Vieja y nueva política
POR SEGUNDA vez en el plazo de pocos meses el secretario general del PCE se ha referido, en un acto público ante militantes de su organización, a opiniones editoriales de este periódico para calificarlas de hostiles y lesivas para su partido. La primera ocasión fue a propósito de los decepcionantes resultados obtenidos por el PCE en las elecciones generales de 1977, en los que habría influido, de creer al señor Carrillo, un comentario editorial de EL PAÍS, publicado la víspera de los comicios, que, aun situando al voto comunista dentro del campo democrático, no lo aconsejaba a sus lectores.La segunda referencia a este periódico se incluye en su informe al IX Congreso del PCE, inaugurado ayer en un clima de espontaneidad bien distinto a la solemnidad y a los rituales litúrgicos que solían caracterizar los fastos comunistas y, que hace confiar en que los debates y discusiones de los próximos días recogerán los nuevos vientos de libertad de las conferencias preparatorias.
La alusión a EL PAÍS hecha por el señor Carrillo es, cuando menos, desafortunada, e indica, por su parte, una todavía no clara comprensión de, cuál es el papel de la prensa en una sociedad realmente democrática. Se lamenta el señor Carrillo de que «ciertos sectores de la prensa», entre los que figura este periódico, «han intervenido directamente en nuestro congreso». Se diría que las opiniones favorables a los intereses de su organización -todavía está cercana la época en que «ciertos sectores de la prensa» contribuyeron en la medida de sus fuerzas a la puesta en libertad del señor Carrillo y a la legalización del PCE- están hechas de una materia verbal diferente a las que les resultan adversas: mientras estas últimas son «interferencias», las primeras serían el obligado homenaje que tributa el vicio a la virtud. Ni que decir tiene que la aplicación de la ley del embudo no es habilidad exclusiva de los comunistas y que, en mayor o menor medida, todos los partidos pecan de susceptibles y ofrecen síntomas de complejo de persecución en sus relaciones con la prensa. Pero es preciso reconocer que las palabras pronunciadas ayer por el señor Carrillo establecen -por el momento y la oportunidad- un verdadero récord al respecto.
La referencia a EL PAÍS del secretario general del PCE se desdobla en una mal interpretación de un texto de este periódico, lo que entra en el terreno de lo discutible y opinable, y en una a medio camino entre el absurdo y la demagogia. La malinterpretación consiste, fundamentalmente, en atribuir a los comentarios editoriales de EL PAÍS un sentido y un propósito distintos de los que su letra y su espíritu contienen. Este periódico nunca «ha indicado claramente en su sección editorial que el Congreso debía deponer a la dirección». Por una parte, nos hemos limitado a constatar, desde antes de las elecciones de junio de 1977, que la imagen pública del PCE, pese a su distanciamiento respecto a la Unión Soviética, sus esfuerzos por relegar al olvido la guerra civil, su abandono de categorías y programas incompatibles con el pluralismo democrático (la dictadura del proletariado, la insurrección armada, la condena de las «libertades formales», el partido único) y su renuncia -ahora- al rótulo «marxismo-leninismo», se halla evidentemente lastrada y enturbiada por la permanencia en los cargos dirigentes de la organización de figuras públicas demasiado asociadas a las teorías y a las prácticas que ellos mismos ahora rechazan. Por otra, hemos prolongado ese puro y simple registro de hechos en la conjetura de que los sacrificios realizados hasta ahora por el PCE para mejorar sus posibilidades electorales, al lanzar por la borda sus cánones y lealtades, podrían resultar infructuosas mientras no se incorporen a los puestos de responsabilidad en la organización personas que confieran credibilidad a sus nuevos compromisos. Porque, evidentemente, los resultados en las urnas logrados en junio de 1977 por el PCE no guardaron proporción con los sacrificios y la entrega de los militantes comunistas en su lucha contra el franquismo. Los comunistas son muy dueños de nombrar y deponer a sus dirigentes: y el señalamiento de algunas incoherencias Iógicas en la tarea de renovar el PCE, a la que tan activamente ha contribuido el señor Carrillo, no es un «consejo» ni una «interferencia», sino un simple análisis.
Pero el señor Carrillo no se ha limitado a hacer un juicio de intenciones a este periódico, sino que ha extraído de su sentencia la siguiente conclusión: «Por lo que se ve, hay periodistas para los cuales haber sido franquistas toda la vida no invalida a nadie para ser demócrata, pero lo que es imperdonable, inadmisible, es haber sido comunista toda la vida.» EL PAÍS nunca ha mantenido tan peregrina tesis porque, entre otras cosas, no es una oficina para despachar patentes de democracia, como la que ha instalado el señor Carrillo en la calle de Castelló y de la que se ha beneficiado con largueza el propio presidente del Gobierno, a quien el secretario general del PCE ha consagrado, urbi et orbi, como un arcendrado demócrata. Pero, además, el secretario general del PCE, sin darse cuenta, pone una vez más al descubierto, al referirse a franquistas y Comunistas de «toda la vida», ese punto flaco que, de creerle, sólo existe en la malévola imaginación de este periódico. Porque entre los militantes o cuadros del PCE que han ingresado en la organización después de la invasión de Checoslovaquia y los dirigentes que loaron hasta la adulación la figura de Stalin, calumniaron a Ios comunistas yugoslavos, justificaron el Gulag, aplaudieron la invasión de Hungría o tomaron por un catecismo el canon sagrado del «marxismo-leninismo» hay una distancia generacional tan grande como la que separa a José Antonio Girón y Raimundo Fernández-cuesta de Adolfo Suárez o a Rodolfo Llopis de Felipe González. Es un serio motivo de reflexión que el único partido a cuyo frente continúan hombres, asociados con la guerra civil sea, precisamente, el que más se ha esforzado en su propugna por borrar de la memoria colectiva ese sangriento conflicto.
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