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El conde de Barcelona

A través de las pantallas de televisión, que tantas veces nos han sorprendido con la transmisión en color de actos protocolarios y vacíos, ha llegado a nuestros hogares la sombra de una ceremonia austera y llena de significación, de la que difícilmente podríamos encontrar algún precedente en la historia. Un Rey cede voluntaria y libremente sus legítimos derechos a la Corona a su hijo.Una abdicación regia ha sido normalmente, en los casos en que ha llegado a producirse, el resultado de un personal fracaso, una medida de urgencia para salvar una situación conflictiva y grave, o, a lo sumo, el fruto de una coacción externa; pero la renuncia que hemos presenciado tiene un signo completamente distinto, porque el hombre que la realiza es el que ha hecho posible, con todo el peso de su vida desgraciada, aunque llena de dignidad, que en este momento la Monarquía que representaba haya merecido el respeto de todos los españoles.

Fue hace, creo, unos doce años, al constituirse la Mesa Democrática de Andalucía, cuando tuve la honra de conocer personalmente a don Juan de Borbón, y he de confesar que llegué a su residencia de Estoril lleno de prevenciones y reservas, pero después de varias horas de diálogo abierto no quedaba en mí mas que admiración y entrega a su humanidad arrolladora, pletórica de generosidad, que había sabido mantener durante los largos años de su destierro todo su amor a España, libre de rencores y de resentimientos, dándonos a todos la gran lección de lo que debe ser un verdadero Rey, fiel a su destino y leal a los difíciles deberes de la Monarquía en él encarnada.

Yo creo que fueron las muchas horas pasadas en la soledad del mar, lejos de las terrenales impurezas, las que le permitieron mantener su espíritu limpio, que sólo se guiaba por la luz de las estrellas, completamente ajeno a los semáforos arbitrarios que convierten en ovejas de rebaño a los hombres de la ciudad. Tenía una profunda conciencia de lo que la Monarquía debía ser en aquel momento histórico, de la función superadora de injusticias que le había sido confiada, defensora, como lo fue en sus orígenes, de los derechos del pueblo llano contra los abusos de la aristocracia o de la oligarquía.

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Una vida honesta, austera, elemental, en la que nunca se ha podido señalar una claudicación, un corazón abierto, que se entrega sin reservas desde el primer momento, una infinita capacidad de olvido del agravio, un acusado sentido del humor, que le ha permitido siempre eludir el juicio acerado y superar la ofensa, como sólo puede hacerlo un gran señor, categoría cada vez más rara en este pobre mundo en el que nos ha correspondido vivir. Cuando me separé de él hube de decirle: «Señor, yo nunca he sido monárquico, pero ahora empezaré a serlo, siempre que el Rey lo seáis vos.»

Por eso, al ver el noble gesto de su renuncia, su humilde acto de pleitesía a su hijo, que es Rey de España porque él lo ha querido, he sentido cierta congoja en la garganta y he deseado que este acto suyo, en un momento en que todos los pigmeos se aferran a la conservación de sus situaciones personales, sirva para asegurar la convivencia de los españoles, tal como él lo ha deseado siempre.

Al transmitir sus derechos a su hijo ha puesto sobre sus hombros una pesada carga y una gran responsabilidad: no sólo la que nace de las leyes de la herencia y de la sangre, sino, sobre todo, la que deriva del prestigio que él supo ganar para una institución que mantuvo siempre por encima de partidismos y de banderías, durante los años más difíciles; como símbolo de unidad. Nadie debe olvidar en estos momentos que si los hombres de la oposición democrática consideran con respeto a la Monarquía, ello se debe exclusivamente al que supo ganar para ella el Conde de Barcelona, Rey que nunca llegó a reinar, pero que pasará a la historia como uno de los más grandes de su dinastía, porque no fue conquistador de tierras, sino espejo vivo en el que todos los que le sucedan estarán obligados a mirarse.

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