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Nueva justicia, viejos presos

Director del Departamento de Derecho Penal de la facultad de Derecho de San Sebastián

La atención que días pasados prestaron algunos periódicos a los reclusos de Carabanchel merece la gratitud de todos los ciudadanos y la reflexión también de todos, pero más de quienes (por razones de profesión o de interés personal) nos preocupamos especialmente por las personas privadas de libertad en nombre de la justicia (con frecuencia, en este terreno, bastante injusta). Las noticias que parte de la prensa ha publicado piden una consideración pública por motivos múltiples (también científicos, jurídicos y humanos). Quienes procuramos conocer lo que sucede dentro de los establecimientos penitenciarios podemos y debemos formular las siguientes constataciones:

1. Las instituciones penitenciarias en el Estado español necesitan una reforma radical pues actualmente adolecen de deficiencias violadoras de elementales derechos humanos.

2. La sociedad carece de la información que en justicia debe poseer acerca de cómo se desarrollan las sanciones privativas de libertad. Por desgracia, la sociedad no pide esa información, ni protesta de su falta.

3. Los medios de comunicación, salvo excepciones, no prestan la atención debida a tantos miles de personas despojadas, a veces durante varios lustros, de sus derechos básicos.

4. Los organismos comunitarios, partidos políticos, sindicatos, organizaciones eclesiásticas y caritativas, etcétera, olvidan sus obligaciones respecto a esos ciudadanos marginados entre rejas (en condiciones peores que algunos animales domésticos).

5. Los presos procuran llamar nuestra atención por situaciones más lamentables que las causantes de otras protestas y contestaciones. Lo hacen con medios menos violentos, menos molestos y perturbadores del orden público (sus autolesiones, sus huelgas de hambre, no impiden a nadie disfrutar de las comodidades cotidianas), y con medios menos costosos al erario público.

6. Por egoísmo (si miramos al futuro) debemos cerrar muchas cárceles y sustituirlas por sanciones repersonalizadoras en libertad. Sanciones dirigidas a reconstruir las estructuras injustas y criminógenas de nuestra sociedad.

Las notas que han escrito los presos, sus familias y la COPEL (Comisión Organizadora de Presos Españoles en Lucha; a la cual desde estas líneas le manifiesto que será para mí un honor poderme contar entre sus miembros, y colaborar con ellos) merecen un comentario más detenido de lo que ahora puedo hacer. Pero, al menos, conviene manifestar que cualquier ciudadano amante de la justicia suscribe todas sus peticiones. Probablemente debe corregirse un poco la dirección de algunas afirmaciones. Concretamente, parece que la causa principal de las deficiencias y de las injusticias que padecen los reclusos radica en el escaso presupuesto concedido por el Ministerio de Hacienda al Ministerio de Justicia, para los establecimientos y para las personas que atienden (mejor dicho, desean, pero no pueden atender) a los internos. Esas personas trabajan más de lo que pueden, dada la escasísima cantidad de dinero de que disponen para su formación y para sus necesidades.

Merecen subrayarse algunas exigencias de los presos. Por ejemplo: que se reforme radicalmente el reglamento de las instituciones penitenciarias (este reglamento resulta hoy anacrónico; no observa las reglas mínimas que se han establecido y desarrollado en los congresos de las Naciones Unidas, para la prevención del delito y tratamiento del delincuente, el último en Ginebra en septiembre de 1975; ni observa las reglas mínimas que ha formulado el Consejo de Europa en 1973). Esta reforma cebe llevarse a cabo, como indican los presos, con la participación de especialistas y de los mismos presos. (No se proyecta tal colaboración, según mis informes.)

Que los presos no sean trasladados caprichosamente por decisión unilateral de las autoridades administrativas, sin control judicial (estos traslados pueden considerarse similares a la pena de destierro, pero se imponen sin previo juicio). Los presos deben permanecer en su región, pues necesitan la cercanía de sus familiares y amigos, por razones de bien común (aunque disminuya algo la seguridad y el orden dentro de los muros).

El cese de los malos tratos, y el respeto total de los derechos humanos por parte de la Administración de la justicia.

La retribución económica justa por el trabajo realizado en los establecimientos penitenciarios, de acuerdo con la legislación para los trabajadores en libertad.

La alimentación sana y nutritiva y el derecho a recibir alimentos del exterior, igual que los políticos.

Acceso real a la biblioteca de la prisión, con desaparición de la actual censura.

La abolición de las celdas de castigo, etcétera.

Todas las peticiones de los presos (y otras más) están ya concedidas en muchos establecimientos de otros países, con resultados positivos (aunque los resultados no fueran positivos, debían concederse, pues son derechos justos).

Estos deseos de los privados de libertad, resultan excesivamente pequeños y cortos. Como indica Kaiser, en la tercera edición de su excelente Kriminologie (1976), pp. 136 y ss. en los últimos años ha cambiado totalmente el contenido, el número y el significado de las sanciones penales.

Sin embargo, en el Estado español, estas instituciones siguen poco más o menos igual que hace un siglo. Aunque se concedan todas esas peticiones (y se deben conceder inmediatamente), todavía quedan por reconocer y desarrollar importantes derechos de los presos. Por ejemplo, el derecho a hablar en su propia lengua; y a leer publicaciones en su propia lengua (sin necesidad de esperar meses para que tales escritos sean censurados por personas que viven a cientos de kilómetros); el derecho a tener más comunicación con sus familiares y amigos; el derecho a la visita conyugal; el derecho a una digna asistencia religiosa (por ministros de la religión que no sean funcionarios del Estado, ni miembros de la Junta de Régimen); el derecho a la amnistía por condenas fundadas en artículos de nuestro arcaico Código Penal, que deben desaparecer (el Código Penal debe someterse a una enérgica descriminalización de delitos convencionales, y a una seria criminalización de delitos no-convencionales hoy prácticamente atípicos, como la evasión de capitales, la especulación del suelo, las torturas policiales, etcétera); el derecho a que sus bibliotecas tengan más libros y revistas; el derecho a que algunas instituciones les atiendan cuando salen de la cárcel carentes de todo y estigmatizados con las etiquetas más denigrantes. Con razón afirma Blau (Strafvollzug in der Praxis, Gruyter, 1976, pp. 32 y ss.) que la opinión pública a veces mira con malos ojos a los presos y desconoce la necesidad y la utilidad de mejorar radicalmente la legislación y la praxis de los establecimientos penitenciarios.

Como demuestran los criminólogos críticos, muchos marginados son víctimas de los marginamientos que cobijados en su legalidad cometen las actividades más perjudiciales. Seamos sinceros: la autoridad tiene la obligación de dar cuenta a todos los ciudadanos acerca de lo que su cede en esos establecimientos, con esos funcionarios (sin suficiente formación, sin medios y sin tiempo) incapaces de reeducar, y con unas estructuras que convierten la cárcel en la universidad del crimen.

La autoridad tiene obligación de hacer justicia y también de mostrar que hace justicia. Esta última obligación exige que públicamente se aclare hasta qué punto tienen fundamentos las quejas que la prensa ha publicado. Hay que mostrar cómo se van a evitar estas violaciones de los derechos elementales. El silencio, en casos como éste, es un delito represivo, un delito del poder, un delito no-convencional, un delito muy grave (no está quizás tipificado en el Código Penal, no se sancionará, pero es un delito). De estos lodos vendrán después peores polvos. La violencia que todos lamentamos nace en gran parte de este y otro silencio del poder (político, económico, religioso, etcétera).

En resumen, alguien que detenta el poder está cometiendo injusticias graves con los presos. Y la sociedad está guardando un silencio delictivo que perjudica gravemente a miles de personas incapaces de defender sus derechos, pues están enterradas vivas, atadas de pies, manos y bocas (para su «rehabilitación»).

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