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Entrevista:

"Lo que en Francia me hacía sonreir, en España me emociona"

En este momento, El Adefesio, de Alberti era la única obra que yo podía aceptar hacer en España, entre las que me permitían. Si no hubiera sido así, pensaba venir sólo a título individual. Cuando empezaron a pasar cosas aquí, yo pensé que, el vivir en Francia, como refugiada, resultaba demasiado cómodo, y me preguntaba qué podría hacer. Hubo un momento en que Televisión Francesa, que quería hacer un programa sobre España, me ofreció protagonizarlo. Estuve a punto de venir. Fue una historia complicada: yo tenía un certificado de viaje, francés, que me permitía ir a todos los países del mundo, excepto, naturalmente, a España. Los de TV, que necesitaban que viniera, llamaron a la Embajada de España y la verdad es que allá estuvieron muy simpáticos. «Como no querrá venir aquí, nos encontramos en un café», me dijeron. Y en un café estuvimos dos horas discutiendo, delante del director del programa de televisión, que estaba fuera de sí porque la cosa era urgente. Yo decía que quería venir con mi certificado, y ellos, que era imposible, que podían darme un pasaporte español. Que era una cuestión puramente burocrática. Pues eso, decía yo, es lo que no quiero. Esa burocracia.Entonces fue cuando pensé hacerme francesa. Y llegué a pedir mi nacionalización, cuando era ministro Malrau. Fue muy simpático: él estaba en Marruecos, y en su gabinete me dijeron : «Pero cómo, ¿por hacer televisión tú vas a renunciar a lo que has sido durante treinta años? No. Te damos un papel en que no conste lo de refugiada».

Y luego, cuando pasaron tantas cosas en España, pensé: los simbólicos que quedamos por ahí teníamos que ir viniendo. Yo no podía regresar a hacer un teatro que no respondiera a mi identidad. Entonces fui a por mi pasaporte, sin que nadie se enterara, y pensé hacer un viaje privado. Pero me molestaba un poco el venir de turismo. Toda mi vida era el teatro, pero no podía hacer cualquier cosa. Entonces me ofrecieron Alberti, y aunque había un problema de fechas, con un contrato de Bélgica, basta que fuera para venir a España, me lo dejaron para el año que viene.

María Casares, en la vida y en el teatro, habla entera, con los ojos, con las manos huesudas, con el tono y con esa risa ronca, framática y terrible. Por eso es tan difícil transcribir lo que en realidad dice. A lo que aparece en el papel, hay que añadir esa vida espectacular, riquísima, que añade.

-¿Podría definir eso que usted llama su identidad?

-Hay destinos. Hay destinos de extrañeza, gente desplazada que no está en sus países, que han roto sus raíces. Yo pertenezco a esa gente. Luego, quizá por las circunstancias, porque pertenezco a esa gente, por la situación de mi padre y la mía, pública en su caso por la política y en el mío por el teatro, he llegado a ser un mito pequeñito. En España lo comprendo más, represento gente que se ha ido y que llega a muchos. Luego hay cierta leyenda. Yo soy salvaje, ando sola, independiente, no estoy en grupos, mis amigos lo son por el trabajo. En fin, esa parte mítica que en Francia me hace sonreir y en España me emociona. Al mismo tiempo, pienso que el mito funciona no por lo que hay en mí sino por lo que me rodea. Y luego está mi línea teatral, la que he escogido desde el principio, y que es una línea de vida.

-¿Cuál es su línea teatral?

-Siempre fue a ciegas, desde niña, desde el principio, algo intuitivo, instintivo. Recuerdo aquellos primeros años, el fin de la guerra civil, la ocupación francesa; yo aprendía francés y empezaba a hacer teatro y acababa el bachiller francés, una concentración de trabajo terrible, en cuatro años. Bueno, todo el tiempo, desde las primeras clases en el preparatorio, en la elección de las obras para las pruebas, iba instintivamente al gran teatro, y al teatro poético. Y esa es la línea que siempre seguí. Luego cierto rigor, para evitar las obras y las cosas en que no estuviera de acuerdo. Y siempre independiente, aparte de todo, grupos, tertulias, etcétera. Conozco el mundo a través del teatro, lo hice así, a puño, directamente. Conocer y vivir el mundo. Bueno, esto no quitaba para que tuviera muchos amigos, y aunque fuera siempre independiente, no actuara en manifestaciones por España, y cuando que había que hacer todas esas cosas. Siempre.

El porvenir del arte

Cuando habla, María Casares vive. Y entonces, va y viene por el recuerdo y por las cosas. «Es muy profundo lo que pasa en mí», me dice «Yo no soy amiga de exteriorizar mis emociones. También eso lo tengo de mi padre. El nunca lloró». Sin embargo, María se emociona a veces. Ahora, hablando de ese primer París, de la segunda generación surrealista, y del teatro, «que enseña muchas veces mucho más que la vida»...

