El PCE y el leninismo
Militantes del PCEEl Partido Comunista de España ha abierto un debate sobre el leninisimo de cara a su IX Congreso que se celebrará en abril de este año. Hasta ahora el leninismo ha sido criticado sólo desde el reformismo de los partidos socialistas de la II Internacional, mientras que los comunistas -con la salvedad quizá de figuras excepcionales como Rosa Luxemburgo- han conservado un respeto sacral a la figura de Lenin y han construido e internalizado una práctica política plenamente identificada con el leninismo, pasado además por el contundente tamiz del estalinismo.
El PCE ha lanzado de buenas a primeras y desde las propias filas del comunismo un hermoso debate que lamentablemente parece querer cerrar con una mera declaración doctrinaria: ya no nos llamamos marxistas-leninistas, sino marxistas revolucionarios.
Pero el debate sobre el leninismo es un debate de envergadura que pone en escena la autocrítica de un fracaso histórico y que, por otro lado, apunta a una nueva concepción del Estado, el partido y la revolución; es poner en cuestión toda la práctica política de los PC desde el fracaso de la esperada «revolución europea» en los años 20.
Una lectura de las tesis políticas propuestas al IX Congreso, en concreto de la escuálida tesis XV, nos deja en la perplejidad de si el abandono del término leninista es sólo una cuestión terminológica o una recuperación ideológica del reformismo socialdemócrata. En todo caso el fondo de la cuestión parece eludido. Si hay una cuestión, clave y específica en el leninismo ésta es la del partido, pero el partido leninista no es, como a veces se caricaturiza, un grupo terrorista de revolucionarios profesionales, identificando así a Lenin con Blanqui. El partido leninista no es un partido «separado de las masas».
Sin embargo, el leninismo tiene una forma particular de entender la relación del partido con el Estado y con el pueblo; el partido leninista es, en última instancia, el único órgano del poder político de las masas populares, es el partido dirigente; i.e., todas las demás formas de organizaciones de masas deberían estar sometidas al partido y, en la época de la dictadura del proletariado, el propio Estado debería ser controlado y dirigido por el partido. El partido constituirá así el espacio -prácticamente el único espacio- del ejercicio de la hegemonía de las clases populares. De esta forma, el partido condensa en sí mismo, y a su vez, tanto la democracia representantiva como la democracia directa al interior del Estado. En cierto sentido, en Lenin, Estado socialista y democracia de base de hecho se confunden o identifican, proyecto quizá ilusorio que llevaba en germen el posterior burocratismo soviético, como desde el principio había sabido ver Rosa Luxemburgo.
Cuestionemos el leninismo, de acuerdo (la revolución se ha esfumado tanto que hay que pensarla de nuevo radicalmente). Pero cuando hoy día se contrapone al partido leninista el partido de nuevo tipo hay que saber qué se entiende por tal partido de nuevo tipo. En principio una nueva concepción del Partido Comunista exige que tanto la relación militante-partido, como la relación partido-sociedad, sean pensadas de otra forma.
En cuanto a la relación militante-partido, debe basarse en un doble eje. En primer lugar, una mayor autonomía política de la base, un cierto policentrismo que, al mismo tiempo que elimine el sometimiento sacraI al poder absoluto de los comités, permita una mayor ligazón militante-sociedad, es decir, el militante comunista puede y debe ejercer su condición de tal no en la mera relación vertical con el partido, sino en una relación menos marginal y más horizontal con lo que podemos llamar, en términos gramscianos, la «sociedad civil» (los lugares de trabajo, los barrios, los ocios y aficiones, etcétera); de está forma, aparte de que el militante se sentída más libre, más interiormente demócrata se enriquecería además el movimiénto de masas y su autonomía. En segundo lugar, el militante debe tener capacidad para intervenir políticamente en el seno del partido, creando las condiciones para que la político del partido sea compartida y controlada su gestión desde la base, -o sea, una gestión democrática de dicha política. En cuanto- a la relación partido-sociedad, es un tema vinculado al anterior, pero que lo sobrepasa, ya que en esto están comprometidas directamente todas las formas de intervención política del Partido Comunista. En primer lugar está la autonomía del movimiento de masas, autonomía que para ser tal exige que las líneas de actuación de este movimiento, en todos los órdenes y campos, sean decididas en el interior de dicho movimiento; así, por ejemplo, la discusión nunca debe ser desplazada del movimiento al partido, los militantes comunistas no tienen por qué llevar una posición monolítica previarnente establecida. El PC puede y debe discutir el papel de las organizaciones populares en su propósito de extender y consolidar un tejido social que las clases dominantes y los partidos reformistas querrán minimizar al extremo, en beneficio de una supuesta democracia parlamentaria; pero el PC no puede imponer sus tácticas particulares. Para decirlo de forma resolutiva, debe abandonar consecuentemente (y no sólo en teoría) la tesis de las correas de transmisión.
