El voto por la libertad y la democracia
Que el país se haya pronunciado tan rotundamente a favor de un régimen liberal y democrático ha sorprendido a algunos. Del franquismo a una democracia liberal parece haber un abismo. La derecha conservadora, para consolarse, ha hablado de «bandazos». En realidad, si nos fijamos no en el Estado, sino en la sociedad civil, hay más continuidad en nuestra Historia reciente de lo que parece, a primera vista. Porque lo cierto es que, aparte el hecho de que los valores de libertad y democracia hayan permanecido vivos en sectores varios del país desde muy antiguo, ocurre además que durante los últimos quince o veinte años esos valores han sido impulsados y reproducidos por múltiples experiencias sociales, económicas y culturales a todo lo largo y lo ancho del país.Fábricas, aulas universitarias, iglesias, pueblos, barrios obreros, colonias de emigrantes en Europa: todos estos y otros muchos ámbitos de vida social han sido el escenario de tolerancias, debates, compromisos y competiciones pacíficas por poderes económicos, sociales y simbólicos de toda suerte. Un año tras otro. Inconteniblemente. Hasta un punto en que el país ha llegado a percibirse como una sociedad (cuasi) «liberal y democrática» en la mayor parte de sus usos y tratos sociales, a la búsqueda y espera de un Estado que le corresponda. Como una «troupe» de personajes, su guión bajo el brazo, a la búsqueda no de autor, sino de empresario o director de escena que le permita «repetir» sobre el escenario político su performance de la vida cotidiana.
Puestos a votar así, ¿por qué elegir UCD y PSOE? O a sensu contrario: ¿por qué no elegir a sus rivales: AP y PC? El país está dispuesto a aceptar las credenciales liberales y democráticas del PSOE: e, incluso, de UCD-Suárez, cuya obra de gobierno ha desdibujado su obvia continuidad con el régimen anterior. ¿Qué hay en AP y PC que empaña su imagen como partidos «liberales y democráticos»? Las respuestas pueden parecer obvias a algunos, o no serlo tanto, pero forzoso será examinarlas.
Por lo pronto: que AP y Fe no hayan dado la «imagen» no es, sin embargo, un problema de imagen que se pueda hacer o deshacer en una campaña. Demasiada gente les asocia al franquismo y a la Unión Soviética, y, puesta a valorar su voto, decide que no es lógico darlo a partidos que no renieguen inequívocamente de su asociación con quienes en otras épocas u otro lugar no permiten votar.
Que ello se aplica a AP y el franquismo parece evidente. Que ello se aplica al PC y la Unión Soviética parece también obvio. El problema de la credibilidad liberal y democrática del PC no son tanto los cuarenta años de propaganda franquista (que al fin y al cabo ha podido reforzar la imagen del PC como una fuerza democrática), sino los sesenta años de ausencia de libertades y democracia política en la Unión Soviética.
La polémica actual sobre el eurocomunismo no puede hacer olvidar el hecho de que durante toda la campaña electoral el PC no se atreviera a discutir abiertamente el tema de la Unión Soviética. Probablemente, porque parte considerable de sus militantes sentía que la Unión Soviética seguía siendo la patria y el modelo del socialismo, y porque un compromiso que evitara el resentimiento de estos militantes pareció lo más prudente. El precio del compromiso fue, evidentemente, debilitar aún más la imagen «liberal» y «democrática» del PC.
Es difícil, por otra parte, que el país perciba el eurocomunismo como algo más que un compromiso con las circunstancias que no refleja los verdaderos sentimientos, hábitos y creencias del partido y sus líderes. La imagen que el país tiene de un hombre como Carrillo ilustra esta dificultad. No me refiero con ello sólo a que vea en él a la vez a quien es el portavoz del eurocomunismo, y quien fue un dirigente de la guerra civil, cuando no era el eurocomunismo en lo que se estaba o lo que se tenía enfrente. Me refiero, incluso, a la estimación de Carrillo como un «hombre inteligente». Pero no como «bastante» inteligente, a la manera como dicen que él caracteriza a Suárez, y posiblemente a Felipe González, sino quizá como «demasiado» inteligente.
Capacidad de realización
No es tampoco que «tanta» inteligencia «sobre». Por el contrario: tranquiliza -y presumiblemente le da votos (y en todo caso no se los quita de la izquierda del PC, donde hoy por hoy no los hay)-, y aumenta la tolerancia social respecto al partido. Porque esa inteligencia es vista como capacidad de adaptación racional al medio ambiente, que es, en este caso, adaptación al hecho de que España está, como toda Europa occidental, desde hace los mismos treinta años, con franquismo o sin él, guste o no, en el área de influencia de USA; y de que, a) si la probabilidad de que el PC llegara al poder por vía democrática podría desencadenar una intervención armada interior o/y de USA, b), la probabilidad de que un PC llegara al poder por vía no democrática desencadenaría con seguridad esa intervención. Si esto es así, algo semejante al eurocomunismo es un rasgo de «salud mental» o «realismo» de los dirigentes comunistas (o si se prefieren términos de alto coturno: un imperativo histórico), acompañado o no del despertar de sentimientos liberales y democráticos genuinos.
Pero justamente el punto de «demasía», el reproche de un exceso de inteligencia de los líderes, y, por asociación, de su partido, no hace sino expresar la sospecha que tiene el país de un defecto en la firmeza y la autenticidad de esos sentimientos.
Se percibe, creo, a Suárez y UCD, al PSOE y Felipe González, como quienes quieren construir un régimen liberal y democrático (amén quizá de mantener o transformar en mayor o menor medida un orden social y económico), y como quienes pueden hacerlo. Y esta percepción implica una opción por partidos más eficaces combinada con una opción por generaciones más eficaces.
