El Régimen, contra el Gobierno
El otro día, en Madrid justamente encontré a un amigo catalán del que recibí amistad y ayuda durante una larga estancia que hube de hacer en París, el año 1962 para no ser llevado por las buenas a Fuerteventura. Con todo, cuando regresé, aún se me obligó a residir alrededor de medio año a 100 kilómetros de distancia de mi domicilio habitual.El amigo, que estaba exiliado desde que terminó la guerra en la que fue perdedor, ha conservado siempre una gran lucidez política. La sigue conservando y desde ella expresó muy claramente, a mi juicio, lo que está pasando estos días con la «reforma» Suárez:
-Es una lucha del Régimen contra el Gobierno. Si este Gobierno pierde, ¿gana el Régimen o gana la oposición?
Y esa es, creo yo, la clave de la cuestión. No es que el Gobierno Suárez esté a favor de la oposición, ni mucho menos. Está a favor de un cierto continuismo que los «cachorros» del neofranquismo querrían protagonizar. Se trata de controlar el «cambio» a favor, naturalmente, de los controladores. De ahí los nombramientos de la última tanda de gobernadores civiles y jefes provinciales del Movimiento. Cuando la sabiduría política de Gil-Robles «el Viejo» preguntó el otro día, en el discurso del Colegio Mayor Pío XII de Madrid -mal nombre para un «agiornamientto»- si se iba a desmontar el Movimiento y se iba a ahorrar su elevado presupuesto, estaba poniendo el dedo en la llaga. Porque lo que Suárez quisiera -si le dejara el Régimen, es decir, si le dejaran los que no quieren siquiera que algo cambie para que nada cambie, sino que quieren que no cambie nada absolutamente para que absolutamente nada cambie- es ganar las próximas elecciones. Es decir, que las gane una coalición de fuerzas políticas surgidas del Régimen precisamente. Pero el Régimen no se fía del «aperturismo» y hace bien. Por cualquier aperturismo puede colarse la democracia. Lo cual es malo para la salud del Régimen autocrático que los últimos cuarenta años ha estado mandando y que quiere seguir mandando -igual, como si nada hubiese pasado; como si nadie se hubiera muerto; como si nadie hubiera nacido y estuviéramos todos, aún, con la cartilla del país en otra. Y con las puertas de las cárceles y las de los cementerios, en la perspectiva de tantos y tantos.
De ese Régimen, de esa dictadura, ¿cómo se puede salir? ¿Qué resquicios de acceso se pueden encontrar para sustituirlo en lugar de continuarlo? ¿Qué puede hacer la oposición además de intentar su difícil unidad que va contra la naturaleza misma de la democracia? Porque proponer primero la democracia y luego las diferencias es suponer que se trata de la misma democracia y que todos renuncian a dominarla a cambio de poderla usar. La democracia no suprime la dialéctica de la contradicción entre las clases, ni el comprensible empeño de no ser excluidos y de, por el contrario, ocupar una posición sólida en el punto de salida hacia ella.
Si analizamos lo que ha ocurrido con las dictaduras de los últimos cuarenta años, que son los años que ha durado la última y más larga de este país, al menos por lo que se refiere a la Edad Contemporánea, veremos que su desaparición no sirve como modelo. Las de Italia y Alemania acabaron a manos de la victoria de los aliados durante la última guerra mundial. Tal eventualidad no cabe esperarla en nuestro caso y ni siquiera es deseable. Sería un precio demasiado alto el que habría de pagar el mundo entero.
¿La griega? Puede ser un modelo más próximo, aunque en Grecia fueron los mismos militares -una parte de ellos- los que neutralizaron a los «coroneles» y los sustituyeron por políticos derechistas. Para los USA, para la OTAN, la situación creada por los «coroneles» había llegado a ser insostenible, sobre -todo a causa de sus intervenciones en el asunto de Chipre, que amenazaba con destruir el difícil equilibrio de fuerzas en Europa. Puede decirse que Chipre fue, a través de la OTAN, un factor decisivo que no se da en el caso de este país. Aquí, lo que conviene a la OTAN, la carta que juegan los USA, sobre todo después de los «peligros» reabsorbidos por Eanes y Soares, en Portugal, es la transición sin dramatismo, el «cambio». La «reforma» Suárez tiene, por consiguiente, a la OTAN de su parte:, aunque preferirían que se tratara de un «cambio» hacia la democracia con oposición que tarde muchos años en llegar hasta el Gobierno. Cuantos más mejor.
