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Tribuna
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¿La democracia contra los jueces?

Juez de Primera Instancia e Instrucción

De la lectura del anteproyecto constitucional en su versión definitiva parece que losjueces, y también los fiscales, no podrán, no ya pertenecer a un partido político, sino ni siquiera asociarse profesionalmente ni sindicarse.

Va a suceder que lo que es bueno para el resto de la sociedad no lo es para los operadores de la justicia, o al menos para los más cualificados de éstos. Va a resultar que la democracia que al parecer se está preparando, es decir, el reconocimiento efectivo de la plenitud de derechos cívicos de la generalidad, exige la negación de algunos de esos derechos, o el desconocimiento de ciertos derechos y libertades en algunos: en este caso, los Jueces y fiscales, habitantes de otra galaxia política. De modo que éstos, llamados constitucionalmente a velar por los derechos y libertades de todos, se verán reducidos a hacerlo desde una penosa situación de carencia para ellos mismos.

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En apoyo de semejante planteamiento se aduce la imperiosa exigencia -que nadie discute, antes bien al contrario-, de que la función judicial sea ej ercida en condiciones de independencia. Pero, ¿Independencia de quién? ¿Independencia del juzgador en particular frente al caso concreto? Desde luego, nadie cuestiona su elemental necesidad. Pero difícilmente se puede argüir con sentido que la prohibición del artículo 119, primero, sea el camino adecuado para establecerla. A quien sostenga lo contrario cabría preguntarle si no es mayor, o por lo menos igual, en términos de hipótesis, el peligro de parcialidad a favor de los integrantes de su clase de origen que comporta, por ejemplo, el hecho de una determinada extracción social del juez, que el que podría derivar de su adscripción a un partido, en relación con los miembros del mismo. No es fácil negar la plausibilidad de lo que se argumenta. Máxime si se tiene en cuenta que es bastante más arduo neutralizar autocríticamente los prejuicios clasistas, a menudo con su expresión legal, que hacer abstracción de las propias ideas políticas, mucho más objetivables y radicadas en niveles más racionales de la personalidad. Y no obstante, es evidente, y está claro por qué, ninguna preocupación depara a los celosos de tan ideológico modelo de imparcialidad el dato estadístico de sectores sociales abrumadoramente mayoritarios y sin embargo nada o escasamente representados en la organización judicial, como resultado de un cierto sistema de selección.

¿Independencia frente a la sociedad? Parece absurdo, en principio, que precisamente los que se mueven en el horizonte de la integración social puedan mostrarse partidariosde una normativa virtualmente orientada a cercenar al juez de la sociedad. (A no ser, claro está, como luego veremos, que lo realmente buscado sea su dócil y funcional inserción en el área del poder político.) Por otro lado, no cabe no ver enaquella triple prohibición un verdadero corte lógico o contradicción en el discurso -al menos, en la exterioridad del discurso- de quienes defendiéndola se pronunzian a un tiempo por la constitucionalización del pluralismo. ¿O no se autodefine así la democracia que dicen? ¿Y puede una sociedad pluralista -salvo que se emplee alguna forma de violencia (hay también violencia jurídica), y con todo-, dejar de proyectar su constitutiva diversidad sobre el poderjudicial? Ciertamente, creemos que no y, antes bien, lo mejor que podría sucederle a aquella si es realmente democrática y plural es tener en su conjunto la posibilidad de reconocerse también en sus jueces. Como busca hacerlo en medio de las dificultades en sus represerttantes parlamentarios.

Por otra parte, si se trata de preservar al juez de la política, ¿por qué no privarle también del derecho dé voto? Sería, ni más ni menos, llevar a sus últimas consecuencias esa especie de lógica « represivo-sanitaria» que aparece francarriente abierto, e incluso indefenso, frente a la presión multihallarse inmerso en la pugna de los partidos en liza electoral y ante la necesidad de determinarse por una entre varias opciones, le hará retroceder a un terreno del que por otro lado se trata de extrañarle.

