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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Por una ley del Divorcio

EL MEJOR sistema para desvirtuar las cosas es mezclarlas. Acaso los gastrónomos y los fabricantes de cócteles Molotov no estimen lo mismo, pero se nos admitirá que el axioma es válido, al menos para los creyentes religiosos y para los legisladores políticos.Numerosas centurias, sólo interrumpidas por el lapso de la segunda República, han mezclado dos cosas tan nítidamente diferenciadas como el matrimonio civil y el matrimonio religioso (en nuestro caso el matrimonio católico). Baste recordar que el artículo 42 del Código Civil español hace al matrimonio civil subsidiario del católico.

Con el tiempo y la rutina, la mezcla ha llegado a resultar más ridícula que explosiva. Hemos abocado ya hace tiempo a una situación en la que el matrimonio civil ha sido simplemente fagocitado por el católico. El Estado se limitó (en inusitado sombrerazo ante la religión oficial) a dimitir lisa y llanamente de sus responsabilidades en este asunto en favor del control de la Iglesia católica. Y así, en este país, los españoles llevan siglos casándose canónicamente y pergeñando una firma en un libro de alguna sacristía para dejar constancia de que también para la sociedad civil habían contraído matrimonio.

Así las cosas, no resulta extraño que se hayan alcanzado cotas de ridículo y de fariseísmo, cuando no de tácita simonía. Del ridículo se han encargado algunos jueces de paz, que en su afán apostólico han, llegado a exigir a parejas que deseaban contraer sólo el matrimonio civil hasta el certificado médico de potencia del contrayente. En el fariseísmo han caído numerosos españoles no practicantes de la religión católica que optaron por el matrimonio religioso por comodidad, conveniencia social y siempre sin fe en lo que para ellos debiera ser un, sacramento. De la simonía nos hablan a diario las revistas del corazón: cómo el status económico puede influir decisoriamente en la aceleración de una anulación matrimonial. Ni la Iglesia católica ni la sociedad civil deben, a estas alturas, engañarse: aquí y ahora, el caso es que sólo la Iglesia católica tiene facultad civil para anular el vínculo de los casados. Y, al tiempo, quienes con mayor sentido cívico y mayor respeto religioso, sólo contraen matrimonio civil, superando trabas sociales y administrativas, no tienen ni esa última y costosa posibilidad del divorcio a la romana que nos depara el Tribunal de La Rota.

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Sólo los hipócritas podrían defender el actual estado de confusión cívico-religiosa que afrontan los españoles. Y el adjetivo no lo utilizamos a vuelapluma, ni el problema es menor. Es un tema de seriedad civil que resumiríamos en los siguientes términos:

El Estado ha de ser civil y no confesional. El Estado debe magnificar, hasta ceremonialmente, las obligaciones y derechos que los contrayentes asumen ante la sociedad y, en buena lógica, ha de arbitrar una ley de divorcio que disuelva uniones fracasadas.

Al Estado no ha de importarle, ni poco ni mucho, la confesionalidad de los contrayentes, parcela de estricta intimidad del alma, que no es de la competencia de aquél.

Los creyentes -católicos o de otras confesiones- deben en recta conciencia someterse a los dictados de su ley o regla religiosa, matrimoniar con arreglo a ella y respetarla. Pero respetarla o subvertirla en sus espíritus, en su moral religiosa. Es obvio -valga el ejemplo- que una persona de acendrado espíritu católico jamás optará por el divorcio que le ofrece el Estado civil. Pero será su problema íntimo, nunca trasplantable al terreno jurídico.

Todo se reduce en suma, a una manoseada cita evangélica: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Que las religiones impongan a sus fieles su ley moral y que los Estados apliquen a sus ciudadanos su ley civil. Algunas de las primeras exigirán la indisolubilidad matrimonial, pero cualquier Estado moderno admitirá el divorcio no sólo como derecho de los ciudadanos, sino, en cierta medida, como bien social. Toda Europa, a excepción de España, es divorcista, y no por ello la constitución familiar se ha quebrantado en el continente, ni en España los matrimonios son más estables o felices.

Una ley del Divorcio para España es, en suma, una necesidad urgente de miles de hombres y mujeres que esperan rehacer legalmente sus vidas sentimentales, un deber del Estado quien no puede dimitir obligaciones en favor de una confesión religiosa y un bien para la Iglesia católica, que no debe seguir apareciendo como responsable de que sus preceptos sean impuestos por la ley a toda una nación.

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