_
_
_
_
_
Reportaje:

Un espectáculo de otra época

Catch as ctach can significa en inglés «lucha como luchar puedas» o, si se prefiere, lucha como puedas. Es el nombre completo del catch o lucha libre americana. A pesar de lo que indica su nombre completo, tiene un reglamento que expresa algunas prohibiciones: los golpes con el puño y con el pie, los rodillazos en los genitales, los arañazos, los tirones de pelo, los mordiscos y los ataques a los ojos. El primitivo catch, pues, consistía en encerrar a dos hombres en un ring (idéntico al que se emplea en boxeo) y, con sólo esas limitaciones a su agresividad, dejarlos embestírse en busca de un vencedor.Durante muchos años, desde la belle époque hasta algo después de la segunda guerra mundial, el catch fue un espectáculo deportivo que compitió dignamente con el boxeo. En tomo a los rings en que se practicaban los duros combates de catch se reunía un público tan numeroso y apasionado como el que arrastra el boxeo. Incluso hubo muchos hombres que practicaron ambos deportes de forma sucesiva. Cabe decir que en aquella época el boxeo estaba considerado por delante del catch por aquéllos que valoraban los superiores aspectos técnicos del deporte de los guantes de crin, en tanto que el catch era preferido por los amantes de una lucha más completa. Generalmente, el catch se surtía de jóvenes boxeadores fracasados o de veteranos faltos ya de los reflejos que exige el boxeo y que no son tan precisos en la lucha. Nombres inolvidables en la historia del boxeo como loi de Joe Louis, Jack Dempsey o Primo Carnera, se inscribieron, una vez conluida su actividad pugilística, en las filas de los practicantes del catch.

¿Cómo se practicaba? Las llaves, más o menos similares a las del judo, se alternaban con los golpes de antebrazo y con dolorosas presas. Un luchador podía perder por puesta de espaldas, por lesión (muy frecuente, porque las luxaciones se producían con gran facilidad) o por puntos.

Con el paso del tiempo, y la consiguiente retirada del hambre y de la incultura, el catch fue perdiendo practicantes, y hoy no cabe decir que exista ya como deporte. Sin embargo, acaso ha ganado en belleza. La lucha se ha convertido en algo muy distinto, pero sigue viva.

Un público heterogéneo

Sábado noche en el campo del Gas. Como todos los sábados durante los meses de verano, hay lucha en este recinto, un campo de fútbol sin césped sobre cuyo terreno dejuego se coloca un ring en el centro de un círculo de sillas. Los viernes, boxeo; los sábados, lucha. El campo del Gas está situado en uno de los barrios más castizos y de más antiguo sabor de Madrid, sumergido en la zona que ocupa el Rastro los domingos. Incluso es posible que si usted acude a presenciar el singular espectáculo encuentre ploblemas de aparcamiento, porque la calle del Gasómetro, en la noche del sábado, ya está ocupada por los tenderetes de los que a la mañana siguiente pretenden hacer su agosto.

El precio no es caro y vale la pena. A cambio de él, usted puede disfrutar de un viaje al pasado. De un espectáculo entre ingenuo, bufo y cruel, que tal vez ya no esperaba ver nunca, de un espectáculo que no sólo se ciñe a lo que ocurre entre las doce cuerdas, sino que se extiende fuera de ellas. El público de la lucha, heterogéneo, comprende desde el grupo de estudiantes que acuden al reclamo de la guasa que aquello supone, hasta los matrimonios de mucha edad y poca cultura que, ingenuamente, creen verdaderamente que dos hombres se están matando sobre el ring, pasando por el invertido entradito en años que busca no se sabe qué extrañas delectaciones de voyeur, por el grupo de niños que acuden allí a comer pipas, porque en Madrid ya no hay apenas cines descubiertos y por el diletante que disfruta con todo ese mundo, abigarrado.