¿Independencia del poder político? Es cierto que no hay Gobierno que no se precie de respetar la neutralidad de los tribunales, que además suele tener expresión constitucional. También es sabido que tal afirmación representa un lugar común en boca de los políticos al uso. Y es invocación tanto más repetida cuanto más cuestionable resultan la legitimidad democrática de un régimen. Sin embargo, una invariable realidad institucional se encarga de poner ampliamente de manifiesto la vanidad de tales declaraciones.

Problemática independencia, en principio, la de un poder judicial que tiene por marco un ministerio del ejecutivo. Problemática independencia, en principio, la de una organización de la justicia cuya gestión orgánica ha de ser compartida de hecho con instancias gubernamentales. Pero esto no ha producido nunca preocupación ni escándalo en los que ahora se alarman ante una eventual «pérdida» por los jueces de su «inocencia política». Unicamente por el hecho de que ese fenómeno puede traducirse en la ruptura de un falso equilibrio, supervivencia de aquel más general, en que muchos demócratas recientes se hallaban cómodamente instalados.

Porque no es la independencia judicial lo que está en juego. Y menos entendida como lo hacen los alarmistas que desde fuera se aprestan a defenderla. Esa independencia a la que se refieren con auténtico sentido patrimonial, «su» independencia de los tribunales, nunca existió. Y si sólo la apariencia formal de un monolitismo ideológico inducido por circunstancias bien concretas, ahora desplazadas por la dinámica de una sociedad en transformación. (Y nótese que se habla de independencia o falta de independencia institucional, que no prejuzga en modo alguno la honestidad subjetiva del juzgador en particular.)

Parece que, en, definitiva, hay que decirlo una vez más, se quiere una justicia independiente de todas las políticas menos de aquella que se hace desde el poder, que naturalmente no existe como «política». Júzguese si no por el tenor de los medios puestos en práctica, que finalmente llevan a instalar al juez en una existencia atomizada, «a solas» con su cargo, reglamentariamente insensible a las tensiones del medio social, pero francamente abiertoe incluso indefenso,frente a la presión multiforme y omnipresente de la ideología dominante, envuelta siempre en el halo de obviedad racional que cubre a todo lo que tiene su origen en los niveles de decisión del stablishment.

«La imparcialidad -para decl rlo con palabras de Bobbio- es para el juez como la neutralidad valorativa para el científico», y por tanto no es, o sólo relativamente y en todo caso como resultado. Como producto de una actitud exigente y eminentemente racional que se resuelve en la autocrítica y la exposición y receptividad a la crítica ajena.

Lo que transferido a nuestro ámbito se traduciría en el reconocimiento del juez como individuo concreto, como hombre total entre otras cosas político, cuya honestidad y equilibrio han de confiarse no a la práctica represiva de un tan irracional como ineficaz sistema de límites, sino a su propia conciencia y sentido de la responsabilidad, ejercidos bajo el control de otras posibles instancias y en definitiva -y es lo importante- ante la atenta vigilancia de una crítica social que debe ser potenciada. Todo ello en un marco saneado por el libre ejercicio de las libertades públicas, en que la ley responda realmente a la justicia y a los intereses de la colectividad. Procúrese esto y lo demás se dará por añadidura.

Lo contrario, es decir, pretender jueces política, sindical e ideológicamente «asexuados» es un absurdo imposible.

La elaboración de un texto constitucional es un buen momento para tomar la realidad como punto de partida, es decir, para abrirle francamente la puerta y así evitar que tenga que colarse, a la postre, y tal vez traumáticamente, por la ventana. Y la realidad hoy es la de una judicatura de la que el pluralismo se ha convertido en una dimensión constitutiva e insuprimible, que es preciso aceptar. Sin perjuicio de establecer después cuantas garantías se estimen racionales sin resultar depresivas para nadie.

Sería ciertamente una pena que ese amplio sector de las carreras judiciales que, tras de haber luchado por cancelar un pasado injusto, se enfrenta aún hoy con leyes que debieran ya ser historia, pueda verse mañana de nuevo empujado por una Constitución desconocedora de sus derechos a situaciones aberrantes de oposición y clandestinidad.

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