Sobre el objeto de las próximas elecciones
Yo pensaba haber comentado hoy la ley Electoral, al parecer ya aprobada y seguramente dotada de ocultos encantos que sería grave falta dejar en la oscuridad. El propósito no puede ser cumplido porque, en contra de lo que se anunció, la ley no ha sido publicada el viernes. Lo dejaremos para otro dia. Como en mi tierra se dice, «arrieros somos y en el camino nos encorftraremos», y quizá el aplazamiento no sea malo para subrayar algunas cosas evidentes y olvidadas; entre otras, la verdad apodíctica de que si es importante la forma de las elecciones, la ley que las regula y que debe asegurar su libertad y la igualdad de todos los competidores, mucho más importante es su finalidad, su objeto. Un sistema político no es democrático por muchas elecciones que haga y muy libres que éstas sean, si los elegidos no han de tener otra función que la de tocar la ocarina. Algunos ejemplos de ello, y el desconocimienter de este hecho elemental colocó a nuestra Oposición democrática en una difícil y desairada postura con ocasión del último referéndum.Antes de entrar en ese tema, me parece necesario, sin embargo, aun a riesgo de resultar pesado, expresar una vez más mi perplejidad por el reiterado desprecio de las formas jurídicas en que el Gobierno se obstina. Según el comunicado del Consejo de Ministros, lo que el Gobierno ha aprobado o cree haber aprobado es un decreto-ley, y según una información aparecida en este mismo periódico, la Comisión de Competencia Legislativa de las Cortes Españolas se ha re.unido, efectivamente, para dictaminar sobre la urgencia de dicho decreto-ley. Los españoles que se paren a pensar en estas cosas, y algunos habrá, se sorprenderán, con toda razón, de que las Cortes hayan de considerar que es urgente la promulgación de una normativa que las propias Cortes, al aprobar la ley de Reforma Política, habían ordenado al Gobierno promulgar. Y hasta es posible que sospechen, y seguirán teniendo toda la razón, que ahora no hacía falta ningún decreto-ley, sino un simple decreto, porque lo que hace la disposición transitoria primera de la ley de Reforma es deslegalizar, para las primeras elecciones, la normativa electoral, es decir, autorizar al Gobierno a establecerla con el medio ordinario de que el Gobierno dispone, que es el del decreto. Es claro que los «políticos prácticos», que tanto abundan entre nosotros, e incluso muchos «sociólogos de la política», que también comienzan a abundar, pensarán, unidos como están por un común desprecio al derecho, que no se sabe si es causa o efecto de su ignorancia, que estos distingos son remilgos de jurista, impropios de personas serias. El respeto por las formas es, sin embargo, la primera condición de posibilidad de la libertad dentro del Estado, la primera estructura indispensable de la «cultura cívica». Cuando este respeto no existe es ocioso hablar del «imperio de la ley», y el Parlamento, representante de la soberanía popular, queda reducido a la triste condición de simple Cámara de estampillado que pone su sello en donde se le manda ponerlo y no titubea, por ejemplo, en declarar que es absolutamente urgente y justificada la promulgación de un decreto-ley para prorrogar un contrato que, desde veinticinco años atrás, tenía exactamente fijada la fecha de su expiración.
Pero todo esto nos saca fuera de lo que, frustrado mi primer propósito, querría comentar hoy: el objeto de las elecciones. Como todos los españoles saben ya, las próximas Cortes pueden ser constituyentes o pueden no serlo. El Gobierno y las Cortes (actuales, que duran desde 1971, y que bien podrían llamarse en nuestros libros de historia «el Parlamento Largo») que las engendraron, como las padres divididos en sus preferencias entre varón y hembra, dejaron al destino la decisión. Este destino se llama con toda propiedad, incluso por lo azaroso e impredecible de sus designios, electorado español y el objeto concreto de su actividad, es decir, de las elecciones, es precisamente la decisión acerca del carácter constituyente o no que las Cortes han de tener. Las consecuencias de esta necesidad implícita, que sólo una inimaginable torpeza no explicitó en la propia ley de Reforma, son absolutamente apasionantes.
Una de ellas, porque es imposible en un artículo abarcarlas todas, es la del pie forzado para la campaña electoral. Los partidos que vayan a las elecciones no deberían prometer a sus electores otra cosa que un proyecto de Constitución. Las promesas habituales que se incluyen en los programas de los partidos y sobre los que se montan las campanas electorales arrancan siempre del supuesto de que, si triunfa en la elección, el partido que las formula ocupará el Poder y podrá hacer la reforma fiscal, o nacionalizar la Banca, o proteger a la pequeña empresa, o garantizar la libertad de mercado, o lo que sea. Nuestros partidos no podrán hacer, honestamente, ninguna de esas promesas, porque compiten por los escaños de unas Cortes que no pueden hacer gobiernos ni derribarlos. Naturalmente, los políticos, tan milagreros como los españoles solemos, piensan que «la dinámica propia de la representación popular» u otras entidades místicas del mismo género obligarán en la práctica a la formación de Gobiernos representativos, aunque tal cosa no esté prevista en la ley, y que, de una u otra forma, si ganan las elecciones, ellos llegarán efectivamente al Poder. Sucede, sin embargo, que la «representación popular» será, si es auténtica, plural, que querrá muy distintas cosas y que, salvo en el supuesto improbable de que una fuerza homogénea obtenga una mayoría abrumadora en las dos Cámaras, la Corona tendrá que pensárselo mucho antes de constituir un Gobierno que no sea puramente neutral y aséptico, situado «por encima de la política», como pretende estarlo el actual. Pese a ello, es casi inevitable que los partidos se dediquen a hacer promesas y a exponer programas de gobierno, pero promesas y programas serán incluso menos honestos de lo que en la práctica, política democrática estas cosas suelen ser, y su inevitable incumplimiento dañará muy hondamente la naciente fe democrática del país.
La realidad tiene, sin embargo, sus exigencias, y, quiéranlo o no sus protagonistas, el eje de los debates electorales va a estar en cuál debe ser la naturaleza de las próximas Cortes, su duración y el tipo de Constitución que deben establecer, lo cual convertirá en cuestiones candentes algunas que ya están en trance de serlo, como la de la forma de gobierno. Esto explica la obsesión por el «compromiso constitucional », pero de ahí arrancan también las dificulíades de llegar a ese compromiso. Si la carta de identidad con que un partido ha de solicitar el voto de los españoles ha de ser, fundamentalmente, su proyecto de Constitución, será difícil, sean cuales fueren las intenciones, proponer proyectos que resulten del compromiso y no permitan la clara identificación de cada una de las fuerzas que los proponen.
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