Lo primero que se advierte al comienzo del primer combate es que la ancestral dicotomía entre el bien y el mal es una de las bases del espectáculo. De los dos luchadores, uno es el malo y el otro el bueno, y muy pronto se aprende a distinguirlos. El malo es feo, bajo, gordo, casi siempre rapado al cero, pero con enormes bigotes y cejas y que es terriblemente tramposo. El bueno tiene mucha mejor pinta: un esqueleto bien hecho y un porte que en su juventud tuvo que ser similar al de Tarzán (ya no quedan jóvenes que practiquen la lucha). Es noble y se resiste a infringir las reglas. El malo empieza ganando el combate gracias a sus malas artes, que excitan la cólera del público más ingenuo: ¡Tramposo! ¡Sucio! Un árbitro de aire conspicuo vigila las incorrecciones, y sólo cuando el malo se ha pasado muchísimo se decide a amonestarle. Los primeros asaltos son un infierno para el bueno, que inspira la más profunda piedad a sus partidarios; el malo le ata a las cuerdas, le patea el escroto, le tira del pelo, le urga en los ojos y le tira fuera del ring. De cuando en cuando, el malo abandona su afanosa tarea de torturar al bueno y trepa hasta la segunda cuerda de un rincón para desafiar a la muchedumbre que le increpa; incluso bajá del ring dispuesto a embestir contra las primeras filas. Los guardias, el árbitro, su segundo y los jueces de las mesa, salen a la carrera tras él y consiguen detenerle antes de que pueda consumar su ataque al público, y le devuelven al ring donde vuelve a entregarse al disfrute de castigar al bueno.

Ya temen los partidarios de éste que se encuentre moribundo, cuando milagrosamente renace, se deshace de una dura llave y lanza al malo fuera del ring. Por las sillas corre un escalofrío tan alegre como el que pasa por las butacas de un cine infantil en el momento en que aparece el Séptimo de Caballería. A partir de ahí, la pelea es un paseo para el bueno, que termina ganando de calle y deja en la más completa humillación al rival, a quien le toca retirarse avergonzado entre los gritos del público; ¡Ea, ea, ea! ¡El calvo se cabrea!

También las mujeres

Naturalmente, la base del espectáculo es el malo, y cabe afirmar que todos los malos son verdaderas estrellas. Sus nombres son especialmente atractivos en el cartel (hay hasta un Gran Jefe Nube Blanca, que sale al ring con un espléndido penacho y que cuando se lo quita muestra un cráneo casi plenamente rapado, con una cresta de pelo en el centro, al estilo mohicano), y sin ellos el espectáculo no sería apenas nada. La lucha, además, presenta algunas variantes que mejoran las posibilidades de diversión; hay, por ejemplo, la fórmula del enmascarado, que suele tener un nombre rimbombante, algo así como «El Angel Cruel». Si «El Angel Cruel» pierde, sufrirá el castigo de tener que quitarse la máscara y mostrar su rostro al público. Esta fórmula alentó durante mucho tiempo el mito de que tras la máscara se ocultaba un delincuente común muy famoso y perseguido, que se vería atrapado el día que perdiese un combate.

Por desgracia, cuando esto ocurre, todo el suceso estriba en que «El Angel Cruel» se convierte en un simple Angel Pérez y la cosa no pasa de ahí. Existe también la lucha de pareja por relevos, que eleva al cuadrado las posibilidades de trampas y de maldades, y que también eleva al cuadrado el triunfo del bien sobre el pecado. Y existe, por último, y en España desde hace sólo un año, la lucha femenina.

Las mujeres que vemos luchar aquí no dominan tanto el arte del bien y del mal como los hombres, ni sus combates tienen la espectacularidad, los geniales vuelos y la crueldad de los de aquéllos, pero brindan muchas posibilidades. Evidentemente, produce un innegable morbo el combate entre dos mujeres de treinta años y cierta aproximación, al «buen ver» (todas ellas reúnen estas condiciones), y sus combates despiertan el ingenio machista: ¡Como suba yo vais a ver! ¡Deja algo p'al marido!... Sus peleas casi siempre se sitúan al final del programa, con la preferencia equivalente a la que se otorga a los combates de fondo en las veladas de boxeo.

Los luchadores pertenecen a grandes cuadras, y se contratan por temporadas. Cada «troupe» se presenta en la ciudad que le ha contratado con sus capas de colores, sus penachos y sus mil trucos ensayados una y otra vez hasta llegar a un altísimo grado de especialización. Concluida la temporada, recogen sus bártulos y se marchan a otra parte, con su carga de fantasía y sus reminiscencias de mundillo camp. No es posible hablar con ellos «porque son muy peligrosos», según afirman sus cuidadores, ni vale la pena intentar que nadie, ligado a este mundillo, reconozca que todo aquello no pasa de ser una broma; todos aseguran que los combates son serios. Sea como fuere, el espectáculo es precioso, y da pena pensar que tal vez esté dando sus últimos coletazos.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_