Los acuerdos, los debates y la disciplina de voto
Del grupo parlamentario de Alianza Popular
Si uno lee asiduamente los periódicos y habla con la gente por la calle tiene que sentir inevitablemente una seria preocupación por el distanciamiento creciente entre Parlamento y pueblo. Las causas son variadas. Hoy vamos a hablar de alguna de ellas.
Entre los múltiples problemas que plantea la todavía corta experiencia del Congreso de Diputados hay uno que ya ha producido extrañas situaciones y que adquiere su máxima importancia cuando se acercan los debates constitucionales: me refiero a la «disciplina de voto» dentro de cada partido o grupo parlamentario. Una «disciplina» que, llevada a sus últimas consecuencias y unida a otros defectos de funcionamiento de los partidos y del Congreso, puede anular la individualidad de los diputados y, en último término, privar de sentido a los debates parlamentarios.
La prensa nos ha traído estos días dos noticias relacionadas con el tema: la queja de varios diputados de UCD sobre la necesidad de mayor democracia interna en el partido y las afirmaciones del señor Rubio, en el Club Siglo XXI, de que los debates en el hemiciclo sólo sirven realmente para presentar y dar publicidad a los acuerdos que se toman en otro momento y en otros lugares del edificio.
Todo sistema tiene luces y sombras. Y muchas veces no llega uno a saber hasta qué punto las sombras son inherentes al sistema o se producen por la manipulación y uso abusivo del sistema. El abuso en la disciplina del voto puede sustituir y atropellar los principios básicos de la democracia: libertad y participación para imponer sobre ellos la omnipotente decisión del aparato dirigente del partido o del grupo. Y convertir a las Cámaras en el puro escenario donde se «representa» para el público lo que, realmente, se hace a sus espaldas.
Lo que puede ocurrir, y en algún sentido está ya ocurriendo en nuestra vida parlamentaria, es que el famoso principio de «un hombre, un voto» tenga en el Congreso tan radical interpretación que la mayoría de los diputados pueden llegar a no ser otra cosa que votos. «Un diputado, un voto» parece que es el lema de las maquinarias de los partidos. Y va a haber muchos diputados que pueden pasar esta legislatura convertidos pura y simplemente en «votos», con el único «desahogo» del cultivo creciente de la interpelación y la pregunta, cosa que está ocurriendo, con lo que se ocasiona un nuevo problema parlamentario.
«Un diputado, un voto.» Un voto, que se traduce en apretar una de las tres teclas del aparatito electrónico que hay delante del asiento («sí», «abstención», «no»), tecla que hay que apretar según las instrucciones que se dan en el momento de votar; de viva voz si es un grupo pequeño o con los signos cabalísticos de levantar determinados dedos si se trata de un grupo grande... (¡Hay que ver cómo se divierte el público de las tribunas con estos extraños prolegómenos que preceden a las votaciones!)
Ya pueden durar los debates horas y horas, que al final hay que apretar la tecla que digan los que dirigen el asunto, si no se quiere romper la disciplina del voto, que por lo visto es corno si se rompiera el sistema. O los fundamentos de la democracia. Con lo cual son de ver las contradicciones que esta «disciplina» produce a veces entre lo que se dice en los debates y la tecla que se aprieta.
Yo no puedo aceptar que las cosas tengan que ser necesariamente así. No me resigno al eslogan «Un diputado, un voto». Es superior a mis fuerzas. Y tengo que preguntarme si es que se está abusando, en esta naciente democracia partidista, del aparato del partido y del grupo y de la disciplina del voto.
Yo he tenido ocasión de visitar otros Parlamentos, y esa disciplina (que, desde luego, es relativamente necesaria) no se da con la rigidez de aquí.
Llevada esta disciplina de voto a una situación límite (y está a punto de llevarse), las reuniones del Congreso podrían aligerarse muchísimo. Casi eliminarse. Bastaría que se reunieran los portavoces y votaran según los votos con que cada grupo cuenta. Los demás diputados podrían dedicarse a labores más productivas para el bien del país, que apretar la tecla correspondiente, según diga el correspondiente, portavoz, y oír una interminable retahíla de discursos, que maldito para lo que sirven, si los portavoces ya se han puesto de acuerdo no sólo sobre lo que hay que discutir y cómo discutirlo, sino sobre lo que hay que votar, y los diputados tienen que votar lo que dicen los portavoces. La mayoría de los debates resultan insoportables y «artificiosos», porque ya se sabe el resultado. Es como ver una película policíaca conociendo el final.
Cuando se acercan los debates constitucionales y se van a discutir y votar las cuestiones más decisivas para el futuro de España, me preocupa seriamente que se invoque la «disciplina de voto» para violentar las conciencias y las decisiones. Y puede haber muchas sorpresas.
Y el tema será todavía más grave si, después de pasarse la ponencia nueve meses en su inacabable informe, ahora deciden cometer el error de declarar el procedimiento de urgencia, coartando y limitando la participación del resto de los diputados en algo tan importante como la Constitución.
Creo que el problema no es fácil, pero tampoco insoluble. Y que la situación actual tiene que superarse. Porque sería demasiado grave el fracaso del Parlamento.
Debería democratizarse el funcionamiento de los partidos y de los grupos, emplearse más tiempo en analizar los pros y contras de cada decisión en función del interés nacional y decidirse con menos frecuencia en función de la estrategia coyuntural del partido (doy para que des, voto para que votes, voto tu artículo a cambio de mi enmienda. etcétera).
Y creo que un diputado debe tener mayor margen de libertad para votar. Esta libertad es más importante para la democracia que el aparato dirigente del partido, aunque las apariencias hagan pensar lo contrario. No se va a hundir el sistema porque en determinados ternas un diputado vote según su opinión y no según lo que le dicen.
Y no se hundiría el sistema porque, en primer término, al respetarse más la libertad de cada diputado, su opinión se tendría más en cuenta para formar los criterios y articular las negociaciones, y posiblemente muchas veces se votaría por motivaciones más nobles que la «disciplina del voto».
Tampoco se hundiría el sistema porque algunos de los miembros de un grupo voten alguna vez en forma distinta de la mayoría; y así ha ocurrido ya y no ha pasado nada grave, salvo que algunos se han «escandalizado» con exceso y amenazado con las medidas disciplinarias más severas.
Y si, en último término, acababa resultando que un diputado disiente normalmente de su partido o grupo, la conclusión es que no está adecuadamente encajado en él. Y debe buscarse una salida razonable y compatible con la libertad. Que el partido no compra con el acta el alma del diputado, digo yo.
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