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Tribuna:Ante el debate constitucional
Tribuna
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La Constitución y el consenso

Profesor agregado de Derecho Constitucional

Desde hace cerca de dos años vengo escribiendo en la prensa, y concretamente en estas páginas, sobre la necesidad imperiosa para nuestro país de poseer cuanto antes una Constitución que sea válida para todos los españoles. Dicho de otro modo: se trata de que contemos urgentemente con una norma fundamental basada en el consenso. Pues bien, ¿cuál es, desde esta perspectiva, la situación en que nos encontramos ocho meses después de las elecciones de junio?

Los comentaristas políticos, tras la formulación por escrito de las enmiendas al anteproyecto elaborado por la ponencia constitucional, suelen coincidir en que el voluminoso número de éstas ha roto el consenso en que parecía haberse gestado el borrador de la ponencia. Se ha hablado así del consenso «perdido», rasgándose muchos las vestiduras ante tamaño desaguisado. Lo que quiero demostrar en este artículo es que esta denuncia es superficial y falsa, mientras que lo grave, lo verdaderamente grave, esto es, el excesivo tiempo que se está empleando para llegar a la vigencia de nuestra nueva Constitución, es casi silenciado. Es más: un ilustre intelectual, y hoy político, ha llegado a afirmar en un resonante artículo en estas mismas páginas, que «no es urgente tener una Constitución» y que habría que «empezar de nuevo», porque el anteproyecto no tiene enmienda. Sé perfectamente que dar consejos a los políticos es tan poco útil como perfumar a los muertos, pero voy a intentarlo una vez más. Comenzaré, pues, tratando de demostrar que las 1.133 enmiendas, aun siendo preocupantes, no son lo más grave, sino que lo decisivo es acortar cuanto sea posible el ya dilatado tiempo de elaboración de la Constitución. El consenso no se ha roto por las enmiendas, pero sí se podría evaporar si el proceso constituyente no ve pronto su fin.

En efecto, sostener que el mencionado número de enmiendas ha acabado con el espíritu de conciliación y tolerancia en que han trabajado los siete miembros de la ponencia es cuando menos pueril. Recientemente la prensa nos ha señalado que en el proceso de discusión pública de la nueva Constitución de la URSS se llegaron a formular 400.000 enmiendas de todo tipo. No creo que nadie, ante la vista de este maratón reformador, pueda manifestar que el régimen soviético saltará pronto por los aires como consecuencia de la falta de consenso. Aquí no llegamos a esa cifra: la nuestra es mucho más modesta. Pero además es explicable: su aparición no se debe a enfrentamientos graves o insuperables, sino a la forma de su elaboración. Dos defectos graves son los que se pueden señalar. Por una parte, no ha existido un «pacto constitucional» a fin de que todos los partidos se hubieran puesto de acuerdo sobre las líneas maestras del anteproyecto a elaborar. Lo cual es curioso si tenemos en cuenta que, por ejemplo, Felipe González utilizó este eslogan como música de fondo durante toda la campaña electoral y si pensamos igualmente que tal condición era, además de necesaria, posible. Lo mismo que se ha conseguido la aceptación de los famosos acuerdos de la Moncloa en materia económica, se podía haber obtenido algo parecido en el terreno constitucional. Esto hubiera simplificado sobremanera la redacción del borrador inicial, comprometiéndose así los partidos a respetar las ideas básicas que después serían desarrolladas. Por otra parte, pienso que la ponencia, formada por siete personas competentes en el dominio del derecho, e incluso algunas de ellas en el concreto campo constitucional, no ha llevado a cabo su trabajo de forma satisfactoria. Primero, porque la cláusula de la «confidencialidad», además de irritar a la opinión pública y a los propios miembros de la clase política, ha impedido una mayor permeabilidad de las ideas de los destinatarios de la norma en cuestión. Y en segundo lugar, porque el trabajo de los ponentes, escalonado a lo largo de tres meses, no se ha hecho, dicho sea en el argot oficial universitario, con «dedicación exclusiva», sino más bien según algo que entra en el dominio del «bricolage» intelectual. Los siete ponentes, al mismo tiempo que elaboraban el borrador, se dedicaban, debido a la alta calificación que casi todos poseen en sus partidos, a tareas de estricta cocina política o parlamentaria. Así no era posible hacer un trabajo serio ni redactar nada original: se prefirió, por el contrario, el sendero fácil del plagio de los ejemplos ajenos, circunstancia por lo demás bastante común en todos los padres constituyentes. Ahora bien, lo peor no ha sido eso, sino que se ha abusado de la copia adulterada de los modelos elegidos y de su superposición, a veces incoherente.