-Yo conocí a Artaud cuando me invitó a hacer una cosa en la radio. El acababa de salir de una casa de salud, estaba en un estado terrible. En aquel programa que hicimos y estuvo mucho tiempo prohibido, él tocaba el tambor, lo rompía, le 'buscábamos otro tambor, volvía a romperlo, y luego hablando en perro, hablando en gallo, era estremecedor, y los gritos de Artaud, era extraordinario... Yo empezaba entonces y me llamaban siempre porque quizá representaba el ideal de interpretación de Artaud, al mismo tiempo traspuesta y completamente vívida, y cómo decir, destrozada, como el fuego. La gente que estaba con él... pues mira, era otra cosa. Allí temblábamos, como hojas, Artaud y yo. Los demás, tan tranquilos, le contestaban en perro, en gallo. Yo empecé a decir mi poema normalmente, bueno, yo ya no era muy normal pero en dos momentos, no sé, no me dijo más que no, no, no, y sólo sé que cuando oí la audición, no era mi voz, era una posesión. No era mi voz, era aguda, aguda, aguda... y con gritos, como él. Me dijo no, no, y me dejé ir a no sé qué, a lo que me había puesto en el cuerpo.

-El teatro cruel de Artaud, ¿influyó en su modo de interpretar?

-El y Genet han liberado muchas cosas en mi y en el teatro. Antes sólo se hacía teatro de dicción. Yo sin embargo, era el cuerpo, la expresión. Por eso los bailarines venían a mí, se parecía al baile lo que hacía. Y eso que aún me retenía. Lo de Artaud me dio fuerza para liberar ciertas cosas. Pero ya se liberaban solas, no podía contenerlas. Naturalmente, en el teatro, luego empezó a hablarse de expresión corporal, y ya no existía el texto. A mí lo que me gusta son las dos cosas porque, el verbo es lo que te une, y eso es el teatro, la corriente, entre la gente que está aquí, y otra gente viva que está ahí, esa corriente que se hace con el público a que no se hace, eso es el teatro.

-¿Cómo piensa interpretar, así en principio, El adefesio?

-Primero quiero saber el plan de José Luis. Luego, cuando me haya hablado del emplazamiento, que ya es un lenguaje... Además, tenemos que buscar todos juntos, es una obra difícil, colectiva, tenemos que encontrar las soluciones entre todos. Sobre todo, los rituales y ceremonias, porque en el fondo El Adefesio es eso, ceremonial, la historia en sí no es nada, lo importante son las ceremonias que pueden evocar tantas cosas, y que evocan finalmente a España.

-Una historia un poco siniestra, ¿no?

-Sí, es un poco siniestra, pero con esa especie de alegría voraz del juego, y naturalmente siniestra -ríe- si, es siniestra, un adefesio -ríe francamente-, pero de todas maneras, es pura magia. Es una cosa de brujas, y luego hay todo lo cristiano-católico, y lo pagano que se intenta ahogar, ¿comprendes?

Y entonces, María Casares me habla con profunda esperanza excéptica, de la reinvención del mundo, de esa necesidad imperiosa de asaltar la razón y tocar los límites que la propia ciencia, dice, va señalando ya. De la aventura de occidente, del progreso comehombres («y sin embargo, no podemos soñar volver atrás, es nuestra historia») del capitalismo que es una historia acabada «pero cómo se puede terminar», de la crisis de lo occidental, que es la crisis de la razón.

-En arte, sabiendo ésto, es la única manera de expresarse. En Francia el teatro duerme. El teatro es un lugar de exorcismo, pero para que haya exorcismo, tiene que haber tabús, tiene que haber valores. Es un íugar de comunión, pero tiene que haber valores en que comulgar. Es un lugar de combate, pero hacen falta valores por los que combatir... Allí, en el país de donde vengo, el público está estallado. No hay público de teatro, donde oficiar ese misterio, esa magia que el teatro es. Así que hacemos lo que en la vida. Buscar.

-¿Espera encontrar ese público en España?

-No sé por qué, es algo instintivo, pero tengo la sensación de que en España hay algo que vive. Creo que el arte puede dar un salto especial aquí, hay algo que brulle.

Luego, con un infinito respeto, pero sintiendo que a María se le humedecen los ojos, ante una curiosidad que parece injusta, le pregunto por su infancia, por su vida, por su padre. María se apasiona. No tiene que defender nada, porque la historia dirá la última palabra sobre la figura ocultada, falseada -«ya entonces la ocultaban y mi padre callaba. Le debo fidelidad a su silencio»- de Casares Quiroga, el ministro de la Guerra de la República española en 1936. Pero con todo, me cuenta aquella vez que le condenaron a muerte, en Jaca, y cuando vuelve, rumoreándose ya su Ministerio de Marina y le llevan a hombros hasta su casa, de la calle Panadera. «Mira, los que me vitorean ahora -me dijo-, dame dos anos y me tirarán naranjas. Y pasaron dos años y se las tiraron», me dice. «Aquella mirada de mi padre se me grabó, y con los pequeños éxitos del teatro, pienso lo mismo. Era muy pequeña, se me quedó muy grabado.»

«Sólo una cosa quiero decirte. Te aseguro que no es cierto que mi padre se negara a armar a las milicias populares. No, no es cierto. No puedo decirte más, pero no fue él.»

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