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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Sobre la independencia presidencial y otras inexactitudes

Ya por fin, aunque tarde y mal, sabemos los españoles que el partido que nos gobierna es una coalición de nombre Unión del Centro Democrático. Yo me había atrevido a pedir esta información hace algunos meses, desde estas mismas páginas y, naturalmente, sin éxito alguno. El reciente telemensaje del telegénico señor Suárez González nos la proporciona por fin, si bien, con una cierta subestimación de la capacidad mental media de los españoles aferrándose todavía a la absurda ficción de su independencia personal.

No se necesitan muchas luces para entender que cuando un ciudadano se presenta ante el electorado encabezando la candidatura de un determinado partido político cuya ideología se resume, para mayor escarnio, en el loable deseo de apoyar la acción de gobierno del djcho ciudadano, el prohombre en cuestión no es independiente, sino leader del tal partido. El señor Suárez sólo puede presumir de independiente en el sentido en el que el general Franco o el general De Gaulle presumían de no ser franquistas o gaullistas o don Carlos Marx de no ser marxista, esto es, en el sentido de no estar atado a la disciplina de partido porque es él el que la establece, el que determina lo que sus seguidores deben de hacer o pensar.

En nuestro caso esta fútil presunción tiene, sin embargo sus ventajas. Clarifica la situación y ayuda a clasificar políticamente a la flamante coalición, cuyo leader, quizá sin darse cuenta, intenta con ella seguir la tradición de presunto apoliticismo del general Franco. Así como éste aconsejaba a sus directores generales probablemente con absoluta sinceridad, que siguiendo su ejemplo, se mantuviesen alejados de la política porque para él perseguir a los socialistas, comunistas, democristianos y liberales, en cuanto reflejo de una actitud conservadora no apoyada sobre una idea, sino sobre una mentalidad, no era hacer política, sino enfrentarse con la antiespaña; el señor Suárez González nos propone ahora a todos los españoles el modelo de su propia independencia, que se identifica con mesura, moderación y pragmatismo, y condena implícitamente como desmesuradas, radicales e ilusas a todas las demás posturas. A diferencia de Franco, el señor Suárez, dentro de ciertos limites, las tolera, pero nada más. El sustantivo es el mismo; sólo varía lo adjetivo.

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Por su carencia ideológica como por su conservadurismo, el partido del señor Suárez González es lo único que, dada su composición sociológica podía razonablemente ser, puro y simple neofranquismo. Los distinguidos ex directores generales y ex secretarios generales que lo integran, a quienes sólo el lento cursus honorum instaurado por el franquismo, no su falta de entusiasmo, impidió llegar a la dignidad ministerial y los no menos distinguidos ex ministros que los guían y apacientan, continúan siendo, dicho sea en su honor, lo que siempre fueron.

El cotarro franquista ha quedado así dividido, como la Galia en tres partes: los neofranquistas de Suárez, los páleofranquistas de Fraga (a quien sólo su impetuoso temperamento y la ominosa sombra de Karamanlis han impedido ser el jefe de los neos) y los inasequibles al desaliento. Estos últimos, sin ninguna posibilidad real de poder por el momento, desempeñan dentro de nuestra sociedad la misma función que la España franquista desempeñó, durante muchos años, respecto de Europa: servir a la derecha de argumento para autocalificarse de centro y para amenazar a la izquierda con males mayores si no acepta de buen grado su derechismo. La función de las otras dos fracciones del franquismo, que sí tienen posibilidades reales de poder y que, en contra de las apariencias las aprovecharán unidas, es algo más compleja.

En primer lugar, se trata, claro está, de ayudar a fragmentar la opinión. Como culminación de todas las maniobras de disgregación a que la oposición antifranquista ha estado sometida, se la priva ahora, con la tripartición del franquismo, del último aglutinante posible de su unidad. Pero no sólo esto. Al mismo tiempo, los dos franquismos respetables se potencian recíprocamente. El poderío de Alianza Popular se basa, fundamentalmente, en los supuestos resultados de unos supuestos sondeos supuestamente realizados por el Instituto de la Opinión Pública que, sorprendentemente no han sido jamás publicados, como si la única institución pública de demoscopía tuviese como finalidad la de servir a los intereses ocasionales de los ocasionales titulares del poder y no a la formación de la opinión. La fuerza del centro radica a su vez, básicamente, en el hecho de aparecer, merced a los ataques que Alianza le dirige, como el abanderado de la libertad posible. El servicio a esta función les obligará a atacarse frente al electorado, pero no se preocupen ustedes, que la sangre no llegará al río y no son más que falsas apariencias. Cuando haga falta se unirán, como ya se unieron para perfilar la ley de Reforma Política y como inevitablemente se unirán a la hora de hacernos la próxima Constitución. Son de nuevo Cánovas y Sagasta aunque, por un curioso trastrueque de los papeles originales, sea Sagasta el que está en el poder y Cánovas (Fraga) el que juega el papel de la oposición.

Quizá no haya mucho que objetar a todo esto. Si el país no da para más, mejor así que con Narváez, y tal vez, por aquello de que la segunda repetición de la historia es siempre comedia, los próximos años sean, aunque pobres, divertidos. Lo que sí cabe pedir es que protagonistas y antagonistas asuman realmente sus papeles y no repitan viejos errores; que sean fieles a lo que intentan representar. Si, frente-a Fraga, Suárez adoptó el principio liberal, el interés de la comedia exige que lo lleve hasta el fin, y desgraciadamente no lo hace.

Aunque el número sea en sí mismo grotesco y el proyecto político que proponen sea, en la mayor parte de los casos demencial, es absolutamente intolerable que. al cerrarse el plazo para la presentación de candidaturas, queden 67 partidos sin legalizar. Intolerable, entre otras cosas, porque la denegación de la inscripción va contra todo derecho. Después de la sentencia de la Sala Cuarta del Tribunal Supremo, que tan perplejos nos dejó a todos los juristas españoles, la Administración no puede hacer otra cosa, en pura técnica jurídica, que inscribir en el Registro, es decir, legalizar, a todos aquellos partidos que lo soliciten. Para decir que no, sería necesaria la concurrencia de dos voluntades, una de las cuales, la del Tribunal Supremo, se ha eliminado a sí misma. No quiero cansar a mis lectores con tecnicismos, pero están a disposición de quienes lo deseen. Se me puede decir que los partidos no inscritos tienen abierto el recurso contencioso administrativo, o que no se trata de una negativa, sino de una demora en resolver, pero esta argumentación lleva, en su final, a un delito tipificado en nuestro Código Penal, el de impedir a otros el ejercicio de los derechos reconocidos en las leyes, y sería muy duro tener que llegar hasta allí. Malo estar, cien años después, de nuevo entre Cánovas y Sagasta, pero el que ni siquiera éstos sean los que deberían ser, es cosa de mal agüero para nuestra segunda restauración.

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