Doce horas diarias de juego de azar en tiempo de crisis
El antiguo bingo doméstico y el actual bingo electrónico son similares en su desarrollo y dispares en su desenlace. Antaño se jugaba por jugar; los céntimos y las judías pintas eran las monedas de curso legal sobre la camilla y constituían, más que un premio, un pretexto para dar el grito definitivo. En la vieja época, el bingo se celebraba siempre en día de fiesta y suponía la prolongación de una liturgia. Los números, tallados en fichas de madera, tenían nombre propio y una presencia concreta; simbolizaban objetos cálidos o seres vivos: la niña bonita, las banderas y los patos eran un universo rural más que un ejercicio de cálculo de probabilidades.En el bingo de ahora se ha perdido aquella condición artesanal: los ojos mágicos, los impulsos eléctricos y el tubo de vacío son, al parecer, una mano más inocente que la de la abuela, y las señoritas que cantan los números no tienen aquella voz diferente; son como unas niñas de San Ildefonso pasadas por la manga de colar el café. Vocean los premios como podrían anunciar la salida de un avión en un aeropuerto.
Sin embargo, aún se conservan el ritual de sobremesa y la sensación creciente de victoria que se experimentaba con la salida de cada número y, sobre todo, una emoción adicional: el premio en metálico.
Un apreciable número de bingos con tradición están situados en el centro de Madrid. Las salas de Bellas Artes, el Círculo Mercantil, la Gran Peña, el Casino de Madrid y una larga serie de casas regionales ofrecen una variedad de opciones a los jugadores.
En casi todas, la sesión de bingo comienza después del almuerzo, hora que históricamente representa el apogeo de los jubilados, como representaba la hegemonía del mus. A las tres de la tarde, los clientes veteranos de los bares y cafeterías de la calle de la Victoria, Espoz y Mina o Echegaray comienzan a agitarse como si el flautista de Hamelín estuviera pasando por la Puerta del Sol, y poco después toman posiciones en alguno de los bingos más próximos.
Alrededor de las mesas, los jubilados demuestran un humor uniforme. Suelen jugarse poco dinero: casi todos compran un único cartón, siguen la aparición de cada número con un imperceptible movimiento de cejas, como los antiguos procuradores en Cortes veían pasar a sus colegas hacia el escaño y cantan el bingo con la misma moderada vehemencia con que aquéllos formulaban sus enmiendas. A las cinco de la tarde, un bingo es como un parlamento preelectoral, pero sin aplausos.
Tres horas más tarde, los jubilados van desapareciendo, después de guardar cuidadosamente sus gafas de vista cansada y de ajustarse los sombreros de fieltro. Entonces, las salas de los casinos comienzan a llenarse de clientas de mediana edad.
La compra de la cesta
En el bingo, el atardecer es la hora de las mujeres, y el momento de máxima afluencia coincide con la hora de salida de los grandes almacenes. Maite Barreiro, vendedora de cartones desde hace tres años, está en el secreto. «Muchas de las clientas de media tarde son señoras que salen de compras y aprovechan la oportunidad para echarse unos bingos de tapadillo: son especialmente apasionadas y uno de los grupos más fieles de nuestra clientela. Algunas vuelven por la noche con sus maridos; entonces actúan con mucha desenvoltura, pero nos tratan como si no nos conocieran, para que ellos no puedan descubrir que son clientas habituales.» Las vendedoras de cartones y sus clientas habituales de media tarde tienen un pacto de silencio; saben que volver a casa con la cesta de la compra exige la maniobra previa de la compra de la cesta, y el bingo es una manera honesta y divertida de resarcirse del esfuerzo. Una vez en el hogar, las menos afortunadas tienen que dar siempre explicaciones muy coyunturales a sus maridos. «Pues sí: la vida está poniéndose imposible, ¿cuánto dirás que me ha costado este kilo de sardinas? Mil doscientas, hijo, y ¿qué me dices de este medio de carne de caballo? Novecientas. Sí hijo, que los hombres os creéis que con entregar la nómina en casa ya está todo resuelto: teníais que comprobar cómo están los precios, digan lo que digan los del Gobierno.» Y acaban haciendo responsables de su mala racha en el bingo a García Díez o a Fuentes Quintana.
Altas horas
A las once dé la noche toman la salida los bingueros genuinos, un pueblo lleno de gritos, billetes y alcohol, o simplemente resuelto a ponerle al día las horas emocionantes que le faltan.
Los casinos grandes y pequeños se llenan así de ciudadanos contradictorios. El rico solitario suele llevar bastante dinero, un traje pasado varias veces por la tintorería y la escritura de compra de un piso de ocasión. Maite sabe muy bien que nunca deja propina y que, en cambio, deja a la casa unas cifras regulares de beneficios, sin duda poseído por una inclinación tributaria anteriormente reprimida.
Llegan los jugadores asociados, los colectivos de la suerte, que comparten unos pocos cartones y, sobre todo, la emoción de creer en el premio final. Son los más ruidosos: más que cantar el bingo, lo proclaman. Su buena suerte siempre provoca una sonrisilla venenosa en el rico solitario y en un grupo de amigas cincuentonás que suelen llegar después de la novena o de la visita a la parroquia de San Ginés. Más allá, aparentando una total indiferencia, una mujer de mala vida y su protector dejan en manos de la suerte el final de un día flojillo. Y, al fondo de la sala, un currante anónimo va ajugarse las mil últimas pesetas en nombre de la Virgen del Perpetuo Socorro.
A altas horas pueden comparecer Jose Luis Coll sin hongo y con un bloc de notas; Bárbara Rey, que tiene tradición de ganadora en el Centro Riojano; Luis Folledo, el peso medio cesante que terminó cantando bingos en la Casa de Marruecos; Lolita Flores, su madre y su abuela; incluso Luis Emilio Calvo Sotelo. En cierto modo, el bingo es el último término de los cafés de artistas.
Dicen los responsables de las salas que la afluencia de clientes es directamente proporcional a la agudeza de las crisis económicas. A más crisis, másjugadores.
Y dicen los bingueros recalcitrantes que el azar es el único amigo en el que se puede confiar cuando ya han fallado todos los demás.
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