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Tribuna
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Sobre la moderación y otros excesos

La campaña electoral que va a desembocar en las elecciones del 15 de junio está siendo extrañamente moderada. Especialmente las declaraciones programáticas de los partidos y coaliciones, la presentación de los candidatos en radio y televisión. Se parecen demasiado. He visto un cuadro sinóptico de las diversas posiciones en materia económica, y cuesta trabajo distinguirlas. Casi todos los programas son largas enumeraciones de medidas de beneficencia, en, que se promete todo género de facilidades, a los niños, a los viejos, a los desvalidos, a las madres lactantes (si quedan), con retiro temprano, generosas pensiones, servicios de sanidad, etcétera. No se explica bien quién va a pagarlo; suele haber una alusión a la «reforma fiscal», en que se anuncia la imposición de onerosas contribuciones a los «ricos» o a las empresas -sin averiguar cuántas están en los números rojos, que es una de las manifestaciones más peligrosas de ese color tan politizado-: se supone que los amenazados son muy pocos votantes, y los demás se sienten tranquilos.Todo esto me preocupa un poco. Tiene un lado claramente positivo: casi todos los partidos y coaliciones comprenden que el pueblo español es moderado; o, si se prefiere, que está moderado. Adivinan que cualquier extremismo encontrará la repulsa de la, mayoría de la opinión y puede costar muy caro en las urnas.

Esto me parece admirable: que por una vez la demagogia sea un mal negocio. Hemos llegado a una situación histórica en que, lejos de triunfar el que más grite, parece aconsejable la afonía. De ahí el gris que está cubriendo, como una capa plomiza, la campaña.

Me inquieta esta inmoderada moderación porque tiene un elemento de falsedad: no todos los partidos son moderados. Algunos caen de vez en cuando en la cuenta y encargan a alguno de sus representantes recordar que son «los de siempre», que «no han cambiado», que «no renuncian a nada»; o que se solidarizan con la nada moderada política que nos fue impuesta sin ninguna moderación desde hace 41 años en media España y desde hace 38 en el resto.

A veces se efectúa una singular «división del trabajo»: de tres oradores, uno se cuida de tranquilizar a los más y otro dé no defraudar a los adictos, para que no desmayen. La solución sería perfecta si la mayoría escuchara al primero y el núcleo afín al segundo; lo malo es que como los programas de radio o televisión son cortos, todo el mundo atiende al conjunto y no sabe a qué carta quedarse: desconfía a la vez del «moderado» y del que no lo es.

Confusión en el elector

En cambio, hay moderados, moderadísimos de toda la vida, un poco retrasados, que no se han dado cuenta del cambio de situación y creen que hay que ser extremista, con lo cual se producen algunos «cruces» bastante divertidos, y el elector ya no sabe dónde tiene la mano derecha ni, por tanto, la izquierda.

Decía que hay partidos que no son moderados, que consisten en proponer soluciones extremas. Cuando llega la hora de la verdad, si tienen que explicar qué se proponen hacer con España, tropiezan con dificultades. Para algunos la cosa es relativamente fácil: se reduce a «moderar» su anterior inmoderación, a proponernos ejercer con mitigaciones -si es posible, sólo verbales- el poder que han ejercido sin la más mínima restricción durante decenios. Y no se diga que ya lo habían ejercido con moderación o con acierto. Lo último es posible, y no se debe negar a nadie sus méritos, ni se debe regatear la porción de acierto de tan largo período. Pero lo primero es simplemente falso: no hay moderación cuando se ejerce un poder sin límites ni control, sin ninguna instancia superior, sin ninguna ley que esté por encima de una voluntad que es única fuente de todo poder. El ejercicio de la violencia puede ser reducido -o localizado a aquellos puntos y momentos en que es necesario-, pero ello no implica la menor moderación política. En mi libro La España real pueden leerse estas palabras (publicadas previamente en La Vanguardia en el verano de 1974): «Los cambios políticos teóricos han sido mínimos... y aun los que se han producido... penden de una voluntad sin restricciones que los puede anular en cualquier momento; lo cual significa que no tienen verdadera realidad, ya que no se puede contar con ellos para proyectar el futuro ni para ninguna acción real. No existe ningún derecho político que no, pueda ser revocado sin más trámites, y puede retirarse cualquier delegación de poder por una mera decisión. Los españoles seguimos interrogándonos acerca de nuestro futuro nacional y esperando que nos sea notificado, como en 1939.»

