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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El liberalismo progresista

Senador por MadridLos derechos del hombre y del ciudadano son esenciales a las verdaderas democracias. En este sentido, el liberalismo ha triunfado plenamente, y todos los partidos políticos no totalitarios lo reconocen así: sólo es auténtica la democracia liberal.

Pero hay otro aspecto del liberalismo igualmente importante como ideario político concreto de aquellos ciudadanos cuyo valor supremo es la libertad. En este segundo sentido, es preciso que un partido político -bien organizado- logre canalizar, en el seno de nuestra democracia, los votos de esos millones de españoles que desean respaldar la opción netamente liberal que los partidos de esta específica «familia política» representan y posibilitan, con toda eficacia, en las democracias occidentales ya consolidadas.

El demoliberalismo, como sistema de organización del Estado, fue denostado machaconamente por Franco y sus seguidores, que en este punto coincidieron con los comunistas. Unos y otros proclamaron su desprecio por las «libertades formales» (a las que en realidad temían), mientras profetizaban el fin de las «decadentes democracias burguesas», cuyos pueblos -según ellos- acabarían siendo ganados por teorías como la del «caudillaje», la «democracia de la Ley Orgánica del Estado», o la «dictadura del proletariado».

Pero esos pueblos -entre los que ahora se encuentra el español- son más inteligentes que lo que suponen los dictadores o las oligarquías de cualquier signo. Saben que la democracia no es ninguna panacea, pero no ignoran que cualquier otro sistema de gobierno es peor. Saben también que sólo son democracias auténticas aquellas en que los derechos humanos y las libertades fundamentales están vigentes antes de la celebración de unas elecciones; porque si los candidatos que se presentan no pueden exponer libremente durante la campaña electoral sus respectivas ideas, sus programas o sus actitudes, los votantes cumplirán con el rito del voto, pero no podrán «elegir». Es lo que sucedía durante la era franquista y lo que sigue pasando en los países del Este y recientemente en Chile. Así lo reconocen ahora los eurocomunistas y los neofranquistas, que no sólo rechazan la dictadura del proletariado o la de un general, sino que proclaman que la única democracia verdadera es la de los países occidentales, esto es la liberal.

Ante el segundo aspecto del liberalismo: como ideario de un de terminado partido político, algunos preguntan si son realmente necesarios los partidos liberales. Pienso que la respuesta de muchísimos lectores será, como la mía, afirmativa; porque es sabido que son los liberales progresistas -no los conservadores liberales, no los democristianos, no los socialistas democráticos, no los eurocomunistas- quienes en realidad dirigen la política de las grandes democracias. Y lo hacen por una razón bien sencilla: porque a las demás fuerzas políticas les consta que los liberales auténticos estamos siempre abiertos a todo cambio político, económico y social que signifique un verdadero progreso, mientras, rechazamos las actitudes inmovilistas o los saltos en el vacío que pongan en peligro la libertad. Los liberales progresistas «consideramos importante subrayar que concebimos la libertad -y la persona humana- como algo en pleno dinamismo, que hoy conlleva con más rigor que nunca, además de la garantía y consolidación del ejercicio de todas las libertades cívicas, políticas y religiosas, el pleno ejercicio de la libertad en lo cultural y en lo económico ».

Si la historia del siglo XIX es la historia del enfrentamiento de libertades y absolutistas, donde los primeros representaron sin lugar a dudas el progreso, la historia de mi generación es la lucha a escala mundial de los liberales contra dos enemigos igualmente despiadados: los colectivistas y los reaccionarios, que creyéndose con derecho a imponer por la fuerza «su verdad», han resultado ser tan totalitarios y dañinos unos como otros para lo que más estima un ser humano: su libertad, su dignidad y su posibilidad de progresar en todos los órdenes por el propio esfuerzo.

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Hoy es muy claro que la política de los liberales favorecen en todas partes un dinamismo progresista que hace que ellos gobiernen en Europa una veces con partidos de la derecha y otras con los de la izquierda. No les preocupa la ubicación que les puedan atribuir en el mapa político; lo que les interesa es el progreso del conjunto de la sociedad.

En Alemania Federal, por ejemplo, los liberales participan minoritariamente en el Gobierno de mayoría socialdemócrata. Son liberales el presidente de la República, así como los ministros de Asuntos Exteriores, del Interior y de Economía, puestos clave en la política general de cualquier nación. Los liberales apoyan toda propuesta de los socialdemócratas que signifique un verdadero avance económico-social, pero se oponen a cualquier aventura. El resultado está a la vista.

