Presos en lucha, un movimiento contra el sistema carcelario
J.C. fue arrestado siendo todavía menor. Se le acusó de robo con reincidencia y tenencia ilícita de armas. Mientras la defensa solicitaba que el caso pasara al Tribunal Tutelar de Menores, el fiscal pedía para él veintiséis años de cárcel. Le afectó el indulto de 1971, que le rebajó la pena en un grado, y el Tribunal, finalmente, le condena a diez años y dos días de prisión mayor, más doce meses de añadidura por insultos a la sala. De ellos ha cumplido seis años, desde febrero de 1971 hasta finales de 1976.«No soy más que un segregado de la sociedad, al igual que el 80 -si no el 100 %-.de los presos comunes. Sufrimos los fallos endémicos de este sistema económico, y por extensión, del político. He vivido tres motines -Teruel, Ocaña y el primero de Carabanchel- y suficientes experiencias como para que, sin tópicos ni tergiversaciones, intentemos poner a la luz la vida en los penales y cárceles y las motivaciones reales de unos motines que han querido hacer aparecer como «pataletas de perros rabiosos».
Carabanchel: verano del 76
EL PAÍS: ¿Cuáles han sido los orígenes del movimiento de lucha actual en las cárceles?J.C.: Desde el año 69 ó 70 ha habido más de treinta motines en penales españoles. Sin embargo, el origen del movimiento actual creo que fue el motín del verano pasado en Carabanchel. Estalló el 30 de julio. Setecientos escritos que habíamos enviado al Rey solicitando la amnistía habían sido retenidos, primero, en la misma prisión, y luego, en el Ministerio de Justicia. Los ánimos empezaron a caldearse también por el desprecio que la mayoría de los políticos -ellos estaban a punto de salir mostraban hacia nosotros. La mañana del motín hubo enfrentamientos verbales y físicos con ellos.
EL PAÍS: ¿Existía ya algún tipo de organización?
J.C.: Había ya coordinación. Llevábamos una semana estudiándolo. Aunque luego se adelantó la quinta galería, que hizo un plante negándose a ir a talleres. Entró la Brigada Antidisturbios y varios se cortaron las venas, entre ellos Diego Albarrán, el que dicen que ha «desaparecido». Redujeron a la quinta galería y los encerraron. A las 4.30 empezamos los demás. Tomamos la terraza y exhibimos pancartas con textos de «Amnistía total», «Indulto para los comunes», «Pedimos una oportunidad», «Reforma del Código Pena¡ », etcétera. Desde la terraza lanzamos un escrito a la prensa con trescientas firmas, pero fue confiscado por la policía. Un compañero que salía aquel mismo día logró sacar una nota en forma de supositorio que luego fue leída por Radio Nacional. Eramos 330 y estuvimos en la terraza desde las 4.30 de la tarde hasta las ocho de la mañana.
Negociaciones y cargas
EL PAÍS: ¿Cómo reacciona una dirección penitenciaria ante un motín?J.C.: Las negociaciones se suceden, casi siempre sin resultado, y sin pretender otra cosa que engañarnos. Nosotros pedíamos hacer llegar un escrito al Rey por mano del ministro de Justicia personalmente. El director nos decía que ninguno de los dos estaba en Madrid y así una vez y otra.
EL PAÍS: ¿En qué momento intervino la policía?
J.C.: A las diez de la noche leyeron nuestra nota por la radio y después escuchamos unas declaraciones de Lescure, el director general, en las que dice que la fuerza pública no había entrado a la quinta galería. Al escuchar esto empezamos a gritar «¡Asesinos!», «¡Fascistas!», y a tirar piedras a donde estaban. Lescure y el gobernador dieron orden de actuar a la policía, que lo hizo con todos sus efectivos: balas de goma, botes de humo... Uno de éstos le abrió la cabeza al Curro y otro le hirió la mano al Cubas.
El director general nos propuso que redactáramos un escrito firmado por todos. Lo hicimos y nombramos a dos representantes. Eran casi los que menos tenían que perder. Uno de ellos, un tal Centeno, era un condenado a muerte Nos traicionó y no volvió. Le debieron conmutar la pena y, desde luego, desapareció de la prisión. El que volvió nos dijo que no cabía negociación, que sólo querían que bajáramos. Y así siguieron ininterrumpidamente las negociaciones y las cargas.
