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Droga: trivialidad y terateia

El empleo de la droga como coadyuvante del paso a ciertos estadios de la experiencia religiosa es sobradamente conocido en todas las latitudes y tiempos. Tal vez sólo lo moderno aporta como proposición la posibilidad de equiparar los estados inmediatamente generados por el consumo de drogas con los fenómenos de la experiencia religiosa profunda. No es improbable que esa propuesta vaya asociada en su origen a una identificación no suficientemente fundada de la experiencia mística, como experiencia religiosa extrema, con los llamados estados o dones preternaturales (sobre todo, por lo que a su asociación con la droga respecta, con las distintas formas de visión extática), que en ningún caso constituyen dicha experiencia, y que en las fases más radicales o más absolutas de ésta han de ser renunciados.En el extremo inicial y más complejo de esa propuesta habría que situar, más de veinte años atás, The Doors of Perception, de Aldous Huxley (1954), seguido de cerca. y polémicámente por el libro ole R. C. Zaehner, Mysticism. Sacred and Profane (1957). En su extremo más reciente y empobrecido se situaría The Politics of Ecstasy (1965), de Timothy Leary. Hay, por supuesto, textos próximos de más riguroso contenido que éste, pero de difusión mucho más menguada, como el estudio de Walter Clarck Chemical Ecstasy: Psychodeúc Drugs and Religion (1969).

Entre ambos extremos, y en un período de poco más de veinte años, la positividad posible de la utopía de Huxley o de los movimientos psicodélicos del decenio de 1960, manifiestamente teñidos de religiosidad y aplicados en buena medida a un uso ritual o sacro ole la droga, se derrumba. Pienso en particular en la utopía de HuxIey tal y como él la proyectó en la sociedad de su última novela, Island (1962), capaz de acceder con ayuda de la droga a un estado de superior claridad y de triunfo espiritual sobre la muerte. Es evidente que la sociedad se ha resistido a la utopía o la ha negado en su raíz, revirtiendo la positividad posible de la droga como coadyuvante de la terateia, de la apertura a lo extraordinario, o a lo maravilloso, o a lo que los antiguos consideraban señal de lo divino.

Del uso ritual de la droga, en el que habría de verse un intento (primario, si se quiere) de reaproximación a lo sacro, se pasa casi sin transición a su uso trivial, a su comercio masivo. Convendría saber hasta qué punto esa reversión no es obra i-nexorable o mecánica de un sistema social y cultural que resulta, a la vez, por su naturaleza misma, omnívoro y trivializante. La droga es, en efecto, objeto de un mercado clandestino de volumen mundial, que las estructuras a las que debemos nuestras conformaciónes sociales y económicas posibilitan en su origen y reprimen en sus consecuencias. En el centro de esa aparente paradeja, la droga y el toxicómano son valores de mercado, quedan reducidos a la condición de mercancía, una mercancía particularmente siniestra o triste.

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En su uso trivial, la droga pierde toda positividad posible. El consumidor depende de los efectos inmediatos de las sustancias absorbidas y, en definitiva, no puede ir más allá de ellos. En ese contexto, la droga no genera una disponibilidad máxima, sino un condicionamiento absoluto. Pierde así la única positividad que le sería propia, la de actuar como desencadenante de formas más complejas, o más unificadas, o más profundas de ex periencia, que ya han de estar potencialmente alojadas en el horizonte personal de quien utiliza ese tipo de desencadenantes o «triggers», según la terminología de Clark. Porque bien claro está que la droga por sí sola no aporta nada. No sin razón escribió,en un ya viejo y memorable texto, Thomas de Quincey: Si un hombre que sólo había de bueyes se convierte en comedor de opio, lo más probable (a menos que sea demasiado obtuso para soñar) es que sueñe con bueyes.

Otras sociedades, a veces muy primitivas, han conocido bien el uso trivial y el uso ritual de la droga, y acaso por haber mantenido en todo su rigor esa distinción han evitado la negatividad absoluta con que hoy se presenta el consumo de drogas en las culturas de base económica y técnica muy desarrollada. La antropología reciente nos aproxima a muchas de esas sociedades que nos son contemporáneas. La distinción aquí hecha entre uso trivial y uso ritual de la droga podría ser uno de los ejes de lectura dellibro, de Jacques Lizot Le cercle des feux (1976), sobre los yanomani, grupo indígena de la selva venezolana del Orinoco. Por supuesto, el libro de Lizot es una presentación de las estructuras sociales y culturales yanomani bastante más completa de lo que esta breve referencia deja imaginar. Pero, sin duda, uno de sus puntos centrales es el capítulo dedicado a la initiación chamánica. El ritual queda presentado en todos sus detafles y, en la totalidad de su senti,do. El, elemento principal de la prueba iniciática, que dura siete días y llega a su cumplimiento en el octavo, es la absorción masiva de alucinógenos. El iniciado queda literalmente atiborrado de esas sustancias: tal es su descenso al caos primordial y a la muerte, al infierno de la droga, con la que ha de luchar repitiendo sin error, en esas condiciones de dificultad extrema, las invocaciones precisas que lo harán chamán, es decir, señor de los espíritus, que, a su vez, son señores de la naturaleza y del hombre. Descenso al caos y a la muerte para reascender, probado, a la palabra y a la curación. Porque es chamán el que cura por la palabra, por el rigor de la invocación.

¿Habría que ver en la nostalgia de ese espacio sacro el elemento que la trivialización abusiva de la droga niega o adultera en nuestro contexto cultural? ¿Sería, en definitivá, lel sentido profundo de la iniciación y de la prueba lo que las sociedades de la abundancia depauperante han perdido?

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