Por encima de todo
AYER COMENZÓ oficialmente la campaña electoral, que concluirá el 14 de junio. Aunque los partidos habían emprendido ya la batalla de la propaganda mural y radiofónica y de los actos públicos masivos, las facilidades de que dispondrán durante tres semanas los candidatos (espacios televisivos gratuitos, cesión de locales públicos, menores restricciones a la propaganda y las reuniones, etcétera) pondrán al rojo vivo, por primera vez en cuarenta años, la vida pública del país. Este es el momento de pedir a todos los participantes la práctica del juego limpio y la renuncia a violencias y presiones, como las que indebidamente se han producido en los mítines de algunos partidos y coaliciones en las pasadas semanas.En anteriores comentarios editoriales tuvimos ocasión de señalar los defectos nada inocentes de la ley Electoral, las ventajas que se derivan del apoyo gubernamental a la UCD y las imperfecciones del órgano legislativo que saldrá de los comicios de junio.
La ley Electoral, si bien garantiza el carácter universal, igual y secreto del voto, consagra también el principio del sufragio desigual. La adscripción de un mismo número de senadores elegidos por el sistema mayoritario, tanto a las provincias escasamente pobladas como a las de gran concentración demográfica castiga la eficacia del voto en las zonas industriales y beneficia a las áreas rurales, llegándose en el caso extremo de uno a cuarenta. En el Congreso la desigualdad del sufragio, aún siendo menor, descansa en la fijación de mínimos por provincia, lo cual altera el sistema de representación proporcional en también en perjuicio de las zonas urbanas.
Los partidos y coaliciones electorales toman la salida en diferentes condiciones, según su proximidad o lejanía del poder. La UCD va a gozar no sólo de la ventaja explícita de que sea el presidente del Gobierno quien la encabece, sino también de los beneficios que emanan del conocimiento y presumible utilización de los resortes del poder. En el extremo opuesto, los partidos todavía no legalizados lucharán con la dificultad añadida de tener que disfrazar sus siglas prohibidas bajo otros rótulos.
Las Cortes nacidas del 15 de junio se verán obligadas a imponer su representatividad como órgano de la soberanía popular, y a llevar adelante su proyecto constituyente, orillando las precauciones y recelos instalados por la ley de Reforma, que creó un complicado mecanismo de competencias compartidas entre el Congreso y el Senado, y no establece la responsabilidad del Gobierno ante las Cortes.
Pero las elecciones del 15 de junio son un jalón decisivo en el proceso de democratización del país. Las reglas del juego electoral rara vez alcanzan la pureza suficiente como para garantizar la neutralidad del Poder y la igualdad de oportunidades entre los participantes. Aunque nunca debe renunciarse a defender los "máximos" democráticos como acicate para que la realidad trate de aproximarse lo más posible a ese ideal, lo importante es decidir, aquí y ahora, si cumplen los "mínimos" indispensables. En este sentido, las próximas elecciones cumplen a nuestro juicio todos los requisitos mínimos necesarios para abrir una época de democracia estable en España. Todo hace pensar que las Juntas Electorales garantizarán la limpieza de la emisión y el recuento de los votos; y la participación de interventores de los partidos en las mesas hará de los comicios de junio algo radicalmente distinto a los referéndums de la época franquista.
Las Cortes elegidas el 15 de junio no serán quizás un espejo absolutamente fiel de la España real -dados los defectos y desigualdades ya apuntados- , pero su composición dará cabida sin duda a las grandes corrientes políticas del país.
Por lo demás el juego electoral ha sido aceptado por todos los partidos, desde la extrema derecha del señor Piñar hasta la extrema izquierda maoísta. De este consenso sólo quedan excluidos, al menos explícitamente, los grupos independentistas vascos, que intentan inútilmente arrastrar a la oposición abstencionista a los otros partidos de Euskadi.
Por último, hay que destacar que lo peor que ahora podría suceder es que este tímido proceso se interrumpiera. Fuerzas hay todavía que están empeñadas en conseguir esta interrupción, al precio que sea. Y en este sentido, resulta no menos superfluo que nunca, sino absolutamente necesario apelar a la razón, a la solidaridad, a la repulsa de la violencia. Y al mismo tiempo, a juzgar por la frecuencia con que se oyen los cantos de escepticismo -del desencanto- advertir que, aunque nada se haya ganado todavía, paradójicamente hay mucho que perder. Podemos perder la esperanza, que como suele decirse es lo último que se pierde. Estas elecciones deben celebrarse, tienen que celebrarse por encima de todo, y el voto debe ser masivo. Hay que dejar los juicios para después, cuando venga la hora de los análisis. Hay que dejar los prejuicios, aun cuando no estemos seguros del resultado final.
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