De ángeles y rejas
Ciertamente nunca pensé llegar a tutear y a considerar como amigo a un director general de Instituciones Penitenciarias pero, por lo que se ve, todo sucede a su debida hora. Y creo poder considerar «amigo» a Carlos García Valdés, recién nombrado para el citado cargo, aunque no sea más que por las varias veces que nos hemos hallado juntos en actos de significación más o menos anticarcelaria; en tales ocasiones, hemos charlado cordialmente sobre ese misterio de iniquidad que es la privación de libertad de unos hombres por la institución del Poder, esa misma que crea y mantiene las condiciones sociales por las que la transgresión de la ley llega a ser la única forma de emplear su libertad que tienen quienes por tal acto han de perderla. No es, naturalmente, que nuestros puntos de vista sean idénticos a este respecto: Carlos García Valdés cree en la necesidad de la humanización de las cárceles y yo en la de que las cárceles desaparezcan para que los hombres puedan humanizarse. Pero el trecho por recorrer es tan largo que podemos hacer mucho camino juntos y las horas de estudio jurídico que él ha dedicado al tema, junto a su indudable voluntad liberalizadora, le convierten en la más positiva conquista que la desesperada lucha de los penados ha logrado arrancar a la Administración. Es lícito ver en este nombramiento un triunfo de la energía reivindicativa de Copel, pero también es justo reconocer el acto de buena voluntad que encierra. No haber respondido al asesinato de Jesús Haddad poniendo al frente de las cárceles alguno de esos verdugos que no faltan en el gremio es muestra de que cabe esperar que de ahora en adelante vayan siendo oídas por los que mandan voces más generosas y más audaces que las solidas.Desde esa amistad que me permito arrogarme contigo, quisiera, Carlos, hacerte uno de esos llamados a los que tan aficionados somos los de mi ineficaz gremio. La posible impertinencia del gesto la disculpan en parte mi perfecta incompetencia en temas en los que tú eres profesional muy documentado -lo que debe quitar a mis palabras cierto aire de querer dar lecciones a quien sabe más que yo- y mi independencia de cualquier opción política institucional, lo que evita que me convierta en representante de nadie, portavoz de nada ni «grupo de presión» miniaturizado, como suelen ser quienes tras su apellido pueden escribir siglas o rangos públicos. Te hablo, pues, sencillamente, desde esas gafas y esa barba que has visto y desde esa mano que ha estrechado la tuya. Es poca cosa, pero deseo creer que para ti es suficiente y de aquí la esperanza antes glosada en tu nombramiento. Paso a contarte francamente algunos ideales y muchas tareas concretas: no pocas de éstas últimas es de ti de quien las he aprendido.
Creo que la cárcel es mala, injustificablemente mala en sí misma, en su propia forma: pienso que es intrínsecamente perversa, como dirían los viejos teólogos. Es de un orden de maldad que no alcanzan la violencia espontánea -la que no teoriza ni hace propósito de sí misma- ni la directa injusticia de hombre a hombre: es la exclusión asumida como base de la convivencia, el tiempo convertido en castigo, el exilio tabicado de la era en la que ya no hay espacio para huir del Estado. Hay cosas malas por sus efectos o sus presupuestos y otras malas por su simple forma: la cárcel es una de estas últimas, como también, por ejemplo, la metralleta o la bomba de neutrones. Pero ante todo es el reflejo institucionalizado de la idea total que se aplica sobre la indecente y confusa diversidad de lo real, la igualación coactiva de lo dispar según un solo principio, la cohesión de la vieja comunidad pre-estatal conseguida ahora por la fuerza, tras la muerte de sus justificaciones transcedentes. Quien tiene ideas sobre la totalidad social ya ha levantado una cárcel en su corazón. La abolición de la cárcel pasa por -o se acompaña de- la disolución del poder separado en forma de Estado y por tanto capital. Hoy es una tarea imposible, o sea, una de las pocas tareas reales que pueden asumirse, no simplemente la repetición desanimada del proyecto del eran otro. Lo posible es justamente lo que ha de conquistarse desde la imposibilidad, pues ésta no puede avenirse con su condición: las otras posibilidades, las que ya son posibles, son simplemente formas de lo mandado.
Pero a ti, amigo Carlos, no se te ha nombrado para lo imposible, pues desde arriba sólo son posibilidades, es decir órdenes, lo que llegan. Y ese terreno de la posibilidad ya es suficientemente importante para los que hoy padecen prisión o mañana podemos padecerla como para que te conviertas en auténtica esperanza. Pues lo que si es posible y muy posible es que desaparezcan las celdas de castigo, esas cárceles dentro de las cárceles, como siniestras muñecas rusas de la coacción, lo que si es posible y muy posible es que acaben los traslados arbitrarios, los tratamientos «especiales» y discriminatorios a los presos que han luchado desde dentro por lo mismo que tú luchaste fuera, la explotación laboral de los reclusos, de los que -según dato que tomo de un estudio tuyo- no llegan al 20% los que perciben el salario mínimo, las interferencias y obstáculos en las comunicaciones con el exterior, sobre todo aquellas que por su carácter de asistencia familiar o legal son más imprescindibles, la infradotación de bibliotecas o espacios de deporte y recreo, etcétera... Y lo que no sólo es posible, sino imprescindible que desaparezca es esa estampa que apenas puede imaginarse sin náuseas: los cinco o seis hombres uniformados, alguno con sotana o con bata blanca, el hombre acorralado, solitario, reducido a la máxima desprotección, cuyos aritos nadie podrá oír y los golpes trituradores, hasta la muerte. Como un perro.
Desgraciadamente, el Angel de la Guardia se ha convertido en el Angel Exterminador, al que Buñuel imaginó clausurando a un puñado de personas en una impotencia enloquecedora. Pero a los ángeles se les representa con alas y contra las rejas, como ese que pintó Rafael en las estancias vaticanas, cuya luz acompaña a San Pedro fuera de la cárcel. Para que ese ángel llegue a volar hasta perderse en el libre cielo hay que empezar a pintarte alas, es decir, a borrarle rejas.
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