Al otro lado del espectro se usa una'argumentación muy curiosa; se viene a decir lo siguiente: va mos a hacer tales y cuales cosas, -aquellas en que consiste nuestro partido, las que siempre ha afirmado y realizado en su larga historia-; pero no se preocupen: todavía no, no de un golpe, sino por sus pasos contados lentamente.

Es decir, unos ponen la inmoderación muy lejos, en el pasado, y le quitan importancia. Los otros suponen que al país no le gusta ir adonde le proponen, pero Io tranquilizan diciéndole que no será mañana mismo, que tendrán tiempo para irse «haciendo a la idea», es decir, para resignarse.

En 1820, cuando se restableció -por breve tiempo- la admira ble Constitución de 1812, los liberales se escindieron en dos partidos, que llevaban dos curio sos nombres: el moderado y el exaltado. Este último nombre, tan prodigiosamente romántico, es extraordinario: un partido que no se define por su contenido, por su programa, por su política, sino por su exaltación, por su temple. Los antiguos liberales de Cádiz fueron en su mayoría moderados, sobre todo porque querían que siguiera habiendo Constitución y liberalismo; los exaltados eran los nuevos, los recién llegados al liberalismo y querían sobre todo exagerarlo y, más aún, irritar a los adversarios (que eran muchos y muy brutos). Los exaltados se salieron con la suya, y en 1823 teníamos a los Cien Mil Hijos de San Luis, y con ellos el más feroz despotismo de Fernando VII y una nueva emigración que había de durar diez años. Las izquierdas suelen ser «irritantes»; las derechas suelen ser, en vista de ello, «gobernantes» (y por larguísimos períodos).

Moderación equivale a respeto

La moderación tiene un sentido positivo: el que se deriva de tener en cuenta la realidad. Por lo pronto, la estructura objetiva de las cosas; las condiciones de la economía, por ejemplo, la elasticidad que pone un limite a los salarios, o a las huelgas, o a los impuestos, o a las pensiones, o a los servicios sociales; o al aguante de los que carecen de demasiadas cosas y tienen un horizonte económico cerrado. O las exigencias de las instituciones, por ejemplo, la Universidad, que tiene ciertos requisitos sin los cuales no funciona. O bien la voluntad de las personas, individualmente o en grupos profesionales, regionales, estamentales, políticos. Cuando se tiene en cuenta la realidad hay que moderar en vista de ella toda opinión o preferencia particular. Moderación equivale entonces a respeto, a civilización; o simplemente a inteligencia.

Pero no hay que confundir la moderación con el gris plomo. Se puede ser moderado y a la vez brillante, apasionado, entusiasta, ingenioso, imaginativo, inventivo. ¿Es que no se puede sentir entusiasmo más que por lo torpe, extremoso, tosco, simplificador? ¿Es que va a limitarse el entusiasmo a lo hostil? ¿Vamos a identificar entusiasmo con fanatismo?

La empresa de establecer una España libre, llena de hombres libres, que decidan su futuro y no se enteren de su destino por los periódicos, hecha de respeto mutuo, llena de iniciativas y oportunidades, con diversidades estimuladas y no sofocadas, con la fuerte unión de un propósito convergente, no enjaulada en fórmulas abstractas, con posibilidad real de evitar toda injusticia, donde la verdad no tenga que callar, es una empresa que puede provocar el entusiasmo de innumerables españoles. No hay que dejar escapar la ocasión. Sería, menester unir la moderación de los caprichos o las voluntades particulares con la exaltación ante la oportunidad histórica que tenemos delante, que podemos hacer nuestra.

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