Di Stéfano y su pequeña tragedia
El Castellón está entre los últimos de Segunda, luego Di Stéfano está en riesgo de despido. Antiguamente se calmaba a la afición echando un cristiano a los leones del Coliseo; ahora se la contenta echando a la talle al entrenador. Di Stéfano sabe que los directivos no contratan a un técnico, sino a un culpable. Si te dan el cese, posiblemente no perderá ni un segundo en lamentarlo, porque ya no tiene ninguna duda de que el entrenador es el que debe morir cuando algo no marcha.Y sabe también que algo no marcha en el Castellón.
Hay una especie de constante fatídica en el sino del entrenador Alfredo Di Stéfano. Debutó con poca fortuna en el Elche, hizo campeón de Argentina al Boca Juniors, campeón de la Liga española al Valencia, pasó de puntillas por el Rayo y ahora está con la guardia baja en el Castellón. Sin embargo, al margen de las clasificaciones de su equipo (inmejorables las del Boca y el Valencia), siempre se apreció en él una conciencia de descontento. Siempre fue un hombre en situación de despido, un hombre a la espera de una tarjeta roja.
¿Qué le pasa a Di Stéfano? De momento, está sujeto a la servidumbre de soportar que sus. pupilos juegen mal al fútbol en su presencia, sin que a él le quepa otra solución que gritarles. Para el mejor futbolista de todos los tiempos ha de ser muy difícil vencer cada domingo la tentación de salir al campo, pedir que paren un momento el 4-3-3 y de explicar cómo debió jugarse un balón desaprovechado. Su problema es marcar goles como aquél de tacón al Valladolid con la bota de un jugador de Primaria.
Tiene, pues, varios actos la tragedia de Di Stéfano. Pero quizá el más triste de todos sea el último: carece de la condición fundamental que se exige a todo entrenador. La primera cualidad que ha de tener un técnico moderno es la de ser capaz de estar hablando durante una hora sin decir fiada nuevo. Igual que a los futbolistas se les pide que dominen el balón, al entrenador se le exige que domine el tópico. «Vamos a ver si podemos sacar algo positivo; nuestros rivales tienen un gran equipo; esperemos que el balón no se niegue a entrar», o «los chicos han sudado la camiseta; si hubiéramos metido aquel gol ... », etcétera.
Cuando era un futbolista en activo, Di Stéfano podía permitirse el lujo de la sinceridad. Cuando no jugaba el balón estaba diciendo a sus compañeros qué tenían que hacer con él. Se le perdonaba el tono desabrido en el que solía intervenir porque se le daba la razón. Se le disculpaba la mala música en reconocimiento por la buena letra.
Ahora las cosas han cambiado para él. Se promete paciencia; llega al nuevo equipo y se pone a las órdenes de la directiva correspondiente, donde, según las estadísticas, figurarán desde fabricantes de cajas de cerillas hasta cantaores de flamenco. Tres meses después, cuando se convence de que la clase es intransferible, aplica el viejo sistema de llamar a cada cual por su nombre. Y empieza el conflicto.
Del general Patton se dijo que sabía muy bien cómo había que hacer la guerra, pero que no había aprendido a vivir en la paz. Ese es el drama de la «Saeta Rubia ».
Hoy, a Di Stéfano le pierde la misma cualidad que le hizo un jugador inolvidable: el temperamento.
Qué macana, che.
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