En Francia, los liberales, encabezados por el presidente Giscard d'Estaing, cumplen igual función, pero en otro contexto: gobiernan con los «gaullistas», que constituyen una fuerza híbrida que se creó desde el Poder al estilo de UCD. Es indudable que esos liberales están favoreciendo el cambio de la sociedad francesa, mientras rechazan, de una parte, las actitudes nacionalistas anacrónicas, y de otra, el crecimiento excesivo del sector público de la economía, que preconizan socialistas y comunistas.

En Inglaterra, el papel de los liberales es decisivo. De todos es sabido que si allí tuvieran un sistema electoral de representación proporcional, los liberales, con sus cinco millones y medio de votos, ocuparían unos cien escaños en la Cámara de los Comunes. Como rige un sistema mayoritario, esos cinco millones y medio de votantes tienen que contentarse con trece escaños. Pues bien, ellos son suficientes para completar la mayoría parlamentaria que los laboristas precisan para poder gobernar. Lo están haciendo gracias al apoyo que les prestan los liberales, que les exigen como contrapartida el cumplimiento estricto del plan económico acordado, que implica muy serias restricciones en la política salarial y de precios. Mister Callaghan y las Trade Unions se ven obligados a respetar escrupulosamente ese acuerdo, porque, de lo contrario, el apoyo liberal desaparecería, el Gobierno laborista quedaría derrotado en el Parlamento, y habría que convocar nuevas elecciones generales, que podría ganar el Partido Conservador. La inteligente política de los liberales ha dado por resultado el resurgir espectacular de la economía británica durante 1977.

Y ¿qué pensar de los liberales canadienses, que llevan en el poder cuarenta años -con sólo un intervalo de tres- y han hecho de Canadá una de las más prósperas naciones de Occidente? Lo mismo cabría decir -con las naturales diferencias debidas a su distinta civilización- de los liberales japoneses, que gobiernan desde el final de la segunda guerra mundial. El progreso de su país durante esta etapa ha sido sensacional. Y en Australia, otro pueblo en franco desarrollo, los liberales acaban de ganar las últimas elecciones arrolladoramente.

¿Para qué seguir? Es evidente que el ideario liberal es una fuerza pujante en el mundo democrático. En Estados Unidos, donde la palabra «liberal, tiene una curiosa connotación extremista, el Partido Demócrata es en realidad un partido liberal. La ardiente campaña del presidente: Carter en pro de los derechos humanos y de las libertades políticas fundamentales lo confirma plenamente.

¿Será España -país donde se inventó la palabra «liberal»- una excepción? En modo alguno. Los liberales españoles somos tantos -aunque muchos ignoren que lo son-, que en las pasadas elecciones los líderes de partidos con otros idearios se dieron cuenta de que para ganar votos tenían que emplear -cosa que hicieron- un lenguaje liberal, Rilvocar valores liberales y apelar a sentimientos liberales, que de hecho ocultaron objetivos programáticos muy diferentes, o intereses de grupo que se querían perpetuar.

Por lo que respecta a mi elección para el Senado, pude comprobar, con la natural alegría, que a los madrileños-cualquiera que fuera su ideologia- les satisfizo poder otorgar su voto a un liberal.

Es notorio que el modo de convocarse las elecciones y la forma en la que desde el Poderse precipitó la creación de UCD fueron la causa de que los liberales españoles no pudiéramos contar con candidaturas netamente liberales a las que poder votar. Nos vimos obligados a repartir nuestros votos, según nuestras inclinaciones, entre los socialistas, la UCD y la Democracia Cristiana.

De ahora en adelante esto tiene que cambiar. Es de urgencia inaplazable «que el espacio político que nos corresponde no siga artificialmente cubierto por otros sectores políticos». Es preciso que quienes de verdad somos liberales -y, por tanto, progresistas- podamos votar a quienes tengan nuestro mismo ideario y sepan defenderlo, como tales liberales, no sólo en el Congreso de Diputados y en el Senado, sino luego, en el Parlamento Europeo, formando parte del grupo liberal multinacional.

A tal fin, liberales de diversas procedencias decidimos fundar, el 17 de diciembre último, el Partido Liberal Progresista. Estamos convencidos de que «nos incumbe a los liberales españoles constituir una gran fuerza política que recoja nuestra rica tradición de lucha por la libertad y por las libertades concretas, que la continúe en lo inalterable y la enriquezca atendiendo a las nuevas exigencias de la libertad en la sociedad de hoy». Ningún liberal -hombre o mujer- debe quedar al margen del empeño. Todos estarnos llamados a protagonizarlo. Es una tarea colectiva de abajo a arriba.

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