La gran renuncia
La lectura del anteproyecto de Constitución, publicado en el Boletín Oficial de las Cortes el 5 de enero, ha tenido fuerza suficiente para arrancarme un momento a la desolación de mi vida privada y obligarme a escribir sobre su significación. He pensado que acaso algún día no me perdonaría el no haber sido capaz de avisar a mis compatriotas, cuando todavía es tiempo, de los riesgos que está corriendo nuestro país.Debo confesar que este anteproyecto es el primer golpe serio al optimismo político que me ha sostenido durante los dos últimos años. No creo que sus autores -al menos los más responsables- estén muy contentos del resultado de las labores de la Ponencia elegida dentro de la Comisión. Constitucional del Congreso. Este anteproyecto parece el resultado de una serie de compromisos -en el menos grato sentido de la palabra- que a su vez comprometen la realidad política de España.
La Constitución que se dibuja sería incapaz de despertar el menor entusiasmo, de ningún, tipo. La de 1812, la de Cádiz, iluminó hasta el heroísmo a innumerables españoles y a no pocos europeos, que la adoptaron con ilusión. La de Estados Unidos ha servido para inspirar y sostener durante cerca de dos siglos la vida política de un gran pueblo. ¿No podría aspirarse a algo semejante? ¿Hay alguna razón para dejarse dominar por la mediocridad, por la ausencia de toda noble ambición, de cualquier clase de imaginación política? El anteproyecto no resiste siquiera la comparación con la discreta Constitución de 1876, que dio medio siglo de democracia liberal a España, ni con la de la República de 1931, aquejada de graves defectos pero animada por un aliento político, por la voluntad de emprender algo nuevo.
A la hora en que el, pueblo español da muestras Sorprendentes de equilibrio, de concordia, de originalidad práctica, históricamente creadora, estimulada por un rey acogido con poca esperanza y que ha sido constan,emente superior a todas las expectativas, los encargados de preparar nuestra Constitución y consolidar los cauces de nuestro futuro parecen haber vuelto la espalda a todo eso y dedicarse con desgana a acumular todos los tópicos que corren por las redacciones y las reuniones de partido, que serán olvidados antes de cinco años, a empedrar la Constitución de articulos vacíos e inoperantes, piadosos deseos (y otros que no lo son tanto), deformaciones de la realidad (y de la lengua en que se expresa), y -lo que es más- a perseguir todo intento de originalidad, todo esfuerzo por manifestar lo que es, por dar cauces jurídicos a la realidad germinal de un pueblo prodigiosamente interesante, dispuesto, al cabo de cuarenta años, a tomar en sus manos su destino colectivo, a inventar otra vez.
Desde mediados de 1974 apenas he escrito más que sobre asuntos españoles, y cada vez más acerca de la realidad social y política de España. Preveía que el régimen que tan gravemente había pesado sobre nosotros tenía que acercarse a su fin; más aún, contaba con que en 1976, independientemente de los azares individuales, el mundo iba a entrar en una nueva fase generacional, bien distinta de la que entonces terminaría; es decir, pensaba que en todo caso habría que innovar, inventar, hacer frente a situaciones nuevas; en España y fuera de ella. Tenía conciencia de que si no estábamos preparados, si no teníamos unas cuantas ideas claras, precisas, adecuadas sobre los problemas de la vida colectiva, perderíamos nuestra gran oportunidad histórica.
He tenido -tengo todavía- profunda fe en España, que me parece uno de los países más interesantes y crea dores de la historia, con más vitalidad y más posibilidades no ensayadas. Lejos de toda petulancia -ningún gran país es petulante-, la mera consideración de lo que ha sido la contribución española a la realidad efectiva del mundo resulta impresionante para el que tenga un mínimo de sensibilidad histórica. Y si se mira la irradiación real de lo español, desatendiendo voces o silencios interesados, se adquiere aguda conciencia de responsabilidad, y resulta insoportable todo aldeanismo.
He sentido de manera apremiante la necesidad de un pensamiento político, escaso en todo el mundo, con consecuencias desastrosas, absolutamente urgente en España, cuando se dispone a cicatrizar del todo viejas heridas y emprender un nuevo camino en un mundo que acaba de empezar a cambiar. Si en alguna ocasión ese pensamiento es indispensable, es a la hora de redactar una Constitución. Si no se disponía de los recursos mentales necesarios o no se estaba dispuesto a ejercitarlos, más valía no hacerla. No es urgente tener una Constitución; es imperativo que no sea un estorbo para la vida colectiva, que no esterilice los esfuerzos, que no nos consigne a un repertorio de «ideas» maniáticas y extemporáneas. Una Constitución inadecuada puede comprometer la Constitución efectiva de nuestro país, que es lo que importa.
¿Cuánto se ha pensado para escribir el anteproyecto? No consigo descubrir huella de una reflexión inteligente, de un esfuerzo serio por representarse las condiciones reales de España y del mundo en que España tiene que vivir. Ni siquiera se ha tenido un mínimo esmero en la operación modestísima de escribir con alguna precisión y decoro lingüístico documento que pretende ser tan importante. Los votos, particulares, aun en el caso -infrecuente- de que aporten alguna mejora, no intentan siquiera replantear el problema a mayor altura.
Adelantaré mi pesimismo: temo que ese texto, con tal o cual modificación, sea aprobado y se convierta en la Constitución de España. La inercia de los partidos es muy grande; los tópicos tienen singular fuerza, y no se sabe reaccionar a ellos; la pereza humana es muy grande, y el que tiene en sus manos una comisión y redacta un texto tiene siempre las de vencer: el que da primero da dos veces.
Al anteproyecto le sobran innumerables artículos que no tienen ninguna significación política y constitucional, de los cuales no se siguen -ni se pueden seguir- consecuencias. Lejos de ser puro músculo y nervio, está lleno de tejido adiposo, de «relleno» destinado a adormecer a afirmaciones plausibles -o no plausibles- que contentan las manías particulares de este o aquel grupo, destinadas a conseguir que «ceda» en otro punto que interesa a un grupo parlamentario, aunque no interese a España.
Se ha cometido il gran rifiuto, como decía el Dante, la gran renuncia: a la originalidad. España tiene ahora que reconstituirse y organizarse; tiene que conseguir, una nueva articulación política y social de su territorio; tiene que inventar creadoramente una forma de Monarquía que no sea una antigualla ni un mascarón de proa, sino una institución viva, flexible, eficaz, interesante, superior a las pasadas y a las existentes en otros países, que no son enteramente actuales; tiene que definir su manera de actuación en el mundo internacional dentro de las estructuras a las que inexorablemente pertenece (Europa, Hispanoamérica, Occidente). Sobre nada de esto parece haberse reflexionado un cuarto de hora al preparar el anteproyecto, a no ser para obturar las posibilidades abiertas, para sustituir la realidad por cualesquiera ficciones o convenciones.
Voy a intentar examinar, de la manera más concisa posible, los aspectos capitales de la Constitución, aquellos en que nos jugamos particularmente el futuro nacional. Pero esa fragmentación, inevitable al tratar las diversas cuestiones, no debe hacernos olvidar que no se trata de «enmiendas»; creo sinceramente, y salvo el respeto a las personas que han intervenido en su redacción, que el anteproyecto no tiene enmienda. Si el Congreso tiene instinto de conservación -del país, de la democracia, de su propia función-, deberá rechazar la totalidad y empezar de nuevo. No importa haber perdido seis meses; la vida es siempre «ensayo y error». Lo que importa es perder uno o dos siglos de nuestra historia futura.
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