¡Adiós, Frühbeck, adiós!
Muchos aficionados a la música, que no pertenecemos a esa «casta divina» de abonados al Teatro Real (algunos de los cuales, aunque no todos, no siempre distinguen entre un violín y una viola), estamos contemplando, estupefactos, divertidos e irritados, el sorprendente strip-tease al que se vienen entregando en la última semanas el señor Frühbeck y sus más dilectos socios, con un impudor tan desenfrenado que mueven a la vergüenza ajena. Pero la carta que el señor Frühbeck ha enviado a ese periódico el pasado sábado rebasa las fronteras terrenas del ridículo para entrar de lleno en el reino celestial de lo grotesco.Ni entro ni salgo, porque no soy ni civilista ni administratiyista, sino arquitecto, en los aspectos jurídicos de la rescisión del contrato del señor Frühbeck, quien, por lo demás, parece ahora contritamente arrepentido de haber llegado a un acuerdo amistoso con la Dirección General de Música a ese respecto. Me gustaría, sin embargo, que el señor Frühbeck contestara a una pregunta formulada sin propósito retórico. Nos dice que firmó un contrato al año siguiente del fallecimiento del general Franco. Pero ¿cuál era la naturaleza de su convenio con el Ministerio de Educación antes del 20 de noviembre de 1975?
Lo que me interesa fundamentalmente es proclamar, en nombre de un sector de los aficionados españoles a la música, en exilio forzoso de la sala del Real, que el señor Frühbeck, aplicado burócrata del pentagrama y sudoroso bracero de los macroconciertos, ha sido el nefasto mediocrizador de una orquesta que había demostrado, con el inolvidable Ataúlfo Argenta, sus potencialidades para hacer «gran música». Podremos perdonar, pero no olvidar, que este director de origen teutónico, crecido a la protectora sombra del Cid, ha metido a nuestra primera orquesta en el impasse del mezzoforte y de la programación reiterada.
El señor Frühbeck ha sido, ciertamente, ovacionado por sus fieles organizados del Real. Pero ese falso prestigio del franquismo también ha sido silbado y abucheado en esta y en otras salas por sus mediocres actuaciones. Si no se tienen en cuenta estos hechos, sólo hay un paso para caer en la teoría de que el señor Frühbeck es víctima de esa conspiración judeo-masónica-marxista cuya evocación fue siempre tan del gusto de sus antiguos protectores.
Ante la farsa de «inquebrantable adhesión» al señor Frühbeck, escenificada por quienes son todavía más responsables que él del genocidio musical del que ha sido víctima España en la década de los sesenta y,de los setenta, sólo cabe decir, en un arranque de esperanza: «¡Adiós, Frühbeck, adiós! »
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