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Marchais no quiere gobernar con los socialistas franceses

Con programa común o sin él, la Unión de la Izquierda aún tiene posibilidades de victoria en los comicios legislativos de marzo de 1978: las que le sirve en bandeja la derecha gobernante dividida, de manera irreconciliable entre giscúdianos y chiraquistas y, por otra parte, protagonista, desde hace veinte años, de una gestión de la injusticia que ha hastiado definitivamente a media Francia.En espera de este escrutinio, decisivo a pesar del naufragio de la dinámica unitaria de izquierdas que había desencadenado la firma, en 1972, del programa común, una pregunta continúa quemando los labios de todos los que, en Francia y en el extranjero, habían creído en la Unión de la Izquierda como en la primera experiencia seria y posible contra el capitalismo industrial, basada en dos rupturas históricas: la de un partido socialista que se separa de la gestión socialdemócrata y la de un partido comunista quevuelve la espalda a la dictadura del proletariada, que abraza las virtudes de la democracia política y se manifiesta dispuesto a colaborar con todas las fuerzas progresistas para, lentamente, desbrozar el camino hacia el socialismo.

La pregunta histórica es la siguiente: ¿por qué para millones de franceses que iban a votar por la izquierda aún resulta inconcebíble lo que es una realidad desde la madrugada del último 23 de septiembre?

Un reciente sondeo de la opinión pública decía que el 28% de los franceses consideraban al líder comunista, Georges Marchais, responsable de la crisis de la izquierda, contra el 11% que culpaba al socialista, François Mitterrand. El propio PCF lo ha corroborado al dar una dimensión descaradamente electorista a su querella contra los socialistas: «El Partido Comunista francés no quiere subir al poder con el PS, porque este partido es más fuerte y, consecuencia inmediata, una vez en el poder, traicionará el socialismo, como lo ha hecho históricamente.»

Este razonamiento por parte del PCF explicaría todo lo demás: la guerra desencadenada de la manera más feroz contra el PS y su líder hace tres meses. El pretexto de las nacionalizaciones, de la defensa nacional, de la jerarquía de salarios, etcétera, y esta manera de razonar, simplista, del PCF, se explican en Fiancia de dos maneras: para la derecha, «los comunistas no han cambiado», lo cual, por simplista, no resiste ningún análisis; en la izquierda se matiza más: «los comunistas franceses han comprendido, pero no han digerido», es decir, sus colegas italianos y españoles les abrieron los ojos ante lo que ha dado en llamarse eurocomunismo, pero, a la hora de ponerlo en práctica, aún pesan más los demonios de mentalidades que durante medio siglo se forjaron en el dogma.

Desde que, en mayo, se inició la actualización del programa común, y con ella la guerra contra los socialistas, el PCF ha ilustrado, sin descanso, el conflicto que ha generado en él su reconversión a la lucha democrática por el socialismo: el patriotismo de partido heredado de la guerra fría forzó, la semana pasada, a un militante de Toulouse a confesar que antes de discutir sobre la crisis actual tenía que leer L'Humanité del día. El obrerismo de los tiempos románticos hizo declarar, hace pocos días, a un intelectual joven: «Mi mayor orgullo, en tanto que comunista, es que Marchais haya sido un obrero metalúrgico.» El vanguardismo dirigente, secuela de los tiempos de la dictadura del proletariado, hace creer al PCIF que «somos los únicos garantes de la aplicación del programa común». Su desconfianza visceral en los socialistas les obliga a creer sinceramente que Mitterrand será un «traidor».

Si la Unión de la Izquierda no llega al poder, a los historiadores les sobrarán razones para creer que ha sido porque, con razón o sin ella, el PCF no lo ha deseado.

En el plano interior, desunidas o unidas por razones electorales, más allá de marzo del 78, la izquierda o la derecha gobernarán difícilmente. Igual que en Lisboa Cunhal empujó a Soares hacia la derecha, en París, Marchais, en otras circunstancias, habrá operado de manera similar con Mitterrand, aunque éste se niegue a repetir el modelo portugués. En Europa occidental, el PCF habrá dado razón a los partidos socialdemócratas para no creer en la evolución de los comunistas.

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