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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un discurso conciliador

LAS PALABRAS del cardenal Enrique y Tarancón ante la Conferencia Episcopal Española (véase EL PAÍS de hoy, página 23) ponen de relieve el carácter y la actitud políticamente conciliadoras y humanamente progresivas de quien, tras más de siete años de haber dirigido los destinos de la Iglesia de España, ha sido reelegido, ayer mismo, como presidente del episcopado. Si en otras ocasiones hemos criticado lo que considerábamos un paso atrás de la actitud de monseñor Tarancón, cuando parecía reclamar un reconocimiento explícito de la religión católica en la Constitución, hoy hay que decir que su discurso inaugural de la Conferencia, con toda la ambigüedad que es propia a los textos eclesiásticos, no debe suscitar ningún temor en los círculos tradicionalmente más recelosos de la actividad de la Iglesia.Es evidente que la Iglesia española no constituye sólo una comunidad de fe religiosa, sino también un ingente aparato de poder. Y es evidente también que este aparato se ha visto sometido en los últimos años a un proceso de erosión múltiple en el que, por un lado, se han roto muchos de los lazos que unían a la Iglesia con los estamentos privilegiados de la sociedad y, por otro, se ha potenciado la secularización de esta misma. El cardenal Tarancón ha sido, durante este proceso, un gran moderador de tensiones y un buen incitador de novedades, provocando una dinámica de prudente renovación que en los últimos tiempos parecía haberse mostrado más dubitativa a la hora de defender los intereses eclesiales en terrenos como la enseñanza o el derecho de la familia. Por eso las palabras, cuando menos no beligerantes, del cardenal en su discurso de ayer deben ser valoradas en toda su extensión de invitación al diálogo con los no creyentes y con los seguidores de confesiones distintas a la católica. «Nunca estaremos con grupo de poder alguno o de partido», ha declarado el cardenal, sino «con el pueblo español», para pasar a señalar que ante los nuevos problemas que se plantearán, sobre el matrimonio, la familia, la enseñanza y otras cuestiones, la Iglesia no debe adoptar la actitud de rechazo ni tampoco la de simple defensa. En este punto, sin duda, el cardenal ha hecho un discurso electoralista, abriendo una vía ante los que suponen que no adoptar una actitud de repliegue podría convertirse en una beligerancia activa de la Iglesia en el debate político de estos problemas. Pero en cualquier caso las palabras de monseñor Tarancón han sido presididas por la mesura y el buen sentido.

En efecto, son muchos los problemas de la convivencia civil española que afectan al actual ordenamiento jurídico, impregnado del espíritu nacional-catolicista y es preciso que la Iglesia distinga, como el cardenal ha dicho, qué cosas son fruto de la defensa de su fe y de su evangelio y cuáles otras de una interpretación torcida y egoísta de los intereses del aparato de la propia Iglesia. Un derecho de la familia moderna que contemple la realidad social española y las aspiraciones de las generaciones jóvenes choca inevitablemente con algunos de los postulados religiosos que la Iglesia católica mantiene inamovibles para sus fieles. Un presión indiscriminada hacia el electorado por parte de la Iglesia, amparada en la necesidad de juicios o instrucciones morales a este respecto, puede contribuir así a deformar un debate político en el que se contemplan derechos ciudadanos que no deberían estar sujetos a cauciones morales diferentes a las que los representantes políticos del pueblo estimen necesarias.

En cualquier caso la actitud de monseñor Tarancón parece hoy más alejada de otras declaraciones recientes que suponían una presión objetiva y real del episcopado sobre los redactores del texto constitucional y evidenciaban un deseo trasnochado y absurdo de traspasar a la ley civil de los españoles las convicciones íntimas de los españoles católicos, por numerosos que éstos sean.

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