Sin una autonomía real y absoluta de los movimientos de masas, sin su consolidación y extensión, continua y estable, de forma que incorporen a la mayoría de la población a una participación desde abajo en la lucha reivindicativa y en el control de la gestión pública, las organizaciones de masas serán siempre minoritarias y condenadas a ser correas de transmisión de los partidos políticos y de esta forma no avanzaremos ni un ápice en el camino del socialismo. Por otro lado, sólo desde esa radical autonomía de los movimientos de masas podrá obviarse el proyecto bipartidista, que, de esa forma, no encontraría resonancia en el conjunto de la sociedad, y la lucha electoral se establecería desde otros presupuestos de participación y responsabilidad políticos de la población. El PC debe convertirse en garantía real de esta real autonomía, comenzando por su propia práctica.
En segundo lugar, el PC debe estar en condiciones de plantear correctamente la cuestión clave de la articulación de la democracia representativa con la democracia de base. ¿Cómo? He aquí el reto. Ni de la forma leninista, ni de la forma socialdemócrata. Si se parte de otros presupuestos que los leninistas, entonces el partido no puede ser el espacio de la democracia de base, sino el que defiende ese otro espacio que está en otro lugar. Si eso parece utópico e ilusorio, si se considera que no hay otra forma de poder popular más que la ejercida en y por el partido, entonces atengámonos rigurosamente al leninismo. Pero el dilema no hay que plantearlo entre estatismo y «autogestionarismo». El movimiento autogestionario quiere volver las espaldas al poder del Estado, ese Estado Moloch, exterior y odioso, con lo que se condena a la inoperancia, a la «denegación» psicópata o al paternalismo del desarrollo comunitario; de hecho todos los partidos reformistas recitan la cháchara de la autogestión, lo que no les impide, sino todo lo contrario, dejar bien intacto y defender al Estado capitalista; cuando la socialdemocracia alemana (el ejemplo es elocuente) dice que hay que desarrollar la democracia de base como «bastión y segunda columna» sabe bien lo que dice: dejen quieta la primera columna -el Estado- y dediquen sus esfuerzos a esa «segunda columna» inocente e inoperante.
En la tesis VI para el Congreso se habla de «democratización del poder estatal», de «descentralización del Estado» y de poner en marcha «nuevas formas de democracia-directa en cuestiones que atañen a su condición de vida». Nos parece un adelanto, al menos literario, respecto a planteamientos anteriores, pero totalmente insuficiente. También UCD habla de «participación ciudadana». No es mucho decir eso: la cuestión está en saber qué se entiende por democracia directa y cómo se entiende la articulación -intervención de la democracia directa en la democracia representativa. En esto la tesis VI no va más allá de considerar la democracia directa como un poder de segundo orden sometido y separado del primer poder político del Estado. Se desmarca así de las posiciones leninistas, que dan todo el protagonismo a los soviets, pero desde la clásica posición socialdemócrata o incluso la del movimiento autogestionario tradicional, que dejaría intacto el poder del Estado.
No cabe duda que la cuestión de la democracia de base o democracia directa es muy compleja y oscura: ¿cuál es su techo?, ¿por qué su fracaso histórico?, ¿es un sueño utópico? Ya decimos que ahora está de moda hablar de ella, sin que sepamos bien si se trata de una, retórica del fracaso, de una recuperación reformista o de un nuevo planteamiento del Estado, el partido y la revolución. Es esta tercera opción la que debe ser planteada en el seno de los partidos comunistas. En este sentido considerarnos que el PC debe organizar su intervencién -en las formas de articulación de ese doble proceso democrático de lucha de clases, con el fin de debilitar el Estado capitalista, mediante la profundización de la democracia representativa pareja a una progresiva intervención popular en la gesión pública y en el Estado. No se trata de establecer un doble poder (por un lado el Estado, por otro un poder popular), sino de un mismo poder de clase centrado en la articulación de ese doble proceso democrático. ¿Acaso olvidamos que, en última instancia, todo PC se propone la desaparición del Estado?
Las formas de articulación y el destino de ese doble proceso democrático no son bien conocidas, ni parece que sea un camino de rosas precisamente, como ciertas descripciones superficiales nos quieren hacer creer. En cualquier caso la forma de dicha articulación ni es el doble poder, ni que la dirección del PCE se entienda sólo con el Parlamento y que la base se entienda, como Dios le dé a entender, con los movimientos de masas.
Lo que debería diferenciar un partido comunista de un partido electoralista es que su objetivo fundamental ha de estar en potenciar desde arriba y desde abajo un mayor protagonismo político de las organizaciones de masas.
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