del Congreso, primero, y los trámites de ponencia, comisión y Pleno en el Senado, después. A la vista de esa complicada y larga secuencia, carece de justificación que las centrales sindicales privilegien el paso por la ponencia, por el hecho de que les resulte favorable, y consideren poco menos que ¡legales las rectificaciones de la comisión, que devuelve al proyecto gubernamental su primitivo espíritu. El informe de la ponencia es sólo un eslabón aislado de una cadena de actos parlamentarios que desembocan en el Pleno; y a lo largo de todo el proceso lo único decisivo es tener la mayoría en el Parlamento.
Cualquier otra actitud equivale a ignorar el carácter incondicionalmente vinculante de las reglas de juego de la democracia parlamentaria. Aceptarlas sólo cuando se gana y romper la baraja cuando se pierde significa, lisa y llanamente, que el compromiso con la democracia es sólo de labios para afuera. Las centrales sindicales saben que la mayoría parlamentaria no es favorable a las modificaciones introducidas en la ley de Acción Sindical por la ponencia; al pretender «'variar la correlación de fuerzas» en la comisión, ahora, y luego en el Pleno, mediante la presión extramuros del Parlamento, sientan un peligroso precedente del que pueden ser las principales víctimas en el futuro. Porque idénticos argumentos podrían utilizar el día de mañana fuerzas sociales adversas al cambio si los partidos de izquierda tuvieran la mayoría en las Cortes.
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