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"Federico Sánchez", el Partido y la condición intelectual

Importa que el debate incoado por la Autobiografía de Federico Sánchez no se extravíe en interpretaciones sobrepersonalizadas o anecdóticas. Importa, sobre todo, que ese debate no se extinga. La Autobiografía es en sí misma portadora de muchos elementos de denuncia necesaria. Sin embargo, creo que no sería coherente fundar el juicio último sobre ese libro -como algunos incontinentes de primera hora hicieron- en el solo espacio que sus trescientas páginas acotan. Porque el libro no estaba destinado ni a agotarse ni a cumplirse en ellas (es posible que en ellas apenas haya hecho más que empezar a escribirse), sino a rebasarlas en busca de una reacción tanto del medio general al que se dirige como de la institución a la que particularmente vulnera.Ambos objetivos parecen ampliamente conseguidos. El medio español ha absorbido y seguirá absorbiendo por lectura directa o por reiterado comentario verbal o escrito, la Autobiografía. Ya no será fácil escamotear su incómoda existencia. Alguna de las imágenes fraguadas con la burda iconofilia de la recién estrenada democracia se habrá cuarteado o habrá desaparecido con más dudosa o torva luz ante los ojos del lector inocente. (¿Votos que se enajenan? Si todo es cuestión de votos, acabemos.)

Los hombres del Partido, los señores del aparato, después de un fallido intento de silenciamiento, han hablado. Claro que todos ellos han adelantado la premiosa aclaración de que hablaban a título individual, y el propio secretario general ha indicado que sobre la dolorosa Autobiografía, el Partido en cuanto tal no había dicho nada. Sería interesante a estas alturas, no ya de desestalinización, sino de desleninización pretendidas o reales, saber qué cosa es el Partido en cuanto tal y conseguir que, en efecto, hablara para ver si tiene, en cuanto tal, voz distinta de la voz de su amo o sigue emitiendo solamente un oscuro vagido aprobatorio.

A la premiosa aclaración han seguido respuestas precarias, escasamente concluyentes, muy inferiores por su debilidad argumental y documental, cuando no por su escasa sindéresis, a las propuestas críticas o denunciatorias que pretendían rebatirse. He aquí un aspecto en el que la capacidad de denuncia de la Autobiografía ha rebasado el espacio del libro que lo contiene. Por un efecto de retroacción, la Autobiografía ha generado con las respuestas a ella dirigidas una autodenuncia de la pobreza retórica de los responsables del aparato, aunque esta pobreza sea sostenida por cada uno de ellos -heroicamente- a título individual. Y en ese aspecto, el libro de Semprún abre, en su propio espacio y -sobre todo- más allá de éste, un inaplazable debate no sólo sobre las estructuras del Partido, sino sobre la crisis retórica en que el marxismo ha entrado largamente. Esa crisis podría tener en nuestras latitudes muy agudas características. Parecería, en efecto, que el Partido Comunista de España está particularmente mal capacitado para una auténtica digestión crítica de su historia, y de su historia inmediata, es decir, de la historia protagonizada por los mismos hombres que en el día de hoy todavía lo rigen. A la crisis de la teoría marxista, tema abierto en la actualidad a debate público, habría que sumar la pobreza endémica que con respecto a esa teoría han padecido desde siempre ciertos partidos occidentales (puesto que de éstos se trata ahora).

Ya en 1965, Louis Althusser -quien, por cierto, no aparece en la Autobiografía con muy reconfortante luz- se refería abiertamente a «la ausencia tenaz, profunda, de una auténtica cultura teórica en la historia del movimiento obrero francés». «De hecho -añadía Althusser-, dejando aparte a los utopistas Saint Simon y Fourier, a los que Marx se complacía tanto en evocar, y excluidos Proudhon, que no era marxista, y Jaures, que lo era poco, ¿dónde están nuestros teóricos? Alemania ha tenido a Marx y Engels, y al primer Kautsky; Polonia, a Rosa Luxemburgo; Rusia, a Plekhanov y a Lenin; Italia, a Labriola, quien (¡cuando nosotros teníamos a Sorel!) se correspondía de igual a igual con Engels, y después a Gramsci. ¿Dónde están nuestros teóricos?» Al vacío que esa pregunta engendra habría que añadir en latitudes nuestras un fúnebre redoble. ¿Dónde están nuestros teóricos?

Parecería hoy evidente que esa precaria condición de la teoría, tan connatural a los partidos infraestalinistas, fue factor determinante de la perentoria solución que la crisis de 1964 tuvo en el partido español: la expulsión por prurito teórico -«intelectuales, cabezas de chorlito»- de Fernando Claudín y «Federico Sánchez». Los entonces militantes de base -como Javier Pradera gusta declararse- no recuerdan que las tesis de ambos fuesen objeto de un debate teórico en el partido. Recuerdan, en cambio, «una presión psicológica tremenda (el subrayado es mío) y ninguna discusión». Por aquellos días, en su casa de Ginebra, don Pablo de Azcárate, que no era un militante, sino un hombre de la Institución Libre de Enseñanza, al que le sucedía ser padre y pariente de varios miembros del Comité Central, solía repetir o repetirse: «Llevo toda la vida oyendo decir que Claudín es un genio y, de un día para otro, me dicen que es un burro. Esto ya no lo trago.» Las metamorfosis de Claudín: he aquí un problema que don Pablo de Azcárate acaso medite aún en la ultratumba. Problema que no era, se diría, de análisis teórico, sino de simples y directas tragaderas.

Refractarios a la teoría, recelosos de la inteligencia -con un recelo lamentablemente afín al de otros sectores de la historia nuestra que ellos mismos combatían- esos hombres son los mismos que -ya desestalinizados- siguen repitiendo lo que un grande del aparato ha repetido ahora: «Claudín y Semprún eran más bien intelectuales. Carecían del fuste que nosotros teníamos.» Fuste, dice el diccionario, es la parte de la columna que media entre el capitel y la basa. Es curioso cómo los estalinistas, aun desestalinizados, guardan una apenas secreta vocación de monumento.

Sospechosa sospecha de la inteligencia que la inteligencia no puede por menos que acusar. Sospecha o repulsa en que la inteligencia incurre de inmediato cuando se niega a legitimar -et pour cause- la supuesta racionalidad de una supuesta -e impuesta- práctica científica de la política o del poder. ¿Son estos los hombres llamados a navegar la crisis de la teoría marxista con un partido minoritario en una democracia otorgada? Vista desde ésta y otras muchas preguntas necesarias que en su propio espacio engendra, la Autobiografia tiene más condición de acto que de libro. Acto de súbita, brusca, escandalosa presencia. Testimonio con elementos discutibles, si se quiere. Pero habrá que discutirlos. A menos que la solución no sea, mientras el Partido en cuanto tal no hable, liturgia de tragaderas y silencio, igual que antaño.

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