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Economía y cambio político

La atención nacional está centrada, como es lógico, en el proceso de cambio político; pero durante los últimos meses se ha observado una creciente inquietud en relación con los problemas económicos y sus posibles repercusiones políticas. Esto era previsible. En un principio se tendió a pensar que los temas económicos podían esperar, que la democracia bien valía un cierto coste económico y que, en todo caso, la normalización de la discusión política era condición previa para abordar unos problemas económicos cuya solución implicaba decisiones y cambios políticos importantes. Sucede, sin embargo, que las dificultades que padece la economía española son graves, no han mejorado durante los últimos meses y, a juzgar por los resultados de las encuestas de opinión, tienen crecientemente preocupado al país. Y esto las otorga una dimensión política cada vez mayor y las expone, inevitablemente a ser manipuladas en relación con el proceso de cambio.

Aceleración del cambio político

Así que me parece que un economista tiene que decir en estos momentos -por si alguien le escucha- que las actuales dificultades de la economía española no son fruto del cambio político, y que la primera exigencia para que entren en vías de solución es que el proceso de democratización de nuestra vida política se clarifique y se acelere. El país se enfrenta con graves problemas en los campos de la inflación, la balanza de pagos y el empleo; problemas que proyectan su Sombra sobre los próximos años, que escapan al mero tratamiento coyuntural o a corto plazo y que reclaman una estrategia de política económica con un horizonte temporal a plazo medio. Pero esa política económica habrá de ser nueva si ha de lograr el consenso social necesario para que tenga éxito, y esa novedad habrá de expresarse tanto en criterios distintos de los que dominaron en el pasado como en la búsqueda, desde esos criterios, de acuerdos y transacciones entre los diversos grupos sociales en un contexto institucional que los haga posibles. De modo que esa nueva política económica que las dificultades actuales están urgiendo exige, a su vez, que el proceso de cambio político se acelere.

Piénsese, por ejemplo, en el tan traído y llevado tema del «pacto social». Es cierto que cuando una economía se ha adentrado en una espiral de salarios y precios tan intensa como la que hoy sufre la economía española, solo un acuerdo entre los distintos grupos perceptores de rentas, orientado por el Gobierno, puede conducir a una rápida desaceleración del proceso sin graves costes sociales. El ejemplo de Gran Bretaña es aleccionador, y es lógico que atraiga tantas miradas. «Pero se entiende lo que realmente enseña el ejemplo inglés? A juzgar por muchas de las declaraciones que uno lee, no se entiende y, en una curiosa traducción, se interpreta como punto de apoyo de llamadas paternalistas a la moderación salarial. El «pacto social», si ha de responder a su nombre, implica la existencia de representantes de los diversos grupos sociales en condiciones de negociar y de obligar a sus representados; y supone una política económica que ofrezca contrapartidas efectivas a las cesiones que se soliciten de cada grupo. Pero el objetivo de un proceso de cambio hacia la libertad y la democracia consiste, precisamente, en crear una situación en que tales actitudes de transacción y pacto sean posibles y dominantes; de modo que quien urge el «pacto social» está pidiendo, si es coherente, la aceleración del cambio político.

No sirven antiguas recetas

También creo que ningún recurso a cualquier supuesto modelo tecnicoeconómico de pasadas épocas doradas va a sacarnos de la actuales dificultades económicas. Primero, yo no veo que ese modelo haya existido por parte alguna; y, en segundo lugar, el desarrollo económico español de los años sesenta se produjo en unas condiciones políticas interiores y en un contexto económico mundial sustancialmente distintos de los actuales. La aplicación a nuestros problemas de hoy de políticas económicas del pasado estaría condenada al fracaso y, conduciría, además, muy probablemente, a una involución del proceso de cambio político.

El desarrollo económico español de los años sesenta se basó en la industrialización a ultranza y la urbanización desordenada, entregando la agricultura y el medio rural a su suerte como piezas residuales; se expresó en la adopción de estructuras y técnicas productivas altamente intensivas en capital, confiando que la emigración rural se vería compensada por una fuerte emigración hacia Europa capaz de aliviar el problema del empleo; se mostró más preocupado por la cantidad que por la calidad del crecimiento; desatendió los problemas redistributivos en una sociedad injusta y fue escasamente sensible a los costes sociales generados y al creciente desequilibrio sentido entre la satisfacción de las necesidades privadas y la atención a las necesidades colectivas. Pensar que esa forma de desarrollo podría mantenerse sin grados crecientes de autoritarismo me parece ilusorio.

