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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Honra y servidumbre de la democracia

Director de «El Socialista»El fervor democrático de los últimos meses ha propiciado una clientela de aluvión. Una gran mayoría de los españoles se ha sentido de pronto democrática como quien sufre un sarampión. Con esta disposición de ánimo, muchos españoles quieren encontrar un acomodo a los nuevos tiempos e incorporarse a la manera de entenderla vida en Europa. Es decir, se trata de una moda, pero con consecuencias- más graves que los trapitos de Yves Saint-Laurent. Y no es que esta actitud de precipitada homologación sea siempre oportunista, como dicen los reaccionarios del franquismo que todavía quedan. Hay gente de buena fe, quiero creer que la mayoría, que llega a esta conclusión pensando que ser demócrata supone un simple asentimiento a esta forma de interpretar la vida, y que el hecho de aceptar pasivamente la participación del pueblo en las tareas de gobierno ya faculta para llamarse demócrata y, lo que es más grave, para creérselo con pleno convencimiento.

La democracia es algo más. La democracia es una disposición activa que supone el acatamiento de lo que determina la mayoría y la participación en el acuerdo mayoritario, aunque lo acordado no sea de nuestro agrado. Supone el escrupuloso respeto a la opinión de los demás, sin querer imponer nuestros criterios por la fuerza y con la ayuda del grito y la algarada. Ser demócrata supone un decidido propósito de lograr los objetivos de la comunidad mediante la fuerza de la razón y no por la razón de la fuerza de que se valen los autoritarios. Ser demócrata no es solamente disponer de la democracia formal que otorga un determinado número de votos, sino sentirse representante de unos hombres, de sus ideas, propósitos e inquietudes, como una simple prolongación del grupo humano al que se representa; sin creerse un privilegiado de las urnas y sin protagonismos personales que nada favorecen al mandato común que debe ser el poder otorgado por los que delegan su representación. La democracia está lejos del apaño y la componenda. Es un instrumento de gobierno al servicio de la claridad, lejos de las estrategias que convierten los deseos de los que conceden su voto en objetivos partidistas, objetivos que suelen estar más cercanos al triunfo de los personalismos, o del partido político de turno, que del bien común.

Todo esto es la democracia, y algunas cosas más que se habrán quedado en el tintero; de donde se deduce que ser demócrata supone casi una forma de ser más que un simple estado de opinión. No cabe duda que esta forma de comportamiento requiere, como todos los comportamientos sociales, unos hábitos de los que España ha carecido durante cuarenta años. Instaurar de pronto los modos democráticos, la democracia misma, que por supuesto no acaban en el aparato formal del Parlamento, el Senado, las comisiones y las ponencias (de los que el pueblo suele tener un vago conocimiento) supone un entrenamiento que va a costar lo suyo en nuestro país hasta que lleguemos a la puesta a punto que poseen los países europeos con un alto grado de civilización.

Mi experiencia en Madrid, ciudad a la que llegué un poco por sorpresa, y de la que voy a marcharme con toda mi capacidad de sobresalto agotada, me ha proporcionado una valiosa experiencia sobre la práctica, el uso y el abuso de la democracia. Porque no es lo mismo defender desde provincia la democracia, extasiarse en los textos que la propugnan y denunciar desde el oficio de periodista -tan cercano a la política, quiérase o no- los abusos antidemocráticos, que vivir, desde el paraíso artificial en que se ha convertido la capital del Reino, los circuitos internos en que se desenvuelve la democracia.

Visto el espectáculo desde dentro, la lucha encarnizada de los políticos por hacer triunfar sus puntos de vista personales parece que se aleja de la búsqueda del bien común. En este caso, el ciudadano de provincia, que vive con curiosa avidez el incesante mercado de la cosa pública en esta gigantesca polis que es Madrid, sufre el primer desencanto cuando ante sus ojos, todavía impregnados de cierta ingenuidad pueblerina, contempla el duelo de unos hombres que dan la impresión de olvidar en la contienda las ideas que deben defender. Entonces empiezan las primeras contradicciones entre lo imaginado desde una perspectiva de buenas intenciones políticas, o lo aprendido en los libros y la realidad de lo cotidiano. Las palabras de Aristóteles, tan bien aprendidas un día, empiezan a quedar lejos cuando se recuerda aquellas primeras líneas de La Política (1) en las que se dice que los hombres, cualesquiera que ellos sean, nunca hacen nada, sino en vista de lo que les parece ser bueno. A primera vista, parecen muy lejos de la sentencia aristotélica las estrategias parlamentarias, los pactos y todo el andamiaje de recursos dialécticos que integran la vida política de verdad.

Más tarde, el observador imparcial, curado ya de espanto y lejos de su inicial utopía provinciana, empieza a comprender que la democracia, para ser posible, tiene que ser así, y que, paradójicamente, esa actitud ética ante la vida, cuya puesta en práctica sólo ve posible a través de la política (tal vez de vuelta de algunos idealismos religiosos), tiene que pasar por el tejemaneje de las contradictorias estrategias, si es que pretende insertarse en el área que exige esa ciencia de hacer realidad lo posible que se llama política. El hombre de provincia, en medio de la vorágine del madrileñismo político, hace un esfuerzo tenaz para convencerse de que éste es el sistema menos malo para lograr algunas metas en beneficio de la comunidad. Un buen día, atosigado todavía por la confusión mental que le hace dudar entre la sencilla industria de su pueblo, y la política de altura, encuentra en el mismo libro mencionado de ese ilustre griego que llaman el maestro del buen gobierno, las siguientes palabras: la naturaleza de una cosa (y aquí el estagirita también se refiere a la política) es precisamente su fin (2). Contento por no haber tenido que recurrir a Maquiavelo, nuestro hombre encuentra su tabla de salvación. Sin embargo, ya tenemos a punto de nacer un Maquiavelito. Quien hasta hace unos días olía al sano campo de su rincón provinciano, ahora está dispuesto a todo en Madrid con tal de hacer carrera política. Dentro de unos meses no habrá quien le reconozca. En su esfuerzo titánico por protagonizar la estrategia parlamentaria, en su lucha -sorda o enfática- por copar un puesto en una comisión o por ser figura relevante de su partido, habrá dejado lo mejor de su partido, habrá dejado lo mejor de su naturalidad rusoniana, la que trajo fresca y sin doble desde su pueblo, la misma frescura transparente que recorrió toda su provincia palmo a palmo durante la campaña electoral, con el entusiasmo en bandolera y el corazón por testigo, cuando creía que hacer política en Madrid, era coser y cantar, cuando estaba convencido de que el bien común era imposible olvidarlo en beneficio de situaciones personales. Ahora, su nostalgia de otro tiempo a lo mejor le hace asomarse a algunas declaraciones de la prensa diciendo que su verdadera vocación es de maestro rural, pero el aparato, su carrera, ya no le van a permitir que cumpla con esa vocación que ahora decora su imagen de político en olor de multitud.

En el seno de las organizaciones políticas, la lucha es más dramática. El forcejeo de los inútiles con los más inteligentes produce enfrentamientos lamentables. El insulto muchas veces se abre paso y la condición humana se empobrece hasta llamar dialéctica a lo que sólo es frustración. A veces, se buscan o se inventan trampas en la democracia interna más que para hacer valer un afán de protagonismo que para defender la propia democracia. Los llamados grupos autogestionarios sólo quieren ver en los elegidos defectos y componendas aludiendo desatención a la base, de la que se honran de boquilla, cuando lo que quiere, de verdad, es dejar de ser simple base (por no usar otro adjetivo) para escalar las esferas del poder, renunciando a ser miembro anónimo de una comunidad que persigue objetivos comunes. Mientras tanto, los que forman el aparato del partido, que afortunadamente suelen ser los más válidos, han de redoblar la guardia de la confidencia o la suspicacia para vigilar de cerca o a distancia a los que pueden poner en peligro su carrera política, hecha, muchas veces, a base de enormes esfuerzos y renunciaciones.

Y, a pesar de todo, todo tiene que ser así, si por encima de la condición humana (homo homini lupus) se respeta la democracia. Porque la democracia -más cerca de la perfección cuanto más se conozcan sus defectos de funcionamiento- sigue siendo el sistema menos malo para el gobierno de los pueblos y la salvaguardia del bien común, ya que a la hora de un consenso mayoritario, en los partidos donde la democracia existe de verdad, las flaquezas humanas, de los de arriba y los de abajo, no suelen vencer al sentido común. A pesar de todo, la militancia política, con todos sus errores y flaquezas, sigue significando, para los hombres que la asumen con honestidad, la vía válida para la adopción de una actitud ética ante la vida, para la satisfacción de unas inquietudes que llenan el vacío de aquellos que no quieren pasar por el mundo con una vida vegetativa en relación a la sociedad en que se insertan,

Los únicos demonios familiares a los que hoy debemos temer en nuestro país. son los que desde sus puestos de privilegio, conseguidos en un pasado reciente, siguen pregonando que todo sigue igual, que los políticos de ahora siguen buscando las mismas prebendas que los de antes. A esta estrategia de inhibiciones hay que decir que no con una profunda fe en la democracia, incluso ante los humanos egoísmos que hemos comentado. Lo contrario es caer en la trampa de que nada cambie para que todo siga igual que antes, atado y bien atado.

(1) La Política. Aristóteles. Duodécima edición. Espasa Calpe (Colección Austral). Pág. 21. (2) Idem, pág. 23.

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