EL PAÍS: ¿Cómo reaccionaron los políticos ante los hechos?
J.C.: La mayoría se inhibieron, a pesar de las invitaciones que les hacíamos continuamente. Sólo dos o tres, creo que del FRAP, intentaron quemar el economato de la sexta galería para apoyarnos.
EL PAÍS: ¿Cómo lograron desalojarles de la terraza?
J.C.: Después de muchos intentos y ultimátums. Poco después de las seis de la mañana llegaron los bomberos para intentar derribar las barricadas que habíamos construido, pero no lo consiguieron. Al poco, escuchamos por los altavoces un ultimátum en boca del director general de Seguridad, Sánchez Román: que si en media hora no desalojábamos traería los helicópteros, pasara lo que pasara. Efectivamente, a las siete hicieron su aparición los helicópteros, mientras que dentro de las galerías los antidisturbios iban tomando posiciones. Nos reunimos todos para ver qué hacíamos. Unos querían bajar y otros no. Pero al final decidimos rendirnos con las siguientes condiciones: que la fuerza pública desalojara el recinto y que nos dejaran solos en la galería a la que bajásemos. Nos dieron su palabra de honor, pero no la cumplieron. Cuando bajamos, vimos que nos habían engañado e intentamos volvernos atrás. Pero la situación ya estaba dominada, nos redujeron a palos y nos llevaron a las celdas de castigo.
La represión
EL PAÍS: ¿Qué sanciones le impusieron?J.C.: El día siguiente, tres o cuatro funcionarios y policías, pistola en mano, entraron en las celdas Nos sacaron a unos doscientos con esparadrapo en la boca y nos condujeron a los canguros (coches celular) para trasladarnos a otras presiones: Ocaña, Burgos... De los que iban a Ocaña, dos se cortaron las venas con unas cuchillas que habían logrado conservar en las encías.
Fuimos 34 los trasladados a Ocaña. Nos echaron 180 días de celdas de castigo. Al llegar hicimos una huelga de hambre de diez días.
EL PAÍS: ¿En ese momento existía ya la Copel?
J.C.: No. Fuimos los trasladados de Madrid a Ocaña, al salir de celdas, cuando empezamos a pensar en la necesidad de una organización de los propios presos. Al principio pensamos que fuera un sindicato de presos. La primera acción surgió al enterarnos de que cuarenta denuncias que habíamos interpuesto a la Dirección General de Instituciones Penitenciarias habían quedado archivadas por la ley de silencio administrativo. Exigimos la presencia del director general de Prisiones bajo la amenaza de que si no se personaba en siete días íbamos a intentarlo todo, desde el motín hasta el suicidio. Pero que antes que nosotros alguien se Iba a ir por delante. Este fue el primer acto movido por lo que ya se empezaba a configurar como la Copel. El director de Prisiones nos deportó a distintos puntos del país. Pero con esto no logró acabar con el movimiento. Al contrario, ha ido adquiriendo cada vez más fuerza, como lo demuestran los sucesos de enero y febrero en Carabanchel.
EL PAÍS: ¿Qué carácter tiene su movimiento?
J.C.: Se trata de un movimiento de rebelión de los presos llamados comunes contra la opresión que sufren en las cárceles. Hay que concienciar a la sociedad de que no somos más que víctimas de una dictadura y de unas leyes que han violado hasta los derechos más elementales. Es una lucha por nuestra liberación. No estamos politizados, aunque el problema sea político y sólo se vaya a resolver políticamente.
EL PAÍS: ¿Quién les ha prestado apoyo?
J.C.: Casi nadie. Las relaciones con los políticos dentro de las cárceles han sido, muchas veces, difíciles, y sus grupos, desde fuera, casi nunca nos han ayudado. Sólo la CNT y algún pequeño grupo más. Las declaraciones de Fernando Carballo al salir de la prisión fueron ejemplares.
J.C.: No se trata de enfrentarse a los grupos. Se trata de no estar manipulados por nadie. Aunque agradezcamos el apoyo moral que nos pueden dar algunos. Fuera de las cárceles ya funciona la Asociación de Familiares, la AEPP, etcétera. Nosotros no luchamos por una flexibilización de la justicia, sino por una justicia verdaderamente humana. Tras la represión de estos dos meses, la Copel puede aparecer abortada, pero sigue viva y, ahora, en muchos más penales. Se pierden las batallas, pero no la guerra. La lucha continúa.
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