AP y PC son percibidas como estando a la defensiva, pugnando por entrar en la escena, y sin acabar de conseguirlo. Obviamente, AP fue capaz de estar en el franquismo -en la época en que su capacidad de lucha política se medía por su capacidad para decir que sí- Pero a la hora de la verdad, cuando la lucha política se ha hecho real, no ha sido capaz ni de frenar ni de protagonizar la operación de la reforma política.
En cuanto al PC, los límites de su fuerza son evidentes, por lo pronto a causa del límite externo que le marca su tolerancia por parte del país. PC es percibido como algo que suscita intranquilidad y «riesgo», no es aceptado y puede ser «atacado» o «resistido» posiblemente con violencia.
Pero lo que el país quiere es «poder» y no riesgo de represión o impotencia. Y esto es lo que las imágenes de Suárez y Felipe González-PSOE suscitan por lo pronto, porque han demostrado ya que «pueden»).
Se percibe a Suárez, por ejemplo, como quien ha podido hacer lo que «sus mayores», Fraga o Areilza, no quisieron o no pudieron hacer. Como quien ha podido contra ellos, y contra esas generaciones de sesenta años y cincuenta largos, a quienes defenestró del Gobierno y a quienes puso firmes en las Cortes. Suárez dista de parecer un genio. Pero Suárez es quien ha hecho la reforma política, convertido los temas vasco y catalán en temas de elecciones y de negociación, rebajado en dosis cruciales la irritación del Ejército, abierto el cauce legal al movimiento sindical, etcétera. Sus hechos han decidido la forma y el ritmo de la transición a la democracia. Con la grave excepción de su política económica, Suárez y su Gobierno de gentes de cuarenta años, rebosante de segundos de treinta, han demostrado una energía y un saber hacer del que han carecido las largas series de ministros de todos los decenios anteriores.
Al otro lado del espectro, los jóvenes dirigentes del PSOE han conseguido, creo, una imagen paralela. También ellos han tenido su particular historia edípica: su defenestración de Llopis y otros gerontes del exilio, su preterición de Tierno. También ellos han demostrado ser «hombres de acción»: combativos, coherentes en sus compromisos, medidos en sus intervenciones. Los «cien años de historia» del PSOE, sus «conexiones con el socialismo europeo», su presencia en todas las provincias, su arrogancia misma en los tratos con otros partidos y con el Gobierno, al que se ha atrevido a desafiar, como quien puede hacerlo, porque es su igual: todo esto ha sido la exhibición de una capacidad para reunir y para utilizar enérgicamente una suma de recursos muy considerable.
Ahora bien, esta imagen de la «capacidad de realización» es muy importante. Porque encaja con una necesidad imperiosa del país en este momento por «resolver problemas», y en primer término el problema de su capacidad para hacer política. El franquismo se caracterizaba, entre otras cosas, por negar esa capacidad: por tratar al país como un menor de edad permanente al que había que tutelar. Pero esta regla de oro de la política del régimen anterior contrastaba profundamente con la experiencia civil del país, que ha sido una experiencia de esfuerzos y trabajos ingentes, pero también de resultados. Lo que el país necesita ahora es ver esa capacidad suya de realizar cosas trasladada a la escena política, como capacidad de hacer política: de tomar decisiones y de llevarlas a la práctica, reduciendo los costes y los riesgos inútiles.
No hay ya lugar para la morosidad propia de un tiempo histórico congelado donde «no pasaba nada», donde las decisiones se tomaban «lo más tarde posible», como a la espera de que las cosas quedaran como estaban o se arreglaran solas. Ahora estamos en un tiempo político «lleno», donde cada instante cuenta y requiere una decisión. Donde los problemas han de ser resueltos, y resueltos ya.
A Suárez y Felipe González, a punto de ser «demasiado imagen», les salva precisamente este aparecer ocupados en hacer cosas, o adoptando un aire de «preocupación» por cosas que se supone van a ser hechas pronto. Hoy por hoy, su estilo parece encajar mejor con el del país. Las generaciones anteriores pecan en esto por exceso de cautela. Tierno, por ejemplo, es persona de bien probada credibilidad liberal y democrática, y es persona vista como muy capaz: capaz por lo pronto de haber impresionado una parte considerable del electorado madrileño con mensajes donde predominaba, me parece, un recordatorio de las dificultades del presente.
Pero este punto supremo de la imagen de Tierno, el de su «veracidad» y su «realismo», es también su punto débil. Porque lo que él ofrece frente a esas dificultades es una actitud de sensatez y cordura, con el añadido de unos tonos emocionales y un estilo de paciencia y de perseverancia. Ocurre, sin embargo, que ese es un estilo demasiado próximo al estilo de «morosidad» de la época anterior -donde la Oposición no podía hacer mucho más que mantenerse viva, y, por tanto, que ejercitarse en la perseverancia-. Lo que fue, ciertamente, mucho, pero que hoy no es ya bastante.
En el fondo, a la generación antifranquista anterior le cuesta entender, muy comprensiblemente, la amarga lección histórica de que ellos no han derribado al franquismo. Y que, por tanto, se presentan ante el país con su sabiduría y su buena voluntad, pero también con el legado del doble fracaso histórico de haber perdido la guerra civil, y haber vivido como vencidos cuarenta años de posguerra. Es lección amarga para ellos y para todos. Y es, incluso, una lección injusta. Pero nadie dice que la historia sea justa. Y amarga y quizá injustamente, la historia va desplazando esta generación hacia posiciones de consejo, pero no de protagonismo.
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