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Topicos pedagógicos

Hablar de enseñanza es algo que gusta a las gentes de letras, y más todavía a los graduados en alguna facultad. Pocos somos los del oficio que sentimos cierta prevención contra el tema, por la razón de que, como otros importantes, nos parece que es objeto de manipulaciones no del todo decorosas. Alguna vez el que es cribe, en un arrebato de malhumor, he dicho, delante de amigos o conocidos, que la Pedagogía común y vulgar no es más que una forma atenuada de la Pederastia. Esto no es cierto, claro es: pero que la Pedagogía dista de ser lo que debía, parece más claro que el agua. «El problema de Es paña es un problema de educación», se dice y repite con aire solemne. Lo que no se aclara es si la educación que se preconiza es algo que dominan los pedagogos. Parece que no.Sócrates y los que buscaban audiencia en los chicos guapos de Atenas poseían unas ideas pedagógicas que (aparte de justificar levemente la «boutade» arriba transcrita) eran claras y se podían aplicar a una minoría de hombres de primera fila. Sócrates fue condenado por corruptor y ha quedado como un mártir de la inteligencia. Pero los pedagogos actuales, que no mueren bebiendo la correspondiente cicuta (aunque algunas veces la tendrían bien merecida) han contribuido a producir un tipo de gente que no recuerda a Alcibiades, ni a Jenofonte, ni a Patrón, ni a ningún joven socrático con ideales de belleza, bondad y verdad. ¿Se parecen más a los sofistas, a quienes se acusó de que cobraban sus lecciones? Tampoco veo la semejanza: ¿Dónde están los Protágoras del día? ¿Entonces, se parecerán a los pedagogos.más vulgares y elementales de -ha G recia clásica, que se escogían entre los esclavos para desasnar a los niños? No. El educador moderno es un hombre de más importancia social que el pobre esclavo, el cual, por otra parte, podía ser un gran filósofo, un estoico de temple magnífico. ¿A quién se parece, a quién se parece? ¿Al licenciado,Cabra? Sigo sin encontrar el modelo. He de construirlo por mi cuenta, porque tampoco en Los españoles pintados por sí mismos o en otra obra decimonónica por el estilo hay nada que me ilustre respecto a lo actual.

El pedagogo moderno, en el grado superior, es un alto funcionario del Estado. Protesta, casi siempre, de que su categoría es mayor que sus emolumentos. Es un hombre de gran responsabilidad. Casi tanta como la del «pumpiere» de una vieja canción napolitana: «Mariani».

«Mua chiamata muo duvere».

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No sé si cuando llega la ocasión deja un poco de lado a su novia, como la dejaba aquel importante funcionario municipal. Pero lo ,que sí es evidente es que a los que deja, con frecuencia, «infrisco» es a los alumnos. Se cumple mal y se exige mucho. Hay profesores que tienen fama de rigurosos, estrictos, porque ponen pruebas difíciles y suspenden fieramente. Para mí, esta es una de las más feas tartuferías pedagógicas que padece nuestra sociedad. Porque lo primero y principal que tiene que hacer el profesor es explicar mucho y bien. Lo secundario es calificar. El suspender a un 90 % de alumnos y sentar, así, plaza de hombre íntegro, me parece cosa fácil y en casos poco decente. La cuestión es que de cien alumnos, hasta los tontos hayan sacado algo de provecho del curso: sin cate o con él. La prueba difícil, el tope alto es, en casos, un subterfugio, una defensa de la propia pereza.

-¿Entonces es usted enemigo de la selectividad y de la selección?.

-De la «selectividad», sí. De la selección, no. Porque la segunda se hace por sí misma. Mas la primera palabreja huele a burocracia seudocientífica. Parece que da a entender que hay cuerpos, estamentos, personas, que pueden seleccionar con una precisión matemática e inexorable. Así como se mide el grado de alcohol o de azúcar, o de grasa, en el vino, a remolacha o la leche, así se puede ,medir la capacidad de un estudiante.

Cosa terrible sería que alguien inventara el talentómetro, de un lado, y de otro, el asnímetro, porque con estos aparatos acaso no quedaría títere con cabeza en altísimos organismos. Pero que yo sepa estamos lejos, muy lejos, de que se ideen y construyan estos aparatos de precisión, ni tampoco hay semáforos que den luz verde a los cultos y enterados y luz roja a tontos e iletrados.

Sin embargo, las pruebas se hacen cada vez más duras. Vivimos en un tiempo en el que se preconiza el triunfo del número uno, del superdotado. El principio de selectividad se aplica por doquier. ¿Pero se aplica bien? Yo, personalmente, lo dudo, a causa de mis recuerdos de profesional, que tienen más de cuarenta años de duración. He conocido profesores de Historia Antigua que no sabían latín. Otros que, al parecer, no sabían nada de nada. Pero, eso sí, seleccionaban. Ahora dicen que los cuadros de enseñanza están mejor que en 1940, aquella hora de la selección al revés. Es cierto que se sabe más. ¿Pero basta saber más para que feos y grandes defectos se rectifiquen? No. Hay deformaciones profesionales que existirán siempre. Otras se exageran en circunstancias como las que hemos pasado. Hace años se repetía con énfasis un pensamiento, atribuido a Mussolini, según el cual era mejor que el Estado contara con funcionarios que fueran buenos fascistas que con hombres competentes en su profesión. Yo nosésiesto lodijoel «Duce» o no, pero sí sé que la idea se aplicó aquí. Llegamos, así, a una situación pedagógica particular a base de adhesiones, juras ante evangelios y crucifijos, certificados etcétera. El fingir se hizo ley y el perjurio se institucionalizó. Vino luego otra etapa: pero el veneno de la mentira organizada ya estaba metido en la educación. Habría que eliminarlo para empezar a seleccionar bien. Luego habrían de llevarse a cabo operaciones no menos difíciles con respecto a vicios nuevos.

La época de Su Majestad el catedrático pasó, justamente, en el momento en que se metió a la fuerza pública en la Universidad y los palos cayeron de modo indiscriminado sobre las espaldas de alumnos y profesores. La voluntad de hacer esto demostró poca inteligencia política en quien la tuvo, por encima de las ideas y consejo de ministros, rectores, etcétera. El resultado de pretender arreglar los asuntos universitarios por vía cuartelaria ha sido peregrino. De tener que aguantar a Su Majestad el catedrático se ha pasado a soportar, como se pueda, las decisiones de asambleas estudiantiles de jóvenes vociferantes (nada platónicos o socráticos, en verdad) que deciden lo que hay que hacer, lo que les interesa, lo que no, etcétera, usando de un «Nos» mayestático o episcopal. Del bonito yo español en tres o cuatro tiempos, del popular.«YO, o, o, o, o,», o del delicioso «A mí, i, i, i», hemos pasado al «Nos: -«A nosotros no», «A nosotros sí». Es difícil saber quiénes somos «Nosotros». Pero, en fin, aquí estamos, como en las asambleas de los gennanos o de los celtas, de que hablan los clásicos, y de donde podían salir las peores decisiones. De su Majestad el catedrático ha pasado el poder a la asamblea o «foule» estudiantil, como de la autarquía modesta pasamos al consumismo más desenfrenado, y de prohibir que se usaran palabras como «restaurant» pasamos al uso del genitivo británico y a multiplicarel «pub», la «whiskería» y los locales que se llaman «Perico's», «Gitano's» y otras hermosuras por el estilo. Con la m isma solidez de principios. Yo no veo al monarca universitario destronado, ni a la asamblea tumultuaria ideando unos programas pedagógicos racionales, ni señalando con exactitud cómo han de establecerse las pruebas para llegar a realizar selecciones tolerables, o la «selección» estupenda y definitiva, como aquella en que creían los viejos darwinistas.

Si hay herencia de los caracteres adquiridos y lucha por la existencia, cosa que en la vida humana es más clara que en el mundo animal, lo que se puede predecir es que la selección se hará mal. Porque la herencia no es buena, y la lucha, cada vez más dura e incivil. No sólo nos encaramos con conflictos entre generaciones y con la antipatía de los jóvenes por los viejos, y viceversa, sino que entre los jóvenes hay una competencia fiera que, además, se ha considerado como sana y vitabzadora. En efecto, ignoro de qué tienda de comestibles anglosajona ha salido rumbo a esta tierra nuestra la imagen del joven dinámico, eficaz, agresivo si es preciso, que entra pisando,fuerte en todas partes, se impone e impone su producto, que lo mismo suele ser un electrodoméstico que lo que ha estudiado con el profesor tal de la flamante Universidad de tal. No ha y mejor detergente, no hay mejor cacao, no hay mejor método sóciológico o de otro orden. Los que no lo conocen o no lo usan son unos desgraciados. Claro es: «En este país» atrasado, sólo el joven dinámico sabe lo que se cuece de bueno fuera de él. No hay esperanza en «Paletolandia» si no se le da a él el poder, todo el poder electrodoméstico o pedagógico. Cosa conocida, cosa aburrida, cosa que indica subdesarrollo cierto: pero en el que adopta la astuta posición. No en los que tienen que aguantarla. Seleccionar, escoger, pesar, medir. ¡Fáciles cosas son! Que hay que hacer pruebas es evidente. Pero que con la Universidad que tenemos se pretendan aumentar, exagerar y aun forzar las de «selectividad», será un peligro mayor y más grave cuanto más tempranas y decisivas sean. ¿Cómo aceptar que la suerte de un niño o de un adolescente dependa de pedagogos o profesofées demasiado poseídos de su ciencia y en actitud defensiva? En cualquier profesión el hombre puede tender al ejercicio de la tiranía, hasta con una base bien intencionada: pero si hemos abominado de tiranías viejas, producidas por la teocracia o el militarismo, con bases tan sublimes como el amor de Dios o la defensa de la patria, no vayamos ahora a crear nuevas tiranías o poderes excesivos, sobre un fundamento tan magnífico como es el del saber, convertido en pruebas eliminatorias de suerte endomingada o fijadas pordecisiones de asambleas.

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