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Sobre el método comparativo aplicado a las ciencias políticas

La comparación es un principio del que usan todas la ciencias políticas, aun cuando el llamado «método comparativo», en sí, haya conducido a excesos y haya sido objeto de críticas en bastantes de sus aplicaciones antropológicas y sociológicas. Hoy quiero emplearlo de nuevo, hasta cierto punto, para procurar aclarar algunas graves cuestiones de la ciencia política que tanto nos preocupa, por la cuenta que nos trae. El primer uso al que me referiré es el de comparar la figura del dictador con la del padre. Las dictaduras del siglo XX han creado una imagen peyorativa de la paternidad y a ella se refiere mucha gente cuando emplea la palabra paternalismo para expresar ciertas malas relaciones. Pero si es verdad que hay padres bestias, idiotas, caprichosos y aún energuménicos, hemos de aceptar que también hay hijos que lo son... Mas nadie habla, que yo sepa, del filialismo como de un mal momento. Yo creo que puede existir, aunque no estoy muy seguro de ello, porque me llevé bien con mi pobre padre y fui un hijo de familia bastante decente. Que hay dictadores que se parecen a padres caprichosos es más claro que el agua. Y he de aceptar que sí: que los «papaes», como dicen algunos con dudas respecto a la formación del plural (yo tenía un vecino en el pueblo que hablaba de los «paragüeses», porque le desorientaba la «s» de la palabra paraguas), los «papaes» -digo- que han tenido los pueblos en el siglo XX han sido como para abominar del «paternalismo» dictatorial: -ahora parece que les toca la vez a los hijitos, que han sufrido cuantas azotainas, cachetes, coscorrones y puntapiés les han dado, lloriqueando más o menos. ¡Abajo el paternalismo!, gritamos todos con razones claras para no quererlo como forma de gobierno. ¡Pero ojo con los hijitos! Las dictaduras del siglo, con frecuencia, han sido como el régimen de una familia en que el padre es un tontiloco megalómano. La democracia puede ser como otro sistema en el que la familia esté constituida por una serie de hijos e hijas gastadores, desordenados y dispendiosos. Como niños que no atienden más que a satisfacer sus deseos de autos, motos, trajes, cuchipandas y bailoteos. No hablo de perfumes, porque eso de oler bien al prójimo hoy no preocupa demasiado. Todo lo que se quiere es agradable: pero, ¿de dónde sale? Hay un poder regulador, se nos dice, constituido por los partidos, los cuales ofrecen a los votantes toda clase de ventajas si se les sigue. Pero los partidos también son gastadores. Necesitan mucho dinero para elecciones, banquetes sacros y profanos, manifestaciones con viajes pagados, mítines con locales alquilados y (¡ay, lo que es peor!) programas de televisión, que hacen que el solitario abomine de la sociedad en general.El niño pinturero que gasta lo que no tiene, el que vive a costa de otros es, en muchos casos, el hombre público del día. También en las dictaduras. ¡Pero, pobre de él si en la democracia anuncia un programa de restricciones severas, donde hay que aplicarlo primero! Es decir, dentro del Estado. Porque lo cómodo es hablar del Capital, señor orondo y barrigudo (que es como la vieja imagen del Carnaval) y del Trabajo; que es como un hombre macilento y flaco, o una mujer comparable a la larga Cuaresma de Bruegel. Más escondido en su covachuela o en su despacho, mixto de lujo y de cochambre, está el tercer personaje del que nadie habla. Ni las izquierdas ni las derechas: el Estado, representado por una caterva de funcionarios de todas clases, que no están escandalosamente gordos, como el Capital-Carnaval, ni tristemente delgados, como la Cuaresma-Trabajo, sino que tienen sus carnecitas solidamente distribuidas bajo uniformes civiles y militares, togas, birretes y hasta casacas bordadas con hojas de laurel. El Estado está por encima de todo y el funcionario público es intangible. ¿A qué les compararemos en este intento metódico de comparar? Si el Capital es gordo como el Carnaval, si el Trabajo es flaco como la Cuaresma, si el dictador es como un padre arbitrario y la democracia como una familia de niños caprichosos: ¿con quién compararemos al Estado, para entender mejor lo que es? Los mismos funcionarios públicos nos lo dirían con una sonrisa doctoral: «El Estado es como un menor de edad y hay que velar por sus intereses, del mismo modo que el padre debe velar por los de sus hijos y el tutor por su pupilo.» ¡Excelente comparación! Lo malo es que al menor, si hace una fechoría, su padre puede pegarle una toña y al Estado no hay quien se la dé. Es más sugestiva y exacta la comparación con la tutoría, porque, según la experiencia, son muchos los tutores que se comen el patrimonio que administran... Tantos casi como los funcionarios que se comen los bienes del Estado y a la par defienden la moral pública y los avances sociales.

¡Cuántos habrá, por ejemplo, que siguen abominando de -los latifundios y que jamás hablan de los latisueldos! ¡Qué no habrán dicho graves funcionarios, bienpagados funcionarios, de aquella «plaga»!

Pero ahí están las revistas con anuncios de compras y ventas en que se ofrecen fincas de quinientas y seiscientas hectáreas a precios equiparables a lo que puede ganar en dos años el cocodrilo estatal, colocado en la ribera de su caudaloso Nilo, con los ojos bajos y la sonrisa beatífica en la boca Protesto de la irresponsabilidad del Estado-menor. ¿Pero, será verdad -por otra parte- esta apariencia seductora, esta comparación sugestiva con un ser indefenso? Pienso que hay engaño en ella, al fin. Es una fórmula para invertir los términos de la realidad que hace que el perseguidor aparezca como perseguido, el lobo como oveja y el responsable de los mayores desequilibrios como árbitro objetivo..., entre el gordo Carnaval-Capital, y el flaco Trabajo-Cuaresma.. ¡Gran Estado!, ¡esperpéntico Estado!, ¿quién te hincará el diente alguna vez? Será difícil en tanto en cuanto el método comparativo no nos ilustre más.

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