No: no es para tanto
De acuerdo con lo que debe creer todo cristiano, cuando nos, muramos habremos de dar cuenta rigurosa ante el Altísimo de todas las fechorías que hayamos cometido en vida. Luego, los justos, según dice el padre Mariana siguiendo a un terrible padre de la Iglesia antiguo, recibirán «gran consolación» de ver cómo los malos arden (o ardemos) en el Infierno, a perpetuidad. La pena parece un poco excesiva para castigar miserias humanas y la consolación» bastante repulsiva.Personalmente creo que estaba más en lo cierto que el jesuita talentado un monje ilustre de comienzos de siglo, cuando después de opíparo almuerzo, ciertos beatos ricos de Bilbao le preguntaban cómo se imaginaba la Gloria de los justos. El monje, hombre de mundo a la par que gran teólogo, les respondió: «Amigos, yo me figuro la Gloria como una sobremesa, mucho más plácida aún que ésta, que tendrá al Padre Eterno como anfitrión benévolo, al que se le podrán hacer incluso respetuosas y ligeras objeciones.»
Esto de que el justo tenga derecho a hacer ligeras objeciones al Padre Eterno me parece muy legítimo y más consolatorio que ver achicharrarse al prójimo. Más ahora me supongo en el trance de tener que dar cuenta de mis muchos pecados en el tribunal de las alturas y ante la posibilidad de convertirme en perpetuo chicharrón, si San Miguel Arcángel no lo impide. Si me dejaran hablar, como se deja a los acusados, creo que diría esto: «Con la venia de Su Eternidad, he de reconocer que mis culpas son infinitas y que no tengo más remedio que aceptar como justa la sentencia que me caiga encima. Pero ya que no voy a estar entre los bienaventurados con derecho a hacer objeciones, aunque sean ligeras, por esta sola vez querría pedirle una simple aclaración: "¿Puede explicarme Su Eternidad por qué en vez de haberme hecho nacer y vivir en la Atenas de Pericles, cuando se levantaba el Partenón, me ha hecho vivir en Madrid y en el tiempo en que se ha hecho la plaza de Colón?"» Porque, la verdad es que en esto parece que hay una notoria injusticia, ya que los que hemos vivido en estos tiempos no sólo hemos tenido que ver hacerse la susodicha plaza, sino que también hemos padecido un sin fin de males espirituales y materiales que pueden haber contribuido a que hayamos sido depravados e insensatos. Fácilmente se canta a Dios en la alturas un día de primavera en la floresta embalsamada. Cabe sentirse extraordinariamente romántico y generoso durante un atardecer con la Alhambra al fondo. Pero la época en que han proliferado los campos de concentración, los genocidios, las torturas y las violencias, hasta en purgas y rapados de pelo, no es para que se desarrollen sentimientos generosos y medianamente cristianos. Tampoco las clínicas operatorias, los tribunales de oposiciones, los recitales de poesías y algunas exposiciones son para salir con el ánimo benévolo. Parece que algunos existencialistas discrepan entre sí en lo de determinar si la angustia vital básica arranca del presente mismo o de la incertidumbre ante el futuro. Para los que no sentimos tanto la angustia y pensamos en otros sistemas filosóficos como más propios para nuestro magín, lo triste, no angustioso, es ver cómo se nos escamotean las cosas a lo largo de la vida y cómo el pasado es una especie de almacén de objetos y bienes perdidos por escamoteo.
Aquella chica de ojos brillantes y sonrisa clara, airosa como una gacela a la que mirábamos con embeleso, es hoy una mujer macilenta y triste. Aquel compañero que nos admiraba por su viveza, acometividad, seguridad de movimientos y confianza en sí mismo, es un burócrata fondón y aburrido. Se nos fueron los maestros, los artistas que venerábamos los padres y amigos. También los gustos, los olores, los paisajes. Escamoteo constante y cruel que nos fatiga y nos irrita al fin.
Hace algún tiempo me contaron que un pobre sacerdote de parroquia conocida se volvió loco y que dio muestras primeras de su locura, en una comunión matinal. Porque cuando tenía ante sí una línea de mujeres fervorosas iba acercándoles la Forma a la boca y con tina sonrisa irónica la retiraba luego rápidamente, diciendo: «La verás, pero no la catarás.» Así se produjo el consiguiente revuelo. Sí: «La verás, pero no la catarás.» Verás belleza, sabiduría, bondad. Pero cuando te acerques a ellas se retirarán o te las retirarán. Luego te quedará la imagen de aquellas visiones, que no dieron lugar. ni siquiera a un proyecto activo. La huella del dolor es más profunda que la del placer: más también el dolor pasa y deja recuerdos estilizados y bastante peligrosos, porque se cargan de un lirismo perverso.
Ya hay, así, quienes hablan románticamente de la última guerra civil, del mismo modo como, cuando era chico, oía hablar a algunos viejos vascos de la segunda, es decir, la que terminó en 1876. Recuerdos plácidos, recuerdos desagradables, recuerdos dramáticos. Todos producen tristezas y nostalgias. En vista de ello parece que lo que no hay que fomentar, por lo menos, son las sensaciones de angustia por las zozobras del presente o ante la posibilidad de la nada en el porvenir. Esta vida todavía puede darnos que hacer horas y horas: pero los estoicos ya decían, encarándose con la muerte: «Muerte no eres un mal.» No eres un mal porque la prolongación de la vida, con todo lo perdido, sería cosa monstruosa y aburridísima. Un Madrid con sesenta plazas de Colón. Una España con veinte guerras civiles. Un cuerpo con doscientas operaciones quirúrgicas. No. Añoremos como muchos poetas la pérdida de lo que había en la juventud; pero sin lloros y temores excesivos. No tengamos miedo al futuro. No es para tanto. Ya en vida hemos dejado bastante. No hay que cargar la lista de bienes perdidos ni de males posibles.
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