¿Cuál ha sido, pues, el resultado? Los miembros de los partidos parlamentanios, ante su falta de cono cimiento y de compromiso con lo que se ha hecho, y ante los innumerables defectos técnicos del anteproyecto, se han afilado las uñas y se han lanzado por la presa. Pero de ahí a que se haya puesto en peligro el consenso media un abismo. Este se hubiera roto si los partidos con sus enmiendas hubiesen dirigido sus puntos de mira a implantar, mediante el marco constitucional, diversos modelos de sociedad. No creo sinceramente que sea este el caso de nuestro presente. A diferencia de otras épocas de nuestra historia, creo que mayoritariamente parece haber una creencia generalizada de los españoles de desear vivir en una democracia pluralista de corte europeo occidental. Claro es que tal afirmación no significa que no existan temas conflictivos en el anteproyecto, teñidos de connotaciones con valor ideológico. Materias como las autonomías, el sistema económico, la aconfesionalidad del Estado, la enseñanza, las relaciones laborales o la forma de nombrar al Presidente del Gobierno son lo suficientemente importantes para originar arduas polémicas. Dejo de lado el problema de la forma de Gobierno, porque, a pesar de ciertas posturas oficiosas, nadie que sea realista en política puede plantearlo seriamente por ahora. Pues bien, todos los «puntos calientes» que he señalado son susceptibles de encontrar un acuerdo o solución de compromiso, y ello sin poner en peligro el tan mencionado consenso, pero, eso sí: siempre que se pongan los medios adecuados para lograr rápidamente la versión definitiva de la futura Constitución. El anteproyecto, todos lo sabemos, tiene graves defectos técnicos, pero también posee una llama o espíritu acomodaticio que permitirá el juego plural de nuestra sociedad.

Lo grave, como decía al principio, no es, por consiguiente, el milenio de enmiendas. Donde yo veo la mayor gravedad es en el hecho de que todavía está muy lejos el día en que entre en vigor la norma fundamental. Las razones son muy claras. Después de salir de una dictadura de cuarenta años, de producirse pacíficamente un cambio de régimen, y de estar sufriendo el país una grave crisis económica, era necesario lograr que la transición fuese lo más corta posible. La excesiva tardanza en disponer de una Constitución que dé vida a nuevas instituciones políticas y que presida coherentemente el ordenamiento jurídico en su conjunto está produciendo curiosas paradojas normativas y políticas que nos acerca al concepto de la paranoia existencial. Se da una grave inseguridad jurídica al no conocerse con exactitud cuáles son las normas que se deben de aplicar, puesto que gran parte de nuestra normativa anterior no se corresponde ya con la realidad. Mientras que no exista un marco normativo fundamental, toda la legislación que elaboren las Cortes está llamada a ser flor de un día. ¿Cómo es posible poner en marcha una reforma fiscal sin tener en cuenta el futuro marco en este terreno que suministrará la nueva organización territorial del Estado? Hasta que no se apruebe la Constitución, se ha dicho, no se celebrarán las elecciones municipales, lo cual comienza a ser preocupante a la vista de la esterilidad y conservadurismo de los Ayuntamientos, que son todavía reductos de la clase política del régimen anterior. Y para no seguir con más ejemplos, baste señalar que mientras no tengamos Constitución no habrá un Gobierno realmente responsable ante las Cortes, ni la oposición llegará a saber cuál es el papel que se le asigna en una democracia parlamentaria.

Pues bien, ante todo lo expuesto, no se ha hecho nada para conseguir que el texto constitucional se halle listo en breve plazo. Más bien al contrario: tanto los redactores de la ley para la Reforma Política, con su absurdo sistema bicameral, que duplica inútilmente las discusiones en un proceso constituyente, como los nuevos parlamentarios, que no han previsto en el reglamento de las Cámaras la posibilidad de su reunión conjunta en los trabajos estrictamente constitucionales, están complicando absurdamente el momento constituyente. Las denuncias, en su momento, de ambas anomalías es claro que no sirvieron para nada, pero al menos ahí están. Ahora, temiendo igualmente ser ineficaz como en ocasiones anteriores, me veo en la obligación de señalar que, de no reaccionarse a tiempo y encontrar alguna fórmula eficaz, no tendremos Constitución antes del próximo otoño. Las prisas del Gobierno, evidentemente justificadas, por celebrar el referéndum constitucional antes del verano parecen, cuando menos, de color de rosa. El anteproyecto debe ser dictaminado por la ponencia a la vista de las enmiendas, después pasará a la comisión para su discusión, más tarde al Pleno del Congreso. El mismo procedimiento se pondrá en práctica en el Senado, y si hay discrepancias, se creará una comisión mixta que, de no solventar las diferencias, tendrá que solicitar la reunión conjunta de ambas Cámaras para su aprobación definitiva. Aun suponiendo que las Cámaras trabajen full time en esta materia, olvidándose de las demás, y que se utilicen adecuadamente las técnicas procesales parlamentarias, en las que cabe decir de pasada no parece estén muy versados nuestros representantes, es posible aventurar que su trabajo se extenderá todavía alrededor de seis meses a partir de ahora. E incluso, de no suceder esto, el tiempo necesario será mayor.

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