Elogio del sofista
Todo parece aconsejarnos, y muy especialmente a nosotros, los españoles, la vuelta a la sofistica.
Antonio Machado: Juan de Mairena
Pudiera ser que el contenido de lo que suele llamarse democracia sólo fuese la adquisición o la situación otorgada de un grado menos insoportable de no-libertad. En Suiza, ese país que con ambigüedad tan flagrante se ha llamado una democracia testigo, (consúltese para juzgar la calidad de tal testigo el conocido libro Una Suiza sobre toda sospecha, de Jean Ziegler), Max Frish -en quien acaso habría que ver el talento más lúcido e incisivo que la bienaventurada confederación haya dado desde Guillermo Tell- escribe, en los fragmentos de su Diario correspondiente a los años 1946-1949, lo que sigue: Saber que hay grados muy diferentes de no-libertad, pero que no hay libertad, aunque todos los que tratan de oprimirnos la proclamen, es la condición indispensable para no hacer uno mismo el idiota.
La libertad no sería así predicable de las democracias conocidas más que por vía negativa, lo que acaso fuese el único modo de asegurar mínimamente un pensamiento libre sobre la libertad misma. De ahí que el pensamiento, ante los distintos niveles, más o menos otorgados, de atenuada no-libertad, sea ante todo una irreprimible apetencia de negación.
La actitud conforme o manifiestamente positiva o lamentablemente panegírica sobre la libertad en los contextos democráticos -el nuestro, por ejemplo, en el supuesto de que ya quepa considerarlo como tal puede no resultar de una mentira, en el riguroso sentido de la palabra, sino ser -como sigue diciendo Max Frish, ciudadano de una democracia modelo- expresión sincera de una opinión que no es consciente de su carácter condicionado.
En los contextos de poder dictatorial, el condicionamiento de la opinión se produce de una manera burda, impositiva, inmediata. En los contextos llamados democráticos, donde los niveles de no-libertad han de resultar a todas luces menos insufribles, el condicionamiento de la opinión no se, produce de modo directo, pues el poder actúa sobre ella no por imposición, sino por manipulación. Esa opinión manipulada, a la que corresponde desde el punto de vista político-social el derecho de libre expresión, puede expresarse, en efecto, en la más negra ignorancia de sus infranqueables condicionamientos.
Por eso, en los presuntos contextos democráticos el pensamiento ha de arbitrarse como pueda un área autónoma, un área pobre y no subvencionada, perceptiblemente distinta en todo caso del área de lo político que el Poder, por sí solo, totaliza. El pensamiento no conoce la obediencia como virtud. Pensar es siempre un acto de desobediencia, no sólo con respecto a los contenidos que el Poder propone, sino a los que el mismo pensamiento cristaliza.
En su Juan de Mairena, uno de los pocos libros modernos que nuestras modernas letras nos han dado, Antonio Machado escribe: La libre emisión del pensamiento es un problema importante, pero secundario, y supeditado al nuestro, que es el de la libertad del pensamiento mismo. Por de pronto, nosotros nos preguntamos si el pensamiento, nuestro pensamiento, el de cada uno de nosotros, puede producirse con entera libertad, independientemente de que, luego, se nos permita o no emitirlo. Digámoslo retóricamente: ¿De qué nos servirá la libre emisión de un pensamiento esclavo?
Así concebida, el área del pensar sería el último reducto habitable de la libertad en un medio cada vez más dividido entre la conformidad de la opinión condicionada y la repulsa radical -y justa- de todo condicionamiento emanado de los sistemas o aparatos de Poder, cualquiera que sea el color de éstos.
En un texto reciente sobre la censura en la antigüedad clásica, Moses I. Finley, el autor de Democracia antigua y democracia moderna, recuerda que (según puede leerse en Plutarco: Vida de Catón, 22.5), el filósofo ateniense Carnéades, con motivo de una visita oficial a Roma, pronunció dos conferencias, y demostró en la primera la existencia de la justicia natural para demostrar lo contrario en la segunda, según la más brillante tradición de la sofística. Ese pensamiento descondicionado y descondicionante, capaz de demoler sus propios supuestos, ha sido siempre un peligro para los aparatos de Poder. Catón pidió en el Senado que Carnéades y sus acompañantes -que, por supuesto, habían obtenido una considerable audiencia entre la juventud romana- regresen de inmediato a sus escuelas y practicasen su dialéctica con los jóvenes griegos; los jóvenes romanos deberán seguir oyendo el dictado de las leyes y de los magistrados como hasta ahora.
¿No tendría por única misión el pensamiento mantener -en la ciudad o en su extrarradio- esa obstinada, absoluta forma de libertad?
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