Pero es que, además, ese desarrollo y la política económica que lo acompañó no resolverían nuestros problemas actuales; los agravarían. La economía española necesita ante todo, para superar sus actuales dificultades, hacerse más flexible y más productiva. Y esto es lo opuesto a los principios básicos de la política económica de los años sesenta, que, si inició la década bajo el signo de las ideas de la economía de mercado, pronto las abandonó para adentrarse en una maraña de intervenciones generadoras de ineficiencia, de proteccionismos perturbadores y de apoyos discriminatorios del sector público que, por múltiples cauces, conducían a una creciente burocratización centralizada de la economía, en perjuicio de las empresas medias y pequeñas, que han sido y son el verdadero elemento dinámico del crecimiento español. El sector público debe ampliar su esfera de atención a las necesidades y el equipamiento colectivos, pero, al propio tiempo, tiene que revisar muchas líneas de gasto ineficientes; debe orientar el desarrollo de la economía, pero ha de hacerlo delimitando con nitidez el sector público del privado, desmontando su intervencionismo inútil, costoso y perturbador y ampliando decididamente el juego del mercado. El proteccionismo comercial excesivo acaba perjudicando a la balanza de pagos, y las distorsiones de recursos para favorecer el crecimiento puedan acabar frenándolo; como las regulaciones laborales Pueden, a partir de un cierto punto -ampliamente rebasado, para poner un ejemplo, por la reciente Ley de Relaciones Laborales-, acabar perjudicando a los trabajadores que se pretende proteger.

No hay que volver, pues, a esquemas pasados de política económica. Hay, por el contrario, que abandonarlos decididamente y adoptar nuevos criterios válidos para nuevos contextos institucionales y para los problemas de hoy. Esta es seguramente una tarea que excede de las posibilidades efectivas de un Gobierno que se ha definido como Gobierno de gestión. Por eso es preciso que el proceso de reformas políticas se acelere. Conseguir esto es la mayor contribución que puede hacer el Gobierno actual a la resolución de los problemas económicos.

Objetivos para un Gobierno de transición

Claro que también puede prestar otros servicios importantes en el terreno de la política económica. El primero de ellos, no ceder a las tentaciones de un mayor proteccionismo y un mayor intervencionismo, a las que tan propicias son situaciones difíciles como la actual. Y el segundo, no pretender el logro de éxitos imposibles en el corto plazo y asegurarse, en cambio, de que no adopta decisiones que supongan una pesada herencia para sus sucesores.

El déficit de la balanza de pagos por cuenta corriente es un problema cuya solución ha de buscarse en el medio plazo; intentar corregirlo con rapidez mediante una drástica operación estabilizadora sería, en estos momentos, improcedente y socialmente muy costoso. Algo semejante cabe decir de cualquier intento de doblegar rápidamente el actual ritmo de inflacción. Pero también creo que debe evitarse agravar uno y otro problema como resultado de un esfuerzo por acelerar el proceso de reactivación mediante expansiones monetarias excesivas que la economía no podría tolerar muchos meses.

Si el actual Gobierno de gestión tiene el acierto de prestar oídos sordos a quienes le retan a heroicas hazañas en el terreno económico, aún podrá hacerse acreedor de general gratitud dando pasos modestos, pero bien meditados, por el largo camino que se orienta hacia la verdadera solución de nuestros problemas. Me refiero a temas tales como la revisión de la política del crédito oficial y de déficits públicos; el examen de las funciones de numerosos organismos autónomos; la elaboración de listas de intervenciones de deseable supresión inmediata; la mejora de la administración fiscal, condición previa a cualquier reforma impositiva eficaz; el examen de la coherencia de las grandes inversiones programadas con los problemas de empleo de la economía, etc. La lista puede prolongarse casi indefinidamente, y en su aparente oscuridad está su mayor mérito. Porque se trata de ganar tiempo en la dirección adecuada en tanto que la aceleración del proceso de cambio político se encarga de abrir mas amplias opciones a la economía.

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