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La difícil oposición

Resulta inquietante observar con qué celeridad la llamada «oposición democrática» pierde prestigio. Sin llegar al año de presencia política semi-legal, todavía no ha logrado dar una imagen coherente ni una idea concreta de su voluntad política. Es cierto que, objetivamente, en poco ha cambiado su posición: sigue al margen del poder y metida en sus catacumbas, pero ahora transparentes y con gran publicidad. No es postura fácil estar a la luz del día, sometida a una crítica interesada y con un marco muy restringido de acción. Saber esperar es virtud política; pero en los últimos momentos, cuando se entrecruzan la necesidad de tomar decisiones y la de mantenerse a la expectativa, es cuando cabe cometer los mayores errores. Tan suicida puede ser esperar demasiado, perdiendo la ocasión, como lanzarse antes de tiempo, sufriendo una aniquiladora derrota. La política es el arte de aprovechar la oportunidad, pero sólo post festum se sabe cuando ésta se ofreció. Por eso la política es también el arte de decidirse, arriesgando.Potencialmente, la oposición puede serlo todo; hoy por hoy continúa siendo bien poca cosa. Semeja al rico heredero que vive del crédito de lo que será en un mañana cercano, pero que el padre, en este caso el régimen, pasando por una agonía que se eterniza, mantiene todas las riendas en su mano, sin acabar de morirse. Si situación tan incómoda se prolonga y no se produce ni siquiera la «ruptura pactada», las consecuencias pueden ser graves. El régimen aspira a rejuvenecerse bebiendo el agua purificadora de unas elecciones, que él mismo prepara desde el poder, precisando tan solo de la oposición para que las legitime con su presencia. Si esta operación resultase -cada vez más difícil y en el largo plazo previsto, casi imposible- la oposición quedaría durante unos cuantos años hipotecada e impotente, aplazándose así, de manera aún más angustiosa, el planteamiento correcto de los muchos problemas que el país tiene pendientes. Y cuanto más se tarde en encaramos con la realidad, más difícil será encontrar soluciones pacíficas y viables.

La oposición, como el heredero, nada puede hacer para precipitar los acontecimientos. Por caduco y agotado que se halle el régimen, la oposición sabe que no existe alternativa a este esperar el término de su agonía. No es extraño que en este compás de espera, el ciudadano medio no perciba más que las rencillas personales por mejorar posiciones, tal si se tratara de herederos en discordia ante la cámara del moribundo. Imposible la acción y falta de responsabilidades concretas, a la oposición no se la permite más que hacer declaraciones. Mucho frente a la situación anterior; demasiado poco en relación con las exigencias de la coyuntura en que vivimos.

Malo, si el político no puede dar otra imagen de sí, que a través de la palabra. Gravísimo, si además sus palabras se distinguen por una ambigüedad abstracta, un vocabulario y un estilo tan peculiares, que abren la espita a la ironía y el sarcasmo. Lo menos que se puede decir de algunos comunicados de la oposición, es que parecen redacta dos en la jerga de una secta. El lenguaje esotérico, que en el poder puede servir a un distanciamiento que lo robustece, en una oposición que se quiere democrática, resulta, simplemente, ridículo. Y en política, nada más destructor que el ridículo. En todo caso, hay que re conocer que la creación de un lenguaje político, apropiado a la realidad y que levante audiencia, no es empresa que pueda improvisarse. El éxito de una política depende también de la aceptación que tenga la terminología que la exprese. Y en este aspecto, la oposición hasta ahora no ha tenido suerte. Los conceptos que divulga no arraigan más que en una minoría consciente y ya politizada. La mayor parte del país, que de ningún modo está con el régimen, sigue sin darse por aludida y se mantiene au-dela de la mêlée.

El país da la sensación de una gran masa de espectadores que asiste curioso al duelo entre régimen y oposición, produciéndole especial fruición los roces y querellas dentro de cada uno de los bandos. Estábamos tan acostumbrados al monolitismo sin fisuras al exterior, que nos fascinan, sobre todo, las desavenencias de familia. Desde la pasividad forzada a la que se ha sometido al pueblo español, es comprensible que más que al afán de participación, se haya desarrollado un hipercriticismo expectante, del que, claro está, tampoco se ve libre la oposición. Cuanto más publicidad alcanza, más decisiva es la imagen que de ella se tenga. Por causas heredadas del pasado inmediato, a corto plazo irremediables, pero también por un personalismo excesivo, su reputación está empeorando sensiblemente en este último tiempo. Y nada más grave que llegara a quemarse la única pieza de recambio de que disponemos.

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