El nombramiento del presidente del Gobierno
Profesor de Derecho Constitucional
En el proyecto de Constitución, al margen de su valoración global, que no viene ahora al caso, existen media docena de puntos conflictivos que espero serán objeto de debates responsables en la Comisión del Congreso de Diputados. Uno de ellos, probablemente de los más decisivos, es el que se refiere a la forma de nombramiento del presidente del Gobierno. El borrador original, filtrado y publicado por la prensa, establecía un procedimiento en el que el Congreso de Diputados era casi protagonista: el Rey se limitaba únicamente a nombrar al candidato elegido por éste.
Ahora bien, como sabemos, la ponencia, a causa de la presión ejercida por los deseos de la UCD, que contaba inexplicablemente con tres miembros del conjunto de siete, ha adoptado otro sistema de nombramiento del presidente del Gobierno. De esta forma, tal procedimiento se orienta en el sentido de seguir fortaleciendo la figura del Rey, que cuenta así con unas atribuciones desmesuradas y que son impropias de una Monarquía parlamentaria moderna. En efecto, el sistema consiste en que, tras las elecciones, el Rey, previa consulta con los presidentes de ambas Cámaras y de los portavoces de los grupos parlamentarios, propondrá un candidato a la Presidencia del Gobierno. Este deberá exponer ante el Congreso su programa político y solicitar un voto de investidura o confianza. En el supuesto de que obtenga la mayoría absoluta será nombrado por el Rey. Si no es así, y tras el transcurso de diez días en los que no se haya conseguido la mayoría absoluta, podrá ser nombrado por mayoría relativa. Pero si tampoco alcanza ésta en el plazo de quince días, el Monarca disolverá el Congreso. y convocará nuevas elecciones.
El procedimiento expuesto, según lo regulado en el artículo 97 del proyecto, posee dos graves defectos: uno, de fondo, y otro, de forma. De fondo, porque se concede al Rey un papel predominante en la designación del presidente de! Gobierno, ya que dispone de un amplio margen de libertad para imponer su selección, al mismo tiempo que se coloca al Congreso en una posición estrictamente pasiva. El único papel que se le atribuye radica en la emisión del voto de investidura, negándosele la posibilidad, en el caso de que no esté de acuerdo con la propuesta real, de seleccionar por sí mismo otro candidato. Lo cual es grave, puesto que el Rey rebasa así el papel de árbitro que es propio de una Monarquía parlamentaria y moderna, añadiendo tal prerrogativa a otras sumamente importantes, como la de poder presidir el Consejo de Ministros, convocar el referéndum nacional o autorizar la celebración de tratados. Tal cúmulo de poderes es evidente que rebasa con mucho el espíritu de moderación y de arbitraje que, como digo, es el propio de la Monarquía de nuestros días en los países occidentales.
Es más: la inoportunidad del precepto es aún mayor si nos fijamos, en segundo lugar, en su forma. En efecto, la lectura del mismo nos sume en la mayor perplejidad ante su absoluta confusión técnica, y que podría dar lugar incluso a una aplicación legalmente arbitraria por parte del Rey. Probablemente su desgraciada redacción se deba en parte a que se ha mal copiado el artículo 63 de la ley Fundamental de Bonn, desvirtuándolo en su espíritu al no haberse adoptado en su integridad. Los problemas comienzan en el párrafo uno, al señalarse que el Rey debe consultar con los presidentes y portavoces de grupos parlamentarios de ambas Cámaras. Lo que quiere decir que, de aplicarse literalmente ese mandato, habríamos de esperar más de un mes para tener Gobierno, al no existir una coetaneidad en la constitución de las dos Cámaras. Como es sabido, la complejidad de la composición del Senado permite presumir que la Cámara Alta estará definitivamente constituida, con presidente y grupos parlamentarios, mucho después de que lo sea el Congreso
Pero la confusión aumenta si pasamos al párrafo cuatro, él cual indica que si el candidato propuesto por el Rey no obtiene en su primera presentación ante el Congreso la mayoría absoluta requerida para la investidura, se conceden diez días más a tal fin. Si transcurrido este plazo, dice el texto, «ninguno de los candidatos hubiera recibido la confianza del Congreso, por mayoría absoluta, el Congreso podrá otorgar su confianza por mayoría simple». Varias dudas se plantean ante semejante peregrina redacción. Por un lado, cabe preguntarse si se quiere decir que habrá diez votaciones, una por día, y, por otro, si es posible entender que el Rey puede proponer hasta diez candidatos, a razón de uno por día. Dicho de otro modo: el artículo no especifica ni cuántas votaciones pueden celebrarse en ese plazo ni si debe haber un único candidato o, por el contrario, cabe presentar, en ese plazo de tiempo, a más de uno, puesto que, como he subrayado, se utiliza el plural. Si es así, tampoco queda claro cuál de ellos es al que se le permite ser nombrado después por mayoría relativa: ¿al que haya alcanzado más votos?, ¿al último?, ¿al que decida el Rey?
Pero no paran ahí las cosas: el párrafo cinco del mismo artículo viene a aumentar el embrollo. En él se dice que si «en el plazo de quince días siguientes no hubiera sido posible el nombramiento del presidente del Gobierno de acuerdo con lo previsto en los apartados anteriores, el Rey disolverá el Congreso de Diputados y convocará nuevas elecciones». El plazo de los quince días queda también en la más completa nebulosa. ¿Se refiere a un total de quince días, es decir, diez más cinco, o, por el contrario, se dispone de quince días para lograr la mayoría relativa y, en este caso, son veinticinco? ¿Se trata siempre del mismo candidato o puede haber hasta catorce más, uno por día? La mención de un plazo, en lugar de un determinado número de votaciones, es, además de confuso, arriesgado. Quiero decir que si es realmente posible la presentación de más de un candidato, es necesario un margen de tiempo imprevisible para llevar a cabo las consultas con los presidentes y portavoces de los grupos parlamentarios de las dos Cámaras. Lo cual puede requerir mucho tiempo, y en ese caso los plazos fijados por el artículo 97 actuarían como una guillotina, dando lugar a que se tomen decisiones apresuradas e inconsistentes. Pensemos que en las monarquías nórdicas, en Italia y hasta en un sistema de tendencia presidencialista como Portugal, es necesario, a veces, más de un mes a fin de proceder a consultas, exploraciones y acuerdos entre los partidos parlamentarios antes de llegar al nombramiento del presidente del Gobierno.
En definitiva, semejante procedimiento de nombrar al presidente del Gobierno, que sólo sería viable en un régimen con bipartidismo en donde funcionaría automáticamente según los resultados de las elecciones es, cuando menos, en nuestro actual contexto, algo extravagante y peligroso, puesto que por el momento disponemos de un -sistema de partidos multipartidistas, con un electorado todavía fluctuante, poco consolidado. Digo extravagante porque no es posible deducir normas claras y precisas en una materia de tan gran importancia como es ésta, que queda así sujeta a una necesaria interpretación. Pero ¿a la interpretación de quién? El borrador original preveía que esta tarea fuera una de las atribuciones del Tribunal Constitucional. Sin embargo, en la redacción del proyecto ha curiosamente desaparecido, y aunque se pudiera entender que en puridad compete realmente a dicho Tribunal, no debemos olvidar que el problema se planteará tan pronto como haya nuevas elecciones y entonces probablemente no estará todavía constituido dicho órgano.
Y digo también peligroso porque el Rey, aunque sea difícilmente presumible, podría forzar, tras su no conformidad con un determinado resultado de las elecciones, a la convocatoria de nuevos comicios, agotando el plazo a causa de proponer candidatos-fantasmas, que el Congreso tendría que rechazar forzosamente.
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