El espectáculo de la política y el espectáculo de la cultura
Aunque publicado después, el artículo de José Angel Valente, excelente como todos los suyos, «Una larga marcha» (EL PAIS, 29 de septiembre), se escribió, sin duda, entre la publicación de mis artículos sobre la política como representación y el último sobre la cultura establecida como re-presentación. José Angel Valente es uno de los escasos intelectuales españoles que, ayudado por su vivir fuera de España, lejos de esta anémica vida cultural, debilitada aún más ahora, si cabe, por la obsesión politicista, se ha liberado completamente de nuestra cultura establecida. La cultura no es para él, re-presentación, esto es, reproducción, reiteración, repetición de la cultura española durante la República o, dicho más exactamente, en sus vísperas. José Angel Valente lee -en vez, de limitarse a releer y, sobre todo, releerse- y reacciona creadoramente frente a -lo que lee. Por eso es muy grato dialogar con él, y es lo que quiero hacer hoy (a la vez que le agradezco públicamente el regalo de su reciente Interior con figuras). Valente abunda en mi idea de la política como representación o espectáculo y, aparentemente, la radicaliza: nada habría de válido en tal modo de vivir la política, de hacerla. Lo que, dicho en otros términos, significa que nada habría de recibo en nuestra política actual.Por supuesto, no creo que el presente régimen español vaya a mantenerse en su difícil equilibrio, o vaya a derrumbarse, de resultas de los ataques o defensas que Valente o yo le hagamos. Tanto menos lo creo cuanto que nosotros lo criticamos por demasiado poco democrático, en tanto que su caída, si por desgracia se produjera, se debería a que fuese considerado, por quienes acabarían con él, demasiado democrático. Mi posición es clara: pienso con Churchill, que la democracia (parlamentaria) establecida es el peor de los regímenes imaginables -con excepción de todos los demás...- que hasta, ahora se han realizado (Esta coletilla es mía.) Es, casi siempre, un espectáculo pobre, una especie de grande y monótona tertulia televisiva (en España, poco: se prefiere televisar al jefe del Gobierno, al jefe del Estado), en la que se pierde mucho tiempo, en la que se habla mucho y se decide poco (ya lo dijo, bien dicho, el parafascista Carl Schmitt); tertulia que, al modo de las pescadillas de las viejas casas de huéspedes, se muerde la cola, como alimentándose de sí misma, mal comunicada, dentro del edificio de los leones, con el país que, naturalmente, queda fuera. Pero con todos esos defectos, no es un espectáculo invisible, tenebroso, siniestro, en el que, tras el telón bajado, se dispone impunemente de las vidas y haciendas de los españoles. La democracia que tenemos -o tendremos-, la real, es mala, sí. La que añoramos Valente y yo, la imaginada, la utópica -pero las utopías son realizables, aunque generalmente no se realicen al modo que nosotros preveíamos- es, evidentemente, el mejor de los regímenes pensables. Tan bueno, tan bueno, que nos pasamos la vida propugnándolo y sin que llegue a cobrar realidad, salvo, lo que no es POCO, en nuestra esperanza.
Ya he dicho que no voy a defender la democracia parlamentaria con razones pragmáticas -tampoco es ése el papel del intelectual en cuanto intelectual-, las de evitar el régimenpeor en el que, tras ella, recaeríamos, puesto que mi inerme defensa de nada serviría. Lo que quiero mostrar -y me hago la ilusión de que empecé a mostrarle mi último artículo- es que la concepción de la política como representación debe ser radicalizada y extendida desde la cultura política -toda política es cultura política, aunque con harta frecuencia no lo parezca- hasta la cultura entera. También José Angel Valente, también yo, representamos nuestro papel -o nuestros cambiantes papeles-, el que hemos elegido y, en parte cuandomenos, nos ha sido socialmente asignado. No sólo la política, también la vida, el mundo y la cultura son teatro. Es probable que los pollticos sean másfarsantes que nosotros, pero nosotros somos tan comediantes como ellos. Claro, el político que, en las Cortes, se levanta de su escaño para hablar, es muy evidente que está representando con frecuencia, mal- el papel que su partido le ha asignado. Pero tanibién nosotros estamos, siempre, representando. Pensar que los intelectuales somos los «auténticos» -palabra ya tan desacreditada- y los políticos los «farsantes», es autoatribuirse -quizá como compensación a que a nosotros casi nadie nos hace caso, y a los políticos sí- el beau rôle. El Poder, inclusive el de la Oposición, corrompe, sí, pero también gasta. Nosotros, desde el cómodo y bien protegido sillón de nuestro cuarto de trabajo, declamamos, casi igual que los políticos, nuestro papel que consiste -nada menos, pero también nada másen criticar y, a lo sumo, proponer modelos utópicos, -pero sin exponernos a la intemperie de la vida pública, con sus asechanzas, su desgaste, su crueldad.
En suma, yo respondería a mi amigo José Angel Valente que ni él, ni yo, ni nadie, pidamos escapar de representar un papel. Es verdad que no he respondido a su punto: la irrupción espontánea que viene a chafar el espectáculo de alta sociedad política, la toma de la Bastilla, el Mayo del 68. Sí, admito que, de tarde en tarde, pueden darse siempre, sospecho, con algún entretallado de representación- «instantes» históricamente ppvilegiados de espontánea ruptura. Pero no podemos contar con ellos y, normalmente, la representación de la política, de la cultura- prosigue sin interrupciones. ¿Qué hacer entonces? Buenos podemos, y debemos, esforzarnos por representar bien nuestro papel. Representar bien un papel es recrearlo, innovar en él y, entre los dos extremos de la espontaneidad «salvaje» y la aburrida representación, hacer algo así como, según se prefiera decir, commedia dell'arte o living theater. Es decir, no limitarse a re-presentarlo. No reproducir el modo de la vieja política marrullera y declamatoria, ni el modo de la envejecida cultura impostada y escolástica. No repetir inertemente. No construir, en política, hoy, un palacio Suárez en Avila. Para lo cual es menester vivir activamente una cultura creadora, y no permanecer pasivamente dentro de la cultura establecida.
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