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Reportaje:

El Baile de las viudas

Como tantos otros lugares furtivos, el Baile de las Viudas está más allá de una esquina. Se entra en la calle Ricardo Ortiz, por Alcalá, y se da lo que un vecino llama el giro del político: se tuerce a la izquierda por San Emilio, luego a la derecha, por un patio a media luz, y se llega.El irreal sitio tiene una puerta principal con la inscripción Salida de emergencia, que es una confesión de los propósitos del baile; un segundo cartel con el título «Club Gibraltar», sin duda, en una alusión a su aislamiento, y un dibujo de un pentagrama con una clave de sol. Son las últimas imágenes del mundo exterior; cuando se entra, se tropieza con una claridad intermedia: los globos de cristal matizan la luz de unas bombillas discretas como claves de luna; a continuación, se percibe un aroma insolente, y, por un segundo, se piensa que dentro se han citado La Rosaleda y el Gasómetro.

Finalmente, dan en la cara el aire y las notas de la orquestina.

Crepúsculo interior

Y allí están las viudas y los galanteadores: ellas se dividen y subdividen en grupos, alrededor de las mesas. Unas parecen damas pías en trance de hacer una obra de misericordia, otras sonríen con picardía, como si estuvieran a punto de ganar una partida de cinquillo, y las últimas recuerdan inevitablemente una reunión de antiguas alumnas catequistas. Ellos, los galanteadores, van por libre: algunos están en edad militar y, otros, en edad de retiro; aquéllos hacen jugadas individuales: llegan hasta el córner: «Buenas tardes, prenda, ¿hace un baile, que éste es mi día?», y acaban señalando el círculo central. Estos, los veteranos, juegan la carta familiar: «¿Cómo va ese reúma? Anda, vamos a bailar y te recomiendo unas pastillas que son mano de santo», y casi nunca se les niega el baile.

Los recién llegados siempre tienen la tentación de preguntar a las viudas si son viudas de verdad, sin darse cuenta de que enviudar no es tanto perder un marido como asumir una soledad. Ana conoce muy bien la diferencia: «Yo he estado sirviendo toda la vida en una casa. Me encariñé con la familia, pero los chicos se casaron en cuanto se hicieron mayores y el señor se murió: queda la señora, que está muy enferma y apenas habla.» Como la mujer del chiste, Ana ha conocido muchas Navidades y pocas noches buenas; ella no ha perdido un esposo: ha perdido su tiempo. Tiene el reloj parado en Carlos Gardel y Rodolfo Valentino, por eso le ha concedido un baile a ese joven de pelo engominado -«¿Te diviertes, hijo?»-, aunque sospecha que él no está bailando con una mujer -«Sí, señora»-, sino con una cuenta corriente.

El arte de enviudar

Hay otras viudas fingidas, viudas de profesión, que ofrecen unas manos expertas y también una voluntad febril de ganar el tiempo perdido. Desde hace muchos años, Valentina viene demostrando dos adhesiones inquebrantables: el anís dulce y los hombres. Como muchas de sus vecinas, enviuda de siete a nueve, ve llegar a Pepe, «el general», con sus medallas y sus trajes de figurante, y se dispone a invertir mucho de sí misma en lo que queda de tarde. Otras han tenido peor suerte: Enviudaron a la fuerza el día que el marido se les fue a Alemania y no ha vuelto a dar señales de vida.

Vuelven la cabeza un taxista y un fontanero: «¿Ves a ésa que llega ahora? Es la suegra de Nadiuska en persona: sí, hombre: la madre del chiquito aquel que se casó para solucionarle no sé qué líos de la nacionalidad.» Y, por un instante, el destino quiere que la señora madre política de Nadiuska comparta un rincón con un calavera, una dama de Elche y el taxista que sigue mirando. «¿Qué le sirvo? ¿Una botella de sidra? Son 140 pesetas.» A las ocho y cuarto, sidra y mujeres.

Angela y el funcionario

Dos horas después del comienzo del baile, la atmósfera es más densa todavía. Las imágenes se hacen confusas: el vapor difumina las parejas más alejadas y establece planos y distancias. Detrás del telón de humo, los músicos forman un conjunto espectral, ahora, el sonido de la orquestina adquiere unas resonancias íntimas y profundas, como un mensaje musical de la posguerra.

En este momento, Angela concede un baile a un funcionario del Cuerpo de Correos. Es una auténtica viuda de cincuenta años, oficialmente una viuda consolable o común. Tenía un marido bueno, cariñoso y cumplidor, totalmente conforme con su trabajo de administrativo, y una hija que se fue de casa a los diecisiete años. Cuando él se murió, ella tuvo que aprender a toda prisa a pedir un cubata de ron; a coger el cigarrillo con la horquilla de los dedos, tal como lo hacía Marlene Dietrich, que fue la última vampiresa cuya carrera siguió de cerca y, por fin, a mirar a su alrededor como si padeciera un terrible complejo de superioridad.

Hoy, Angela venía dispuesta a todo: se puso un jersey de flecos y una falda de colores irreconciliables: rojo y azul. Antes de salir de casa se dijo lo que se dicen todas las viudas que van a dimitir: «Tengo que rehacer mi vida», y ese funcionario de Correos puede ser la solución, aunque ella haya dejado de creer en los amores a primera vista.

En términos costumbristas, Angela sería una viuda alegre. Pero, en realidad, es una mujer algo triste, quizá porque en el alma de todas las viudas hay siempre un salón con un ángulo oscuro, un reservado en el que el marido muerto sigue tomando pastas con café en las noches más frías. Las viudas auténticas son alegres con reparos; por eso alguien debe cruzar los dedos y desear suerte a Angela.

Mujeres de mala vida

Pasadas las nueve, se contrae una especie de embriaguez romántica y gris, una niebla que está por dentro, en la que se combinan misteriosamente el calor, las notas y las figuras. Y se entienden mejor milagros como el buen estilo de Paloma «La Coja», o la jovialidad sencilla del camarero.

Cuando el baile se anima y las posiciones ya se han definido, es fácil descubrir a Olga y a sus compañeras de mala vida, es decir, a dos docenas de mujeres que viven bastante peor que sus clientes. Olga se ha dado cuenta un poco tarde de que ella y sus colegas no tienen derecho subsidio de vejez, y está tratando de procurarse uno, a ser posible viudo, sin hijos, acomodado y católico, a la mayor brevedad. Casi todas han llegado desde distintas salas de fiestas, donde han sido alguna vez, muchas veces, la segunda esposa de un hombre de la clase media y la segunda amante de algún ejecutivo. Para ellas el nuevo lugar es un intento de aplazar la retirada y supone un reconocimiento de que los mercados lujosos y abiertos ya no les son asequibles.

Olga y sus compañeras comparten el problema común a todas las asistentes al baile, y las demás toleran y comprenden su presencia, seguramente porque no hay nada que iguale más las conciencias que la falta de compañía.

Pero a las nueve treinta, las historias que habían empezado a media tarde llegan puntualmente a su desenlace: Angela se ha despedido del funcionario de Correos, Valentina ha infligido un duro castigo a la botella de Chichón, Ana está haciendo cálculos para llegar pronto a casa para que su señora no se inquiete, Pepe, «el general», se bate en retirada, y hay en la pista muchos caminitos que el tiempo ha borrado, muchos intentos de bailar un rock que han acabado en pasadoble, y una desesperada melodía final.

Alguien debería cruzar los dedos y pedir que, dentro de un rato, cuando las viudas salgan a la luz y vuelvan a sentirse solas, nadie las mire de reojo. Alguien debería añadir un tercer cartel a la salida de emergencia.

«A las nueve treinta, prohibido sonreír.»

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