La responsabilidad del historiador
No pasa semana, ni apenas día, sin que tengamos ocasión de oír o leer las mayores inexactitudes y dislates sobre los últimos cien años de nuestra historia; el fenómeno se extiende, aunque con menor frecuencia, al pasado hispánico de siglos más atrás.Se me dirá que es asunto baladí, deformación profesional, por no decir manía, atribuir mucha importancia a esas lagunas de nuestra memoria colectiva. Disiento de tal opinión; y, sobre todo, porque no se trata de que se prescinda de la historia (lo que me parecería erróneo, pero menos grave), sino que se invoca la historia partiendo de falsas premisas o argumentando con errores de hecho.
Cuando un energúmeno apostrofó a Dolores Ibárrurí en el aeródromo de Sondica, hace cosa de un mes, tratándola de «asesina de Calvo Sotelo», no me extrañó el gesto fascista, sino la ignorancia sobre los hechos. Porque hoy en día todo. el mundo puede saber cómo y por quién fue asesinado Calvo Sotelo, con fuentes irrebatibles, y por mucha antipatía que se pueda tener a una persona o a un partido, cada cual sabe que ni Dolores Ibárruri ni el PCE tuvieron nada que ver en aquel drama.
Pero es que otro día tiene uno que leer que «Renovación Española fue un partido monárquico democrático», cuando está al alcance de cualquiera el pacto con Falange el año 1934, en cuyo artículo 4 «se proscribe el sufragio inorgánico y la necesidad de los partidos políticos», por no hablar del pacto con Mussolini y Balbo, ni traer a cuento una antología de Goicoechea o las «Memorias de Ansaldo», el documento.del «Bloque Nacional», etcétera.
Otro género de errores es más doloroso, porque está protagonizado por personas que lo escriben o dicen con la mejor voluntad. Así, una estupenda y joven. pluma que, sin embargo, escribe que el borrador de la Constitución de 1931 se encarga a personalidades como Jiménez de Asúa, que no era parlamenlario. Claro, nada más que diputado por Granada y presidente de la comisión parlamentaria. (Hay, sin duda, una confusión con el anteproyecto de Constitución encargado el 6 de mayo a una comision jurídica asesora, presidida por Ossorio y Gallardo, que, por cierto, también fue elegido diputado por Madrid aquel 28 dejunio.)
Otro día leemos que «la clase obrera retiró sus votos al PSOE en 1933», cuando: a) No se puede hacer un cómputo exacto porque en 1931 hubo candidaturas de conjunción; b) Todas las estimaciones hacen pensarque el PSOE perdió sí, la mitad de diputados, por ir en solitario a las elecciones con aquella ley Electoral, pero tuvo más de 1.80.0.000 votos, sin que el electorado le retirase su confianza.
Otra vez lo que leernos es que en 1936 no había Partido Comunista (¿qué alcance tendría entonces el Frente Popular y cuál su diferencia con la Conjunción de 1931?).
Constantemente estamos también oyendo referencias que demuestran un total desconocimiento de la historia de todos los pueblos de la Península. Seguro estoy de que en nuestra meseta son muchos los que ahora oyen hablar de la «Diada» del 11 de septiembre en Barcelona, sin saber qué significa esa fecha en la historia de Catalunya. Como nada saben tampoco de la abolición de los fueros vascos.
Sin necesidad de entrar en el tema de la historia como ciencia de análisis de sociedades en el tiempo, sino remitiéndonos al criterio generalmente admitido de que el conocimiento del pasado es indispensable para actuar en el presente y enfocar el futuro, tenemos derecho a preguntarnos por qué se da este fenómeno. En casi ningún caso se puede culpar de esa ignorancia al sujeto activo, que suele ser su primera víctima. Sabemos todos que si la dictadura censuró y mutiló los trabajos de historia (sobre todo contemporánea), seleccionó por razones extracientíficas el acceso a cátedras y puestos de investigación, convirtió los textos escolares en desdichadas hagiografías y en repeticiones de latiguillos maniqueos. no fue por casualidad. Se pasó, incluso, del nivel de «ideologización» al de manipulación. Pero ¿y hoy? ¿Es posible, es tan siquiera admisible que una mayoría de compatriotas sean todavía víctimas de este verdadero complot contra la inteligencia, ignorando o confundiendo los elementos básicos del pasado de España?
La primera responsabilidad de todo esto incumbe al historiador. Pero, seamos claros; la función de difundir los conocimientos históricos, y también la de investigar, se realiza, en buena parte, en lo que unos llam.an órganos de educación y cultura; otros, centros de hegemonía, y los de más allá, «aparatos ideológicos de Estado»; es igual. Hubo durante largos decenios los «funcionarios» de la historia (mejor sería decir de la anti-historia). Salvo honrosas excepciones, que todos conocemos, los otros se prestaron a la deformación, pusieron su piedra en «el muro del silencio», pretextando incluso que no era científico hacer historia contemporánea (con lo que llevábamos un retraso de veinticinco o más años respecto a otros países). Cuando en 1973 le dije a uno, por fórmula de cortesía y en una conversación trivial, que podríamos llegar trabajando hasta 1936, oí como respuesta: «Demasiado; hay que quedarse en el 3 1 ». Y en el 31 o antes se quedaron, a la fuerza tantos jóvenes historiadores, que no pudieron trabajar ni investigar, en tesinas ni tesis, la historia que querían.
Sé que voy a extrañar a algunos; pero creo que, igual que hay que terminar con esos sectores de aparatos de Estado, capaces de insultar y apalear a un diputado en Santander, también tiene que llegar la democracia a esos otros «aparatos» que fueron utilizados largo tiempo contra ella.
No se trata de caer en lo demagógico; el trabajo del historiador es independiente de la política cotidiana, y nada es más pernicioso que querer anexionarse la historia o pedirnos que demos por bueno todo lo que hicieron los antepasados de esta o aquella corriente política. Pero el conocimiento mínimo de la historia es indispensable para la práctica política. En la coyuntura que nos toca vivir es, por ejemplo, muy aleccionador conocer la historia del decenio de los treinta, cuando desde la Dirección General de Seguridad de un régimen democrático se conspiraba activamente contra él, para dar un golpe de fuerza en agosto de 1932; o cuando, como en Sevilla, se constituía por el gobernador civil una «guardia cívica», verdadero organismo policial paralelo, por enemigos del régimen (muchos de los medios señoritiles de allí), que llegó hasta a aplicar la «ley de Fugas» contra trabajadores.
Cuando, como hoy, se está elaborando una Constitución, un repaso histórico es harto saludable. Y, sobre todo, ahondar en la clásica distinción, que debemos a Lassalle, entre Constitución legal y Constitución real, dicotomía desarrollada para España por don Gumersindo Azcárate. Y también, cuando ocu rre algo tan inquietante como lo acaecido al periodista de Bilbao Juan José Romano, no está de más volver al origen histórico de la ley dejurisdicciones, a las condiciones en que nació, las fuerzas que la de fendíeron y la misión que le asignaban, etcétera.
Resumiendo: durante largos años, la historia ha estado deformada, tanto a nivel de difusión popular, como de formación docente y de investigación. Sabemos que persisten algunos «factores» (llamémosles así) de esa triple deformación, y no nos hacemos ilusiones sobre su desaparición. Precisamente por eso, cada historiador, a cualquier nivel que se halle, tiene contraída una alta responsabilidad. Para cumplirla, basta con aplicar aquello de don Antonio Machado: La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero.
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