Tampoco es probable que se dé aquí el modelo portugués que, por lo demás, ha venido a parar en una situación tan moderada como pintoresca, con un líder socialista devolviendo las tierras a los terratenientes. Aquí la situación portuguesa que dio con el caetanismo en tierra, se dio en 1898. No es la descolonización lo que puede producir aquí movimientos políticos de alguna envergadura. Aquí se ha abandonado el Sahara en manos de Hasan II, sin dolor, como los partos en las madres educadas previamente para no advertirlos. Y no queda nada más por descolonizar.
En este país, las leyes «reformistas», que tienen al final lo que habrían de tener al principio, es decir, una ley electoral y un sistema de controlar las elecciones, cuestiones previas ambas, que habrían de ser discutidas y acordadas con una oposición, de ese modo, oficialmente reconocida y aceptada, van a pasar, están pasando ya, por la «legalidad» vigente. Y, por consiguiente, ¿cabe esperar que esa «legalidad» esté dispuesta a comprobarse con el paso de la ley, Suárez por el Consejo Nacional. Se verán más cosas todavía si llega a pasar por las Cortes, es decir, si no hay, antes, algo que la instaure por las buenas. Porque está contra la naturaleza de las cosas que aquellos que han disfrutado de una situación de dominio en exclusiva durante los últimos cuarenta años, puedan ir contra sus intereses, contra su supervivencia en tanto que políticos -y hasta quizá contra su impunidad ante los tribunales ordinarios de justicia en algunos casos, no sé si muchos o pocos, sólo la «transparencia» democrática podrá decirlo cuando llegue aceptando una ley que por corta que se quede -y se queda mucho- para la oposición, es demasiado larga -y demasiado laxa- para los inmovilistas. Pero es una ley hecha a la medida de los «cachorros» del «continuismo» y, por consiguiente, contraria a los veteranos de la autocracia que se defienden poniéndole objeciones «legales».
Está la oposición, tolerada, ilegal, pero ya no clandestina, a la que, sin embargo, se le detienen dirigentes de vez en cuando, y de cuyas filas son los más de treinta muertos que se han producido en la calle desde el mes de noviembre pasado hasta hoy. Pero esa oposición, sin televisión; sin radio; sin prensa; sin legalidad, sólo tolerada, ¿cómo puede movilizar las masas para que éstas presionen hacia la democracia? Es cierto que esos movimientos han existido y existen, pero, ¿no son consecuencias de situaciones críticas, más que de «convocatorias»? Vitoria; Euskadi últimamente; ¿a qué resortes han obedecido? Ciertamente ha habido manifestaciones increíblemente numerosas para celebrarse como se han celebrado, contra toda clase de obstáculos, pero, con todo, ¿puede esperarse que sea ese el sistema para llegar hasta la legalidad mediante elecciones con ley y control pactados previamente con el Gobierno? Sería esperar demasiado de algo que ese mismo Gobierno puede recortar, limitar, enrarecer como ya, lo está haciendo. Las manifestaciones se confinan ahora, por ejemplo, a lugares de extrarradio ciudadano, si es que no pueden ser simplemente impedidas.
Estas reflexiones no quieren ser pesimistas ni optimistas. Ni puedo terminarlas con una fórmula mágica. No hay fórmulas mágicas. No hay ni siquiera modelo repetible como hemos visto examinando de qué forma acabaron las dictaduras europeas de los últimos cuarenta años. El anacronismo -por no citar más que una de sus notas, la menos «conflictiva» desde el punto de vista de la ley de Prensa- del Régimen es evidente. Pero él sólo tardará demasiado tiempo en acabarlo. ¿Apelar a la voluntad democrática de los que desde «dentro» del Régimen quieren abrirlo? Se trata de que «quieran» abrirlo de verdad y de que «puedan» hacerlo. Porque de otro modo, la única posibilidad que queda es continuar movilizando desde la calle, con los medios al alcance -que son pocos y con la difícil unidad, la voluntad democrática de la ciudadanía. Es el único camino, pero es un camino largo. Y durante su tránsito, los pasos atrás del Gobierno, defendiéndose contra el Régimen, o del Régimen, ganándole la batalla al Gobierno por momentáneamente que sea, pueden ser mucho más retardatarios todavía.
Como se ve, en política, no hay partos sin dolor. Alumbrar la democracia va a costar trabajos y días. Salvo que instancias más decisivas y «fácticas» se decidan a acortar el tiempo.
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