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Salcedo, el eterno descontento

Cuando concluyen los entrenamientos del Atlético de Madrid, Ignacio Salcedo busca rápidamente una puerta con la intención de pasar inadvertido. No hace falta ser Colombo para darse cuenta de que está descontento. Como se dice en la jerga del fútbol, hay «caso Salcedo».

En su carrera de futbolista, Salcedo ha tenido que superar el grave inconveniente de estar hecho en casa. Con los futbolistas de la cantera se da la misma infeliz circunstancia que con los productos de fabricación nacional: son más baratos. Una directiva que desembolsa cincuenta millones por traer a un Gerónimo que jura ser hijo de dos rostros pálidos nacidos en España acepta de antemano la obligación de ponerlo a jugar aunque luego se descubra que está cojo. La única manera de justificar el gasto es alinearlo para que meta goles o para que los falle. Hasta, ahora, muchos pieles rojas se han limitado a fallarlos.Salcedo pudo muy bien llegar al Atlético de Madrid o a cualquier otro club español desde Los Andes o el estuario del Amazonas. Es uno de esos futbolistas capaces de dar chispazos, aunque nunca llegan a fundir los plomos. (Sé que en mi club hay tres o cuatro superclases y que yo no soy uno de ellos, pero tampoco estoy por debajo de los demás.) Le ha faltado un poquitín para ser un arquitecto y otro poquitín para ser un obrero; equidista de los fenómenos y de los trabajadores. A pesar de todo, si un ojeador (es decir, uno de esos señores que tienen tan poca vista) coincide con uno de sus mejores partidos corre el riesgo de confundirle con un genio y el de aconsejar que se le contrate a cualquier precio. Con un poco de suerte, Salcedo pudo haber sido el típico futbolista importado que tarda cuatro años en convencer a la directiva de que no es Pelé, y que en la confusión se lleva ocho o diez millones limpios.

Pero Salcedo no trajo la credencial de un fichaje-bomba. Entró por la puerta de servicio sin hacer ningún ruido; tuvo alguna importante incompatibilidad con el entonces jugador en activo Luis Aragonés, y un día se encontró con que se había convertido en un pupilo suyo. (Yo no tengo nada contra los directivos del Atlético de Madrid: el problema de mi inactividad se ha creado más abajo. Creo que, en resumen, no se me ofrecen las mismas oportunidades que a los demás. Las últimas veces que jugué salí al campo convencido de que se me apartaría del equipo al menor pretexto. Y en estas circunstancias tampoco se puede jugar a gusto. Es inevitable que un futbolista profesional que ni siquiera es convocado para las concentraciones acabe deprimiéndose: mi situación es anormal, pero mi postura no es en absoluto injusta o arbitraria.»

El caso es que Salcedo está descontento. Quizá merece dos reproches: uno porque casi siempre intenta jugadas que sólo le salen a Cruyff, y el otro porque ha dejado la impresión de no haber llegado a un entendimiento consigo mismo sobre cuál debía ser su puesto en el equipo. Le han sobrado un último recorte en los regates, algo de efecto al balón en los pases y, como a los colegiales enamorados, un titubeo en sus declaraciones.

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