Andalucía: entre la tormenta y la guasa
Presidente de la UCD de Cádiz
Este perfil orientativo del puzzle hispano, Andalucía, anda con pies desacompasados su andadura hacia la autonomía. Todo en ella se ha hecho interrogación. Hasta su propio ser, sexo y continente. Entre la tormenta y la guasa, pasan los días sin un horizonte preciso y definido hacia el que ir, con el paso enredado en el mirar hacia atrás, por disquisiones inútiles y ontológicas.
Andalucía, en vísperas de su autonomía, se encuentra en el trance grave de un nuevo fracaso histórico que la empuje, sin más y sin remedio, a la tradicional situación de almacén y escenario, consumición y adulterio, en que la han puesto y se ha puesto desde su tardía incorporación a la historia unitaria nacional, a la salida perdedora de todos sus intentos de expresión propia. En cierto modo, el «haber» andaluz de estos hechos ha sido, también, su «debe» acumulado en el proceso de su trayectoria. Así, la defensa a ultranza del liberalismo económico que, en buena medida, dio expresión formal a las Cortes de 1812, de una forma u otra, a corto o medio plazo, desarraigó de la región los potentes núcleos comerciales descompensando los factores integrales de una vida económica propia. O la Revolución de 1868 que, en su planteamiento y no en su desarrollo, fue una de las más firmes y perspicaces expresiones andaluzas; y de la que salió desesperanzada y doméstica. También en los brotes del anarquismo agrario, incomprensible desde Madrid en todas las épocas y circunstancias, cuyo aldabonazo fue siempre reprimido, en la grave alianza del centralismo con los parciales intereses de la clase sustentadora del poder y la riqueza, sin contrapartidas.
Son tres muestras, entre otras, que empujan a la superficie de la realidad de hoy una serie de factores de imprescindible consideración. Por un lado, lo que podríamos llamar el pacto tácito del centralismo con las oligarquías, servido clara y eficazmente por las sucesivas administraciones. Y de esta manera surge la imagen regional indolente y folklórica dando el brazo a la prepotente clase directora, insaciable, bajo la benevolente mirada de una Administración central interesada en la permanencia de todos los conservadurismos. Largo maridaje, hoy vuelto en contra, que acostumbró a los andaluces a esperarlo todo de arriba, como se espera el milagro o el pedrisco.
Fomentar los «taifas»
De otro lado, el fomento, consciente o no, pero eficaz, de los taifas provinciales o locales. Quizá sea éste uno de los elementos más evidentes y serios con el que viene a chocar, ya, la balbuciente preautonomía. No se trata, como aparentemente puede deducirse, de una insolidaridad regional interna; es más grave en cuanto que la insolidaridad, desde su misma estructura, afecta a todos y cada uno de los grandes núcleos entre sí y a éstos con sus inmediatos contornos.
Propiciada la acción de cabecera y el disperso entendimiento directo con los órganos centrales de cada uno de los detentadores de un relativo poder, se llega a una situación confusa, reiterativa y con nula racionalidad dejando fuera deljuego los núcleos aislados y rurales, sumidos en una clara discriminación. En una palabra, ha prevalecido la acción disgregadora -hasta en la organización eclesiástica- sobre la coherencia de unos planteamientos comunes y uniformes. Este desvalimiento, patente en la nula comunicación interprovincial, incidirá negativamente sobre el proceso constructor autonómico.
El desorden y los sucesivos aislamientos requieren un trabajo tenaz y clarificador de autonomías en mutuo amparo compensatorio y creciente, desde la municipalidad a la imprescindible comarca, pasando por la provincia hasta la región. Es la función que un nuevo enténdimiento de las diputaciones tendrá que cubrir, sin pausas.
La devaluación cultural
En tercer término, la devaluación educativa y cultural. Un hecho inicial: la demanda escolar, cuando surgió, no fue como producto de un enraizamiento y conciencia superadora colectiva sino un individiualizado aliento exigente de dispersión y huida.
Me explico. Al hacer explosión la necesidad escolarizadora y descubrirse como imperativo, la tarea fue proporcionar almacenes de niños a las diversas localidades regionales. Y tal la aceptación social sin otra exigencia -y sí con muchas reticencias- que la de proporcionar a los hijos un camino de fuga de una realidad difícil y, lógicamente, no valorada. Este factor acentuó la movilidad de la población en un trasvase insensato y desenraizador, con lo que se imposibilita la diversificación generacional y económica, precisamente, de los núcleos más desamparados mientras se arroja sobre los grandes núcleos urbanos una masa juvenil frecuentemente desocupada y sin resortes, por las propias deficiencias del sistema educativo.
Los colegios siguen siendo elementos extraños en la vida de la comunidad; como los maestros; como los aislados esfuerzos de los grupos que intentan -y, normalmente, se pierden en el empeño- una expansión cultural determinada. No se advierte, o no lo advierto, un serio y racional proyecto educativo y cultural surgido de la propia entidad provincial o regional. Y no se advierte, no sólo por el desbarajuste crónico de la política educativa, centralizada y esclerótica, sino porque no se siente, desde abajo y desde el fondo, la necesidad de este planteamiento original, a la deriva siempre de la decisión ab alio.
Que estos factores puedan coincidír con los que se expresan. en otras regiones, no resta peculiaridad a sus formas expresivas ni necesidad de tratamiento circunstanciado en el trayecto autonómico, en razón del paisaje, la historia y el objetivo regional que quiere alcanzarse. Y ahí es donde puede estar la clave de la necesidad constructiva en la que se alineen todos los elementos, en justicia operativa y en justicia retributiva, sin contraponer modelos contradictorios que no tengan en cuenta el arraigo y la servidumbre de los factores heredados.
El esfuerzo regional andaluz, si quiere verdaderamente salir del atolladero, implica un pacto, una técnica y un rigor imprescindibles. Y previa o simultáneamente una descentralización a rajatabla, entre otras cosas, para que la región pueda, de una vez, asumir la responsabilidad de su propia administración y economizar con su propio esfuerzo los complicados mecanismos de la gestión, frecuentemente, despilfarradora. No sería mala cosa dejar en el arcén de esta carrerá, a la espera, los maximalismos, más o menos románticos y dogmáticos, los despliegues de las grandes banderas, incluso los dolimientos de todas las injusticias. Porque hay una realidad, por más vueltas que le demos, que se llama Andalucía, una oportunidad que es hoy, y una imperiosa necesidad de remontar el vuelo propio sin las ásperas contrapartidas de los remordimientos.
Entre la tormenta, a flor de estallido por la suma acumulada de factores negativos con escasas esperanzas, y la guasa, como expresión humorística de una desconfianza paralizadora, Andalucía, y con ella una muy importante extensión territorial y humana de España, está ante una difícil y delicada encrucijadas. En el paso del proyecto al éxito, por justicia, por autodefensa colectiva, por rentabilidad, estamos todos empeñados